Inframundo

El último verano de la infancia

     


     F
ue en la década de los 60, poco antes de que esa banda de Liverpool hiciera explotar nuestras cabezas. Todos les dirán que fue una época muy liberal, pero de eso no nos habíamos enterado en nuestra pequeña ciudad de provincia, ni menos en el balneario de Constitución. 

Fue el año en que falleció el padre de Heráclito, mi mejor amigo y mi madre se preocupó de organizar las cosas para que él pudiera pasar las vacaciones con nosotros, gestionó los permisos, el lugar donde quedarnos y nos dejó instalados en casa de unos amigos que daban pensión a los veraneantes y ella con mi padre se fueron a otra parte a descansar de nosotros.

La casa estaba pegada a la Iglesia y el cura también iba a almorzar a la pensión y le gustaba contarnos cosas horribles como que antes que se construyera esa casa, en ese lugar había un pequeño cementerio, pero que no nos preocupáramos que él rociaba todo con agua bendita de vez en cuando.

En verdad ya estábamos creciditos para hablar de infancia, pero aún nos relacionábamos con las muchachas a través de juegos bastante ingenuos.

A ellas, las hijas de nuestros anfitriones les tocaba hacer nuestras camas y asear nuestro dormitorio, nosotros éramos hombres y no hacíamos esas cosas. Así era en ese tiempo. En realidad no hacíamos esas cosas ni ninguna otra que no fuera divertirnos, hacer nada y descansar no sé de qué.

Pero ahí empezaba el juego, ellas nos ponían cosas en la cama como bichos muertos y fríos objetos de metal para que nosotros nos asustáramos. Hacían también un truco con las sábanas que llamaban sabanitas cortas que nos obligaba a rehacer la cama antes de acostarnos, tarea para la cual no estábamos preparados, pero en fin a esa hora no había más remedio.

Esto se repitió tantas veces que empezamos a planear nuestra cruel venganza.

Heráclito era aficionado a la química y conocía bien las propiedades del nitrato de plata que se vendía en las boticas en forma de pequeñas barras que él usaba para quemar sus espinillas y sabía muy bien que si uno se pasaba suavemente la barra por la piel quedaban rayas que no se borraban en días. La idea que nos pareció fantástica era ir a su dormitorio en medio de la noche y dibujarles bigotes a las dos chicas.

Heráclito tenía su barra de nitrato de plata y yo tuve que comprar la mía.

Esa noche estaba todo preparado, solo teníamos que esperar un poco más despiertos para estar seguros que ellas ya estaban dormidas, así nos quedamos conversando de lo que haríamos en el futuro. Heráclito ya sabía que iba a estudiar química y yo no tenía idea, en ese tema yo andaba más perdido que el Teniente Bello. En esa conversa estábamos cuando mi amigo se empezó a inquietar y se desconcentró de lo que hablábamos. Le pregunté que le pasaba y me respondió con otra pregunta.

-         ¿Escuchas un ruido? – le respondí que no.

Entonces el hizo sonar sus nudillos en el velador que separaba su cama de la mía.

-         Es algo así- me explicó y finalmente logré identificarlo, pero sin entender su importancia.

-         Sí, ahí lo escucho. Es como lo que tú hiciste en el velador, pero en el vidrio de la ventana.

Heráclito me respondió con la voz quebrada.

-         Mi papá hacía sonar la puerta de esa forma para anunciar su llegada.

Nos quedamos mudos y empezamos a escuchar ese sonar de nudillos por toda la pieza, en el techo en las paredes, pero cuando nos cagamos de miedo fue cuando sonó en el velador tal como lo había hecho mi amigo.

Heráclito, dijo que también hacía ese ruido cuando algo no le gustaba y estaba enojado. Fue fácil deducir que no aprobaba lo que estábamos a punto de hacer. Por eso mi amigo habló prometiéndole a su padre que no haríamos nada y que al día siguiente lanzaríamos la barritas al río.

Lo que escuchamos después fueron unos pasos que se alejaban y un estruendoso portazo. Pero la cosa no paró ahí, porque parece que el portal que nos separa del inframundo había quedado un tanto abierto y se escuchaban lejanos gritos, voces en idiomas desconocidos, un cura orando en latín, cadenas que se arrastraban y gemidos de bestias o de monstruos que no nos atrevíamos a imaginar.

Al día siguiente, notamos que ambos teníamos un mechón blanco en nuestras cabezas. Pensamos que las muy muy nos la habían jugado una vez más, nos habrían echado agua oxigenada o cloro o alguna brujería. Las dos primeras alternativas las podemos descartar porque el mechón de canas al menos a mí me ha acompañado toda la vida, aunque ahora no se diferencia mucho del resto de mi cabello. En el caso de Heráclito, la última vez que lo ví tenía el pelo sospechosamente negro.

Neandro

Lázaro

 No resucites por ningún motivo

no tienes para qué ponerte nervioso
como dijo el poeta
tienes toda la muerte por delante

Nicanor Parra


R
ecuerdo cuando invité al Flaco a militar con nosotros, no se hizo de rogar ni un poquito, me dijo que él creía que ya estaba militando desde cuando nos acompañó a hacer un rayado frente a la fábrica. Ahí tuve que explicarle un montón de cosas y le pedí que se inventara un nombre, eso lo sorprendió muchísimo, pero lo escogió rápido, dijo que su nombre sería Lázaro y aunque nos sonó raro, solo nos encogimos de hombros y empezamos a llamarlo Lázaro.

