28.2.23

El último verano de la infancia

   

          Fue en la década de los 60, poco antes de que esa banda de Liverpool hiciera explotar nuestras cabezas. Todos les dirán que fue una época muy liberal, pero de eso no nos habíamos enterado en nuestra pequeña ciudad de provincia, ni menos en el balneario de Constitución. 

Ese año había fallecido el padre de Heráclito, mi mejor amigo, y mi madre se preocupó de organizar las cosas para que él pudiera pasar las vacaciones con nosotros, gestionó los permisos, el lugar donde quedarnos y nos dejó instalados en casa de unos amigos que daban pensión a los veraneantes y ella con mi padre se fueron bien lejos a descansar de nosotros.

La casa estaba pegada a la Iglesia, el cura almorzaba con nosotros y le gustaba contarnos cosas horribles como que antes que se construyera esa casa, en ese lugar había un pequeño cementerio, pero que no nos preocupáramos que él rociaba todo con agua bendita de vez en cuando.

En verdad ya estábamos creciditos para hablar de infancia, pero aún nos relacionábamos con las muchachas a través de juegos bastante ingenuos.

A ellas, las hijas de nuestros anfitriones les tocaba hacer nuestras camas y asear nuestro dormitorio, nosotros éramos hombres y no hacíamos esas cosas. Así era en ese tiempo. En realidad no hacíamos esas cosas ni ninguna otra que no fuera divertirnos, hacer nada y descansar no sé de qué.

Pero ahí empezaba el juego, ellas nos ponían cosas en la cama como bichos muertos y fríos objetos de metal para que nosotros nos asustáramos. Hacían también un truco con las sábanas que llamaban sabanitas cortas que nos obligaba a rehacer la cama antes de acostarnos, tarea para la cual no estábamos preparados, pero en fin a esa hora no había más remedio.

Esto se repitió tantas veces que empezamos a planear nuestra cruel venganza.

Heráclito era aficionado a la química y conocía bien las propiedades del nitrato de plata que se vendía en las boticas en forma de pequeñas barras que él usaba para quemar sus espinillas y sabía muy bien que si uno se pasaba suavemente la barra por la piel quedaban rayas que no se borraban en días. La idea que nos pareció fantástica era ir a su dormitorio en medio de la noche y dibujarles bigotes a las dos chicas.

Heráclito tenía su barra de nitrato de plata y yo tuve que comprar la mía.

Esa noche estaba todo preparado, solo teníamos que esperar un poco más despiertos para estar seguros que ellas ya estaban dormidas, así nos quedamos conversando de lo que haríamos en el futuro. Heráclito ya sabía que iba a estudiar química y yo no tenía idea, en ese tema yo andaba más perdido que el Teniente Bello. En esa conversa estábamos cuando mi amigo se empezó a inquietar y se desconcentró de lo que hablábamos. Le pregunté que le pasaba y me respondió con otra pregunta.

―¿Escuchas un ruido?― le respondí que no.

Entonces el hizo sonar sus nudillos en el velador que separaba su cama de la mía.

―Es algo así― me explicó y repitió la particular percusión sobre el velador, con un ritmo especial. Finalmente logré identificarlo, pero sin entender su importancia.

―Sí, ahí lo escucho. Es como lo que tú hiciste en el velador, pero en el vidrio de la ventana

―Mi papá hacía sonar la puerta de esa forma para anunciar su llegada― dijo Heráclito con la voz quebrada.

Nos quedamos mudos y empezamos a escuchar ese sonar de nudillos por toda la pieza, en el techo en las paredes, pero cuando nos cagamos de miedo fue cuando sonó en el velador tal como lo había hecho mi amigo.

Heráclito, dijo que también hacía ese ruido cuando algo no le gustaba y estaba enojado. Fue fácil deducir que no aprobaba lo que estábamos a punto de hacer. Por eso mi amigo habló prometiéndole a su padre que no haríamos nada y que al día siguiente lanzaríamos la barritas al río.

Lo que escuchamos después fueron unos pasos que se alejaban y un estruendoso portazo. Pero la cosa no paró ahí, porque parece que el portal que nos separa del inframundo había quedado un tanto abierto y se escuchaban lejanos gritos, voces en idiomas desconocidos, un cura orando en latín, cadenas que se arrastraban, largos aullidos y gemidos de bestias o de monstruos que no nos atrevíamos a imaginar.

Al día siguiente, notamos que ambos teníamos un mechón blanco en nuestras cabezas. Pensamos que las muy muy nos la habían jugado una vez más, nos habrían echado agua oxigenada o cloro o alguna brujería. Las dos primeras alternativas las podemos descartar porque el mechón de canas al menos a mí me ha acompañado toda la vida, aunque ahora no se diferencia mucho del resto de mi cabello. En el caso de Heráclito, la última vez que le vi tenía el pelo sospechosamente negro.  Neandro X
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