8.9.11

Así conocí a Raúl Ruiz


Motonave Limarí
Me lo presentó mi padre poco después de habernos dado un abrazo eterno a bordo de la motonave Limarí en el puerto de Roterdam, lo hizo con ceremoniosa sencillez.
– Te presento al Capitán Don Raúl Ruiz.
No me impresionó mucho porque el título de Capitán estaba respaldado apenas por una gorra rasca que podría comprarla cualquiera en una acera, faltaba la barba gris o al menos una pipa apagada; se trataba solo de un Capitán de la marina mercante desprovisto de todos los símbolos románticos. No presté mucha atención a las siguientes presentaciones que incluyeron a la esposa del Capitán y al Primer Piloto, porque me sentía flotando. Reencontrarme con mi papá y mi mamá después de más de dos años de separación era algo increíble y me sentía completamente niño. No lloré solo porque eso de las lágrimas no va conmigo.
Esa noche alojé en un camarote del Limarí, un barco carguero de la Sudamericana de Vapores que tenía capacidad para transportar también algunos pasajeros, ningún lujo, no se trataba de un crucero. El camarote más parecía una celda, sin embargo el ojo de buey que tenía por ventana le daba todo el estilo necesario y me hacía sentir el espíritu de la aventura.
Al día siguiente salí con mi mamá a recorrer Rotterdam, mi padre se quedó en el barco. El estaba trabajando, era el médico de abordo y tenía que permanecer ahí, aunque no tuviera mucho que hacer. En un par de años uno olvida algunas cosas, yo había olvidado por completo que ella sufría de vértigo, le tenía pánico a las alturas y la llevé no sé cómo hasta el Euromast, una torre gigantesca con un restaurante arriba. Ella no había olvidado su vértigo, pero estaba tan emocionada con el reencuentro que nada le importó y me siguió hasta las alturas.
Al fondo el Euromast
En el ascensor, hablábamos mucho y el viejo que lo manejaba se dio cuenta que éramos chilenos.
– Pinochet, Hitler – nos dijo y lo repitió y después nos señaló a la ciudad y convirtió sus manos en aviones y boom, boom, boom la historia del bombardeo la explicaba con gestos y sonidos con tanta pasión que parecía haberla vivido, mi madre seguía con interés el relato del viejo y eso la ayudó a olvidar su fobia a las alturas.
Regresamos al barco, y cenamos con el Capitán Ruiz y su señora, él nos explicó que esa noche zarparíamos hacia Amberes en Bélgica y me invitó a viajar en su barco, disculpándose porque las comodidades no eran muchas, pero la travesía era de apenas unas horas.
La cena se alargó en los whiskys y cuando ya habíamos zarpado, me tocó hacer un trámite burocrático aparentemente muy simple, tenía que entregarle mi pasaporte al segundo piloto, un viejo guatón que mi padre ya me había advertido que era un oficial de inteligencia probablemente del SIM.
– Todos los barcos llevan uno de estos carajos por las manifestaciones y el boicot que hacen ustedes en todo el mundo – me explicó, dándome las razones de lo que pasaba, como lo hacía siempre.
Con esa advertencia tenía cierta intranquilidad cuando le alargué mi pasaporte de tapas forradas en tela celeste que no se podía confundir ni de lejos con el pasaporte rojo de tapas plásticas de los chilenos. Lo miró y abrió los ojos con furia.
– Esto no es un pasaporte chileno – ladró el segundo piloto.
–Por supuesto que no – le dije –, pero es un pasaporte válido en toda Europa, acabo de salir de Suecia y pasar por Dinamarca, Alemania y Holanda con ese documento de la Convención de Ginebra.
– Pero usted no puede entrar a Chile con este documento y este barco navega con bandera chilena, así que puedo detenerlo.
– Hágalo si quiere, pero no se olvide que soy un invitado del Capitán.
– Voy a poner en conocimiento del Capitán esta situación – y salió casi corriendo de mi camarote con mi pasaporte en su mano muy estirada, como para que no lo fuese a contaminar con algún poder maligno.
Lo que sucedió después, lo conozco por lo que me contó mi padre. El oficial de inteligencia llegó apuradísimo al salón donde se encontraba el Capitán y mi padre, llevaba el pasaporte del conflicto enarbolado en alto y puso al tanto al capitán de que yo no tenía pasaporte chileno, sino que tenía esto y le entregó el cuerpo del delito. El Capitán lo examinó lentamente y con cara de asombro.
– No lo puedo creer, esto es extraordinario, – y dirigiéndose a mi padre – fíjese doctor que el pasaporte de su hijo es igualito al que tiene Raúl, mi hijo que vive en París.
Se rieron hasta cansarse y se tomaron otro whiskycito antes de marcharse a sus camarotes.
Mis sueños suelo olvidarlos antes de despertar, sin embargo aún recuerdo que esa noche soñé que estaba prisionero en mi camarote y el Limarí era recibido con inmensas manifestaciones el cada puerto de Europa. Me alegré de haberlo soñado y me alegré de que solo fuera un sueño.
Al día siguiente, desembarqué en Amberes con mi madre y como ya sabía el asunto del pasaporte, al despedirme del Capitán le pregunté por su hijo, pensando que como conocía a algunos exiliados en París, tal vez podía ubicarlo.
– Raúl hace películas, – y con orgullo de padre, agregó – parece que es bueno en eso, se gana premios y después los guarda en el closet donde nadie más los ve.
– Seguramente, algún día veré una de sus películas y me acordaré de usted – dije solo por cortesía porque Raúl Ruiz no me sonaba para nada.
Juan Schilling

10.7.11

El país de los grandes transparentes



Hace tiempo que no veo un billete de quinientos– comentó mi compañera, por un motivo que no recuerdo o quizá sin ningún motivo.
Yo estaba ordenando cachureos y a los pocos minutos apareció en una libretita vieja un billete de quinientos, bien doblado. Se lo mostré y nos alegramos. Era un pequeño paseo por “el país de los grandes transparentes”, digo tomando prestada la imagen sugerente de Cortázar para referirse a esas coincidencias mínimas y significativas que te sorprenden aunque las hayas vivido un millón de veces.
Esta vez no era algo tan extraño porque durante largo tiempo ese fue el billete más pequeño y yo solía conservar alguno como “piñero”, es decir como objeto mágico destinado a atraer otros billetes. Aclaro que esto no tiene ninguna relación con el actual presidente sino es una vieja superstición que me había enseñado mi padre.
Naturalmente, el hallazgo merecía un mejor lugar para ser guardado por eso lo desdoblé con cuidado y vi con incredulidad que éste no era de quinientos pesos como había creído, sino de quinientos escudos de 1971 “año de la nacionalización del cobre, salitre y hierro” como destaca el propio billete que tiene por un lado el rostro de un minero y por el otro la clásica imagen de Chuquicamata con una cita de Balmaceda “no deberíais consentir que esa vasta y rica región sea convertida en una simple factoría extranjera”.
El viaje por el país de los grandes transparentes aún no había terminado: esto sucedió cuando se conmemoran los 40 años de la gran nacionalización.