16.8.13

Viernes Negro*



Un viernes, más aburrido que de costumbre, con el cansancio de toda una semana y con aquel reloj traidor, apatronado que se arrastra como soldado herido y se niega a marchar con la velocidad de mis deseos. De seguir así me veré obligado a aplicar la Operación Water, que es el último recurso para acortar la jornada. Ya me he tomado media docena de cafecitos con el mismo propósito, pero en realidad no hay alternativa y son las cuatro de la tarde, mi hora favorita para hacer la digestión -así se dice para no llamar las cosas por su nombre- además tengo un libro excelente en mi bolsillo, que hará volar esta última hora de esclavitud asalariada.
          El sitio en que me encuentro sentado, leyendo (además de... ), es bastante apropiado a sus funciones, pequeño y sin ventanas, con un extraño parecido a los que hay en los trenes, lo que me produce alguna nostalgia de mis tiempos de estudiante provinciano, eterno viajero de los fines de semana en que escapaba de las pensiones para volver a la casa.
El tiempo vuela con un libro y aquel era sin duda apasionante, tanto que recién pude encontrar un punto donde hacer un alto casi al filo de las cinco. Debe aclarar que la hora es según mi sexto sentido ya que uso mi reloj en la muñeca de mi compañera porque me produce una alergia que no estoy seguro que se deba al roce.
Después de las operaciones que no son gratas de describir, empujo la puerta con la fuerza normalmente necesaria, pero ésta se resiste a ser abierta, a pesar que la manilla ha girado como siempre, vuelvo a girarla y la noto un poco floja, se ha soltado y no acciona el mecanismo y la puerta no cede, se empecina y permanece inmóvil como una montaña. Mis esfuerzos son tenaces y poco inteligentes, concentro todas las energías de mis músculos sin hacer el menor ruido porque la situación me parece ridícula e inaceptable. El esfuerzo me agota y me obliga a sentarme nuevamente ésta vez a meditar sobre mi lamentable situación, me he pasado todo el día resolviendo problemas lógicos y ahora no sé que hacer ante este problema vital y en apariencia sencillo, pero soy optimista y siempre guardo para estas ocasiones un cuartico de esperanza. Es la hora de salida y seguramente alguien vendrá a este sagrado lugar, por lo tanto a esperar tranquilo.
Traté de retomar la lectura, pero ya no podía concentrarme. Dejé vagar la vista por la puerta que crecía ante mis narices y no encontré nada escrito, ni una sola obscenidad, sólo un par de cuerpos femeninos sin pies ni manos ni cabeza, bellos y estilizados, como los animales dibujados en las paredes de las cavernas por nuestros milenarios antepasados, ellos dibujaban y así ya tenían en parte al animal cazado, quizás en este caso el artista necesariamente anónimo también cumpliera un rito para conquistar a su hembra.
A pesar de lo poco grata que es la situación, puedo alegrarme de que no sea mi compañera la que esté en mi lugar, pues ella siente cierta angustia en los ascensores y en los túneles, es claustrofobia adquirida en prisión, más de un año en cárceles de la dictadura y algunas semanas incomunicada o en celdas de castigo tenían que dejar su huella.
Yo, a pesar de que no participé menos de todo aquello que llamábamos “la lucha”, jamás he sido detenido ni siquiera por borracho o por una infracción de tránsito, lo más cercano a una detención fue aquella vez en que Jaime me llevaba en bicicleta, un policía nos sorprendió y como era un celoso cumplidor de su deber y estaba prohibido andar de a dos, se llevó a Jaime y a la bicicleta detenidos y yo que quedé milagrosamente libre, tuve que correr a casa a movilizar la influencia paterna para conseguir la libertad de mi amigo y de mi bicicleta. Esta vieja e infantil historia es sólo el anuncio de que la Santa me había regalado el don de la libertad, aunque para conservarla haya debido huir de mi país.
