23.2.12

Amanecer en Alvesta


Campamento de refugiados latinoamericanos en Alvesta, Suecia - foto Miguel Sapiaín

a Mónica "la Gringa" (la rubia de la foto) que se fue sin despedirse... 
 y a Miguel Sapiaín quien le siguió los pasos.
Yo soy de esos que cuando despiertan abren un ojo y largos minutos después abren el otro, el despertar es un proceso arduo. Pero en esa ocasión ambos ojos se abrieron al unísono, aunque eso del unísono es pura ficción, porque no hubo ningún ruido ni menos una campanilla de despertador que desencadenara el insólito fenómeno de estar  completa y repentinamente despierto. En verdad no contaba entre mis pertenencias -que cabían exactamente en una maleta no muy grande- con un reloj, aunque mi madre me había entregado en la despedida su reloj de oro, para mí ese objeto no contaba como instrumento para medir el tiempo, sino solo como prueba de su inmenso amor, para ella tampoco era un reloj el que me entregó, sino un objeto que podría vender para comer y sobrevivir en ese mundo extraño al que debería enfrentarme solo.
A pesar de que la pieza estaba bastante obscura, se filtraba una delgada línea de luz por el borde de la cortina, Estiré la mano y pude darme cuenta de lo gruesa que era y que si la hubiese dejado bien cerrada no se hubiera colado ni el menor rayo de sol. Corrí un poco la extraña tela y un chorro de luz que no esperaba me encegueció, con algún esfuerzo pude ver que había un maravilloso día de primavera, el lugar era hermoso, rodeado de árboles y prados bien cuidados. Los colores eran tan brillantes que parecían recién inventados y resultaba todo un descubrimiento que el cielo fuera azul y el césped verde, Estaba extasiado con esas simples maravillas cuando observé que el sol estaba bastante alto por lo que debían ser más de las nueve de la mañana y yo era bueno calculando la hora al ojímetro como cualquiera que no tiene reloj.
Recordé de pronto que la noche anterior me habían advertido que el desayuno se servía entre las ocho y las nueve por lo que seguramente ya había perdido mi chance de tomarme un café con algún sanguchito que las tripas añoraban, ya que habíamos llegado demasiado tarde para cenar y solo habíamos tomado café con galletas antes de dormir.
Me duché de prisa, para probar suerte con el desayuno y salí corriendo del barracón donde estaba mi pieza hacia el casino que estaba casi al lado. Mi decepción fue grande al ver que éste estaba completamente cerrado, al igual que la pequeña oficina en la cual había firmado unos papeles la noche anterior. En el corto trayecto no me había cruzado con nadie y por ahí tampoco se divisaba ni un alma a quien preguntarle por si se podía tomar un café en otra parte, para eso tenía cincuenta dólares en mi bolsillo y un montón coronas que me había entregado una funcionaria en el aeropuerto..
Pensé que por tratarse del Primero de Mayo las cosas estarían un poco fuera de lo normal, aunque no tenía idea que era lo normal en un campamento para refugiados latinoamericanos en el pequeño pueblo sueco de Alvesta. Decidí entonces dar un paseo más largo, seguro de que por ahí encontraría a alguien, así llegué hasta una ladera donde comenzaba un bosque y desde donde se veía todo: a una lado había diez barracas grandes iguales, yo había alojado en una de ellas, pero ahora no sabía exactamente en cual. Al centro estaba el casino y la oficina y al otro lado unas casitas pequeñas, mucho más bonitas que las barracas.
Recorrí varias veces todo el perímetro del campamento, pues no me animaba a caminar más allá, ya me empezaba a angustiar la situación como para hacer que empeorara internándome en un bosque desconocido en un país desconocido. Pronto me di cuenta que la cosa estaba mal, que nada concordaba, que aunque los latinoamericanos seamos unos flojos no podía ser que con el sol tan alto no apareciera nadie, debía ser que yo mismo estaba profundamente dormido y soñaba mi primera pesadilla del exilio, solo había que esperar un poco para despertar y que toda la angustia se desvaneciera, ya conocía el proceso: la angustia aumentaba hasta llegar a un punto insoportable que me hacía despertar, por cierto la angustia iba en aumento, pero también veía cosas interesantes como unos feísimos pájaros negros que graznaban de forma espantosa, aunque no me producían suficiente miedo como para despertar de una vez por todas, pero eran inquietantes… casi una mala señal. Cansado de dar vueltas me senté en la escalera del casino a esperar el momento en que abriera realmente los ojos, despertara y las cosas siguieran una secuencia de normalidad, no como ahora en que todo lo que me rodeaba tenía apariencia inofensiva, pero la ausencia de personas, la desaparición de toda la gente me oprimía el corazón, pensé que podía apresurar el proceso regresando a mi habitación y acostándome de nuevo y casi lo hago, pero me di cuenta que me había duchado y eso significaba que debía estar despierto. Otra estrategia que se me ocurrió fue ponerme a gritar, porque si estaba soñando no me saldría la voz y con el esfuerzo me despertaría, pero estaba la posibilidad que mi grito se escuchara fuerte y claro y terminara en un manicomio.
Decidí entonces que no me podía despertar, simplemente porque no estaba dormido, pero estaba solo, terriblemente solo, lejos de mi madre y de mi padre, lejos de mis compañeros, lejos de Chile, lejos de cualquier ser humano y cuando estaba con mi cara tapada y a punto de hacer pucheritos, escuché a mi lado una voz con acento extraño.
- Hejsan, madrugador, tú debes ser el que llegó anoche.
Yo reprimí mis deseos de abrazarlo y le pregunté simplemente la hora.
- Son las siete y media, vengo a preparar las cosas para el desayuno.
Lo miré incrédulo y apunté con mi índice al sol que arrojaba sus rayos casi verticalmente sobre nuestras cabezas.
- Ahh, es que ahora ya es primavera- me sonrió y agregó -el sol sale como a las dos de la mañana.
Tardé un rato en entender que esa era mi primera pesadilla en el destierro y la primera vez que tenía una pesadilla perfectamente despierto.
Juan Schilling