Parece increíble que uno se acuerde de cosas como esa después de medio siglo, pero claro eso pasa porque el Flaco que estaba más flaco que nunca se apareció en mi casa después de un montón de años y como si nada, como si nos hubiéramos visto el día anterior y traía el tremendo rollo que me lo fue largando de a poquito y que ahora yo se los cuento a ustedes de un tirón.

Empezó por explicarme que él no sabía por qué había escogido el nombre de Lázaro, pero era lo primero que se le había venido a la cabeza cuando le pedí que escogiera un nombre, sin embargo, en los años de exilio se había puesto a darle vueltas al asunto y como era un nombre bíblico había leído el libro sagrado de pe a pa poniendo especial atención en los evangelios que mencionan a Lázaro.

Casualmente, se había puesto en contacto con el Centro de Estudios No Convencionales institución que sostenía que Lázaro era el primer zombie documentado nada menos que en el libro más importante del mundo, tesis que le había parecido bastante lógica y concordante con lo leído en el evangelio de Juan, relato que mostraba cierto paralelismo entre la vida de Lázaro el Santo o el zombie y la suya propia, para respaldarlo tenía varios ejemplos.

En síntesis, el Flaco estaba convencido que él, una vez que falleciera, iba a resucitar dentro del ataúd ya enterrado lo cual le parecía una perspectiva de lo más desagradable. Fue inútil tratar de convencerlo con mis argumentos, le dije que estaba chalado por creer en las películas de zombies. Ahí se puso serio y me dijo que él no veía esas porquerías. Que él creía lo que decía la Biblia, aunque no tuviera ninguna religión y remató confesándome que tenía una enfermedad terminal y que iba a estirar la pata muy pronto.


Aprovechando de que me quedé mudo, me lanzó su pedida, quería que lo ayudara consiguiéndole un fierro o una granada para darse una segunda muerte en caso de resucitar en un cajón bajo tierra.

Me reí bastante, casi casi tuve un ataque de risa, le repetí que estaba completamente chalado, pero cuando vi que luchaba por contener sus lágrimas, terminé prometiéndole que sacaría todo lo que quedaba en un baretín que nunca cayó en manos de la represión y se lo metería al cajón, le dije que si llegaba a despertar revisara sus bolsillos.

El Flaco Lázaro era un hombre de palabra y una semana después falleció, yo me sentí obligado a ser también un hombre de palabra y entré de noche al velatorio le puse una colt 45 en el cinto y dos granadas en cada bolsillo de la chaqueta, debajo de su cuerpo coloqué no sé cuántos cartuchos de dinamita bastante sudados, peligrosos porque pueden explotar con facilidad, pero los fiambres no se mueven mucho, así que el peligro no era tanto.

A las 12 horas y 12 minutos de la tercera noche, una explosión descomunal sacudió la Ciudad de los Muertos, todo el muro de nichos quedo convertido en un cráter, 343 nichos desaparecieron en un instante, los huesos volaron por los aires hasta la calle circundante, que quedó cubierta de tibias, fémures, calaveras, costillas, cúbitos, radios y huesos menores e irreconocibles, así como de restos de ropa hecha girones. El estruendo se escuchó en todo el Gran Concepción y cruzó el Biobío por lo menos hasta llegar a Coronel.

Hay días en que estoy seguro que Lázaro realmente despertó y uso una de las granadas para irse definitivamente de este mundo.

He querido hablar con ese Centro de Estudios No Convencionales para decirles que sus teorías pueden tener consecuencias trágicas, pero no los he podido localizar.

El fantasma de George Washington



El Coronel no se tomó del todo bien su llamado a retiro, no podía alejarse así como así de esa institución que era toda su razón de existir. Empezó a hacer cosas raras. Él siempre fue aficionado a hacer bromas a sus subordinados y ahora ni siquiera tenía subordinados. Vistiendo el viejo uniforme se aparecía súbitamente, ante los centinelas y desaparecía del mismo modo, un oficial lo reconoció y ordenó a los soldados disparar al aire cada vez que lo vieran. Era una forma inofensiva de seguirle el juego al viejo loco. Tanto fue el cántaro al agua que finalmente un conscripto despistado y con buena puntería disparó a matar.

No alcanzó a escuchar el sonido de la bala que lo mató. Ni a emitir el menor gemido. Simplemente cayó desplomado. En cada aniversario de su muerte, un viejo oficial se pasea con el uniforme antiguo, el de la Guerra del Pacífico. Sus pasos no dejan huella, sus pies no tocan el suelo. Nadie se asusta. Hasta los conscriptos saben que se trata del fantasma de George Washington. De tarde en tarde aparece un despistado que pregunta: "¿Qué hace el fantasma de George Washington en Concepción". Y alguien le explica que es el fantasma del coronel George Washington González.                                                                          Mateo

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