Antes de asilarme hubo para mi otra salvada milagrosa, la visita a una casa recién allanada y los perros de la dictadura no se habían quedado acechando como acostumbran. La cita a que fallé porque no me fiaba de ésa persona que entregó a la policía a todos los que tenían contacto con ella, la trampa que evité porque casualmente supe que fulano había caído.
La escapada más increíble la supe años mas tarde, ya fuera de Chile, alguien entregó en la tortura el lugar, la fecha y la hora en que debíamos encontrarnos, llegó la Dina, pero un semáforo los detuvo, me alcanzaron a ver en la esquina entre la gente, pero no quisieron hacer mucho escándalo: esperaron el cambio de luz, cuando la luz verde les permitió llegar a la esquina yo no estaba, ellos no lograron comprenderlo, yo tampoco.
También me encontré con ella, la que había cambiado de bando, era mi hermana inventada (para justificar nuestros encuentros) y me miró desde la camioneta de los torturadores con una mirada vacía, dirigida hacia mi, pero que me traspasaba como si mirase a una persona detrás de mi, a pesar de que mi espalda se apoyaba contra un muro. Yo no pude evitar mirarla fijamente, la camioneta se puso en marcha y desapareció,  no supe si me vio y no me delató o si simplemente no me vio porque en ese momento soñaba.
El prodigio mayor que tuvo que realizar la Santa, fue aquella vez que los perros de la dictadura llegaron a poner sus garras sobre mí, pero ella estaba atenta a la maniobra y en ese mismo instante me convirtió en mi hermano, como me encapucharon ahí mismo, no se dieron cuenta de mi transformación, claro que con eso no se arreglaba todo, así durante el largo viaje de Talcahuano a Santiago, en la oscuridad de la noche y del saco negro en que encerraron mi cabeza, fui cargando mi espíritu de amor, única arma, único refugio que me permitiría enfrentar la tortura y no decir el lugar en que yo me ocultaba.
Cada golpe recibido solo me haría más bobo y más ignorante de mi paradero, a pesar de que esos golpes fueron furiosos por su inconcebible fracaso. Su furia se redobló cuando les respondí lo que había averiguado por los otros prisioneros, estoy en un centro de torturas que se llama Villa Grimaldi.
Finalmente supieron que había saltado los muros de una embajada y que ya nada podían hacerme, así me bajaron de una camioneta sin olvidarse de darme una patada de despedida y me dejaron allí en medio de la calle solitaria sin saber que hacer. Decidí ir a la casa de mis parientes pinochetistas para estar más protegido y, de paso, que vieran como me habían dejado.
Años más tarde supe que en Villa Grimaldi estuve encerrado en una celda del tamaño de este baño, pero no estaba solo, me acompañaban un viejo y un joven que no tuvieron la suerte que yo tuve. Ambos estaban muy malheridos. El aire era difícil de respirar y tuve que colocarme con las patas hacia arriba para poder acercar la nariz a la juntura entre el piso y la puerta por donde entraba un poquito de aire.
Contándole estas historias a una amiga de estas tierras me dijo – “seguro que tu rezas La Magnífica, o alguien la ha rezado por ti”– le dije que ni siquiera se rezar, pero sentía curiosidad por conocerla y le pedí que me la enseñara. –“Bueno, si quieres anotarla...” – y con voz de oración empezó–:
“Madrecita magnifica, yo te pido:
Haz que la mano enemiga no me toque
Qué mis pasos sean más veloces
 para que aquellos jamás me alcancen.
Qué el ojo enemigo no me vea.
Qué su oído no escuche ni mi voz ni mis pasos.”.
–Tienes que rezarla todas las noches y con mucha fe –fue su última recomendación–.
Yo no soy supersticioso, pero en este momento quisiera tocar madera tres veces, para que no me vaya a ocurrir alguna vez eso de caer preso, pero aquí  todo lo que me rodea es cemento, loza, azulejo, metal y plástico, ni siquiera la puerta es de madera. Estoy jodido, mejor debiera pensar en otra cosa, tratar de salir por ejemplo. Debe haber alguna manera, la ventilación quizás. He visto muchas películas en las que el héroe huye por el laberinto de la ventilación, pero aquí es pequeña y está en el techo casi inalcanzable para mi. Mejor descartarla de una vez.
Mi pensamiento se fuga nuevamente recordando a los muchos que no tuvieron mi suerte, que salí de Chile sin haber pisado una cárcel. Mi memoria los recuerda a todos y sólo acepta una trampa, a los muertos sólo los recuerdo de tarde en tarde y vivos y en nuestros mejores momentos, si no la tristeza me ahoga.
Mis ojos se detienen a observar la luz e instantáneamente el miedo me golpea ¿Qué pasará si la apagan? Si está encendida significa que hay alguien en la empresa, pero la angustia sube y aquí no hay nada que reconforte, que ayude a relajarse como el toc-toc que se escucha venir de una celda vecina y que significa tantas cosas, por ejemplo: “compañero”, o los mensajes que se pueden encontrar en los muros inútilmente tratados de borrar, para eliminar cualquier palabra de aliento escrita por el anterior eslabón de esa interminable cadena de prisioneros ¿cuándo romperemos para siempre esa cadena?
Aunque la luz no se fue, el miedo y la desesperación crecieron por su cuenta y me movieron finalmente de mi asiento. Me paré en él, llevé mi pie izquierdo hasta la manilla de la puerta y mientras buscaba un buen apoyo para hacer fuerza  me di cuenta que el amortiguador que cierra la puerta con suavidad podía ser desarmado. Era una pequeña bomba con un brazo que podía ser desatornillado. Contentísimo con mi descubrimiento, muy rápido lo desarmé sin saber exactamente que haría con ese tubo de metal. Pero una idea engendra la otra y la facilidad con que logré mi primer objetivo me entusiasmó para arremeter contra las bisagras. Con mi improvisada herramienta saqué una por una todas las bisagras y luego pude abrir la puerta usando el mismo instrumento como palanca.
Respirando hondo salí hacia el departamento de computación a recoger mis papeles; eran las diez y media de la noche según el maldito reloj de pared que no tenía ninguna culpa de mi rabia.
El frío cañón de una escopeta que alguien metió entre mis costillas, me hizo dar una salto. Eran los vigilantes, les expliqué lo más rápido posible que aunque no era empleado de esa empresa estaba allí porque ellos habían comprado una computadora y yo debía adaptar los programas hechos en Estados Unidos a las necesidades de ellos, que había comenzado esa misma semana, que por eso no me conocían y que no me siguieran apuntando que ya estaba suficientemente nervioso y que ahí estaban mis documentos
Debe haber sido demasiado larga y complicada mi explicación o quizás fueran extremadamente cortos de entendedera. Sólo les quedó claro que yo era extranjero, a pesar de que yo no lo había dicho.
–Así que eres argentino –me dijo el que se creía más vivo–. Me sorprendió tanto que no me reconocieran como chileno que me dio risa, lo cual en esas circunstancias solo podía empeorar las cosas. En efecto, procedieron a esposarme sin demasiada violencia porque yo no me resistí, después de todo era sólo un mal entendido fácil de aclarar. Me hicieron salir caminando entre ellos dos. Al bajar las escaleras el que se creía más vivo debe haberse sentido ofendido por mi risa, porque con disimulo me hizo una zancadilla solo por divertirse viendo como rodaba escaleras abajo con mis manos esposadas a la espalda. En el último escalón mi cabeza se azotó de lleno, ellos deben haber escuchado un golpe seco, yo sólo silencio y todo se volvió negro...
Abrí los ojos, me dolía la cabeza. Estaba en un cuartel de la policía. Sin duda, éste era mi "viernes negro"*.
 Juan, Caracas, mil novecientos ochenta y tantos 

* para los venezolanos de mi generación el viernes negro es el día en que se paralizó la actividad bancaria en espera que el tipo de cambio fijo de 4,30 bolívares por dólar pasara al sistema de cambio regulado por el mercado y que fue el preludio de penurias sin fin.

13.8.13

Vacaciones en El Vaticano



leer de preferencia después de Todos los Caminos Conducen a Roma
La sonrisa dibujada en la cara de monseñor no se borraba en ningún momento. En realidad fue sabio entregarle la tarea de explicar la forma en que entramos a la Nunciatura, a la única mujer del grupo. Ella no se puso nerviosa, a pesar que la sonrisa de monseñor no correspondía a la situación que si bien no era directamente dramática, si tenía un trasfondo muy serio. Yo trataba de darme una explicación silenciosa de lo que estábamos observando y se me ocurrió que el que había planeado todo y a lo mejor hasta era el autor del plano, era justamente quien escuchaba la historia con una sonrisa que ahora me parecía culpable. Culpable de haber inventado una mentira que ahora le tocaba escuchar pacientemente. Culpable como me sentía yo mismo de estar haciendo que esa compañera mintiera por todos nosotros.
-Los carabineros se habían metido debajo del techito que hay frente a la entrada de autos y nosotros vinimos por la otra punta y saltamos la reja, los cinco al mismo tiempo. Cuando ellos se dieron cuenta ya estábamos adentro y aunque nos apuntaron con sus armas no podían hacernos nada.- explicaba Marta al sacerdote. Una historia que hacía agua de principio a fin, pero que mantenía en resguardo la verdadera ruta de ingreso a través de la Embajada de Francia y que usarían pronto otros compañeros
Como diplomático que era, el cura, escuchó el relato sin hacer preguntas ni emitir juicios, solo esa sonrisa que estaba fuera de lugar. Luego nos pidió la documentación que llevábamos para poder hacer una solicitud escrita de asilo político y nos invitó a desayunar, lo que nos sonó simplemente maravilloso, después de una noche en la que no pegamos los ojos ni un momento.
Después a cumplir con la burocracia, hacer nuestra solicitud manuscrita y presentar los papeles que teníamos. El que no tenía nada, nada de documentación era un compañero que se había escapado del campo de concentración de Ritoque. Yo al menos tenía mi carnet escolar y mi visa para viajar a Suecia, el carnet de conducir y mi cédula de identidad los había hecho desaparecer poco tiempo atrás, cuando mi hermano me dio los suyos.
Una vez terminada la burocracia inicial, fuimos a lo doméstico y tomamos posesión de un departamento que contaba con una pieza y un baño que estaba fuera del edificio de la embajada y que parecía destinado a un cuidador, el cual estaba desocupado y fue rápidamente “amoblado” con cinco colchonetas con sus respectivas frazadas, las cuales inauguramos rápidamente con una siesta para recuperarnos un poco de la noche insomne y fría que habíamos pasado.
De a poco fuimos intercambiando nuestras historias, con mucha desconfianza por supuesto, como podíamos confiar en un fugado de un campo de concentración, cosa poco creíble en un país que era una prisión del tamaño del territorio. Nadie había oído hablar de una fuga exitosa por aquel tiempo, pero también queríamos creer que era posible y preguntábamos lo menos posible. Cada uno contaba lo que quería y ocultaba otro tanto.
Esa misma noche iniciamos una vigilia en espera del segundo grupo que debía llegar dentro de poco, usando la misma ruta que habíamos estrenado nosotros. Sabíamos el camino y la hora que debía ser cercana al toque de queda, pero desconocíamos el día de la operación. Tuvimos que esperar unos días para que se materializara la llegada de los otros compañeros. Esto nos había mantenido expectantes y preocupados. Entretanto habíamos aprendido a jugar a las bochas un juego italiano que se parecía un poco a la rayuela, pero que no se jugaba con tejos sino con unas bolas de madera y monseñor nos llevaba todos los días El Mercurio que nos repartíamos, leíamos, comentábamos e intentábamos hacer análisis de la situación política a partir de esa información incompleta sesgada y manipulada, pero que era la única información con la que contábamos.
Cinco noches después llegó un grupo de nueve compañeros que era menor a lo que esperábamos. Nos reunimos para explicarles a los recién llegados que era lo que debíamos hacer cuando nos enteramos que el grupo que había llegado era solo la mitad, había otro grupo de nueve compañeros que ya deberían estar allí porque habían salido antes que ellos. Esto nos alarmó a todos, porque no entendíamos que podía haberles pasado. Nos quedamos despiertos y vigilantes en espera de que en algún minuto llegaran los que faltaban. A mí me preocupaba muchísimo que entre los nueve recién llegados no hubiera ninguna cara conocida.
–¿Aquí es la Nunciatura?– preguntó un chico con más cara de despistado que ninguno. No sabíamos distinguir si era del grupo de los nueve recién llegados o no, pero  la pregunta a esas alturas era extraña, no correspondía.
–Si weón –respondió el negro y echando la talla, agregó: –Yo soy el Nuncio.
El chico se devolvió unos pasos se trepó a la tapia por donde habíamos ingresado y lanzó un chiflido como para despertar a toda la manzana.
–Vengan acá, aquí es la Nunciatura– dicho esto se descolgó del muro y fue a conversar con nosotros que lo abrazamos y recibimos como compañeros.
–¿Y cuál de ustedes es el Nuncio? –preguntó el chico haciéndonos reír  a todos, porque a esa hora solo queríamos relajarnos después de tanta tensión–.
Finalmente, el grupo había llegado y de a poco nos fuimos enterando de lo que había pasado con los nueve que se hicieron esperar. Ellos, como todos, entraron por la Embajada de Francia, pero luego saltaron hacia otra casa que no era la Nunciatura, pero era grande y estaba vacía, la recorrieron en silencio y encontraron una libreta de teléfonos con la insignia de Carabineros, eso que debería haber bastado para que salieran rajando de ese lugar, fuera de toda lógica, les picó la curiosidad y se pusieron a buscar documentos, información que le serviría a nadie. Así encontraron documentos que nos hicieron pensar que estuvieron en la casa de un General de Carabineros. Por cierto, las mansiones de ese barrio obligaban a pensar que sólo un General podría darse ese lujo.
Luego habían saltado a otra casa por suerte también vacía y luego de comprobar que no había nadie, se asomaron a una tercera casa, donde si había luces y un perro que ladraba diciendo claramente que esa no era la Nunciatura, las explicaciones eran muy claras y no mencionaban a ningún perro. En ese punto habían decidido retroceder hasta la Embajada de Francia y enviar un explorador saltando una muralla distinta a la de la primer intento. Este explorador era el chico que se había encontrado con nosotros.
A alguien se le ocurrió que nos contáramos para estar seguros de que no faltaba nadie. Éramos 23, la cuenta estaba correcta, solo faltaba decidir quién le diría la mentira al cura. El chico se ofreció de voluntario. Preparó bien su historia, que era aún más inverosímil que la anterior, porque 18 personas saltando la reja que ahora estaba custodiada por 2 parejas de carabineros hubiera terminado con una masacre. Sin embargo, esta vez monseñor no hizo preguntas, les dijo que tenían que hacer una solicitud escrita de asilo y nos invitó a todos a desayunar. Las tazas alcanzaron para todos al igual que el pan y el queso, por lo que seguí sospechando que él era parte de la operación. No hice ningún comentario sobre esto, si tenía razón era mejor que nadie sospechara que contábamos con la ayuda del Secretario de la Embajada del Vaticano.
Un final feliz para una noche tensa que pudo terminar en un drama más, de los miles que vivió Chile en esos años.