17.6.12

23 horas en Kiel

Puerto de Kiel
El viaje fue un fracaso. No estuve ni cerca de cumplir con el objetivo que había imaginado fácil en el despreocupado optimismo de mis 24 años -casi un cuarto de siglo- decía, para que sonara como una edad más respetable. El viaje tenía un itinerario ajustadísimo que me llevaría de Gotemburgo a París y quizá de regreso a Gotemburgo, por la ruta más económica que podía existir.
El estudio de costos de este viaje lo había realizado Pedro mi nuevo jefe, un loco muy buena onda que era el encargado del Mir en Gotemburgo. Lo de loco no es una metáfora, en la tortura le habían dado muchos golpes en la cabeza y en realidad estaba vivo de milagro. Quienes conocíamos estos hechos nos dábamos cuenta de lo obsesivo que era y de algunas otras rarezas menores como tics, fallos en la memoria y mejor no sigo. Le expliqué que quería ir a París para hablar con Edgardo Enríquez, pero no sabía cómo, ni tenía las coronas para hacerlo.
–No te preocupes, yo te presto la plata y mañana te doy un plan de viaje para que te alcance, porque no es mucho lo que tengo.
Al día siguiente, Pedro llegó con las coronas, dos hojas con indicaciones y un presupuesto según el cual podría estar una semana en París, tiempo suficiente para hablar con Edgardo y volver o seguir hacia otro destino.
El objetivo de mi viaje era convencer al Jefe del Mir en el exterior de que me autorizara a recibir instrucción militar y regresar a Chile. A Pedro también le interesaba lo mismo, pero estaba consciente de que eso sería muy difícil. Escribió una carta argumentando que, contra todos los rumores que por ahí corrían, se sentía bien y estaba en condiciones de enfrentar un duro entrenamiento previo al regreso. Yo debía llevar la carta y además avalar con mi testimonio que él gozaba de buena salud. Lo de la carta no era problema, pero esperaba que no me preguntaran por su salud.
Hasta París todo resultó perfecto. Llegué sin retraso a la Gard du Nord donde me esperaba Ximena. Después de los abrazos, Ximena decidió pasar a un negocio, compró 2 paquetes de dulces, me los pasó y me dijo:
–Ponlos en tu mochila y cuando lleguemos a casa se los das de regalo a mis hijos.
Ese ítem no lo habíamos considerado. Lo que no me explico es como supo que no les llevaba nada.
Lo primero que me enteré es que Edgardo había abandonado París unos días antes, sin despedidas. Eran muy pocos quienes sabían esto y era mejor no andar averiguando nada, así que mejor me relajaba e iba a conocer el Barrio Latino, a pasear por calles cuyos nombres me eran vagamente familiares, porque en ellas solían encontrarse La Maga y Oliveira y yo jamás me había imaginado pisando las mismas veredas que esos seres fabulosamente comunes y corrientes, que de alguna forma nos representaban a todos nosotros, aunque hablaran en argentino.
No había nada que hacer, salvo hacerle caso a mi amiga y emprender el regreso que igual tenía un itinerario exacto donde combinaba el viaje en 2 trenes y luego el barco en que cruzaría de Kiel a Gotemburgo. Me hubiera gustado seguir a Portugal a ver la Revolución de los Claveles. Lo pensé toda una tarde, pero sin plata y sin conocer a nadie a quien pegarle en la pera no era ese un destino posible, además los claveles ya habían comenzado a marchitarse.
Todo anduvo bien desde la Gard du Nord en París hasta Kiel, salvo por un pequeño detalle que no había presupuestado aquel loco de Gotemburgo y del que me enteré apenas me bajé del tren y me fui a las oficinas de Stena Line. No sé como expliqué que quería un pasaje a Gotemburgo, pero más difícil debe haber sido entender que el barco había partido hacía una hora y no había otro hasta el día siguiente. En realidad no es que no pudiera entender, sino más bien no lo podía creer. No fue complicado sacar la cuenta de que me faltaban 23 horas para abordar el barco de mis sueños, que aunque fuera un modesto transbordador para mí era un crucero de lujo.
Las primeras horas fueron fáciles y quizás hasta entretenidas, las tiendas de un pequeño Centro Comercial estaban abiertas y eran confortables, calefaccionadas y llenas de cosas lindas que no podría comprar porque después de adquirir el pasaje quedaron en mis bolsillos unos 10 marcos que era casi nada para sobrevivir un día y medio contando lo que faltaba para subir al barco y luego llegar hasta Gotemburgo que en ese momento era volver a casa, aunque ahora me suene extraño.
Pronto mi nariz detectó un exquisito olor a pan caliente que me llevó como hipnotizado a una gran panadería, compré una cosa que parecía una tortilla y me la devoré con ansiedad, lo que me dejó satisfecho, pero medio atorado. Seguí paseando por las tiendas, tratando de  no llamar la atención para que no me fueran a echar a la calle unos gorilas de uniforme que me parecían policías, aunque bien podían haber sido vigilantes privados.
Con tanto caminar, la tortilla bajó demasiado pronto y el hambre empezó a molestar una vez más, pero debía ser cauteloso con los gastos, aún quedaban muchas horas hasta mi destino, aunque prefería pensar solo en las horas que faltaban para subirme al transbordador, porque tenía el presentimiento que en cuanto pusiera un pié en la nave de mis sueños todo se habría arreglado. No sé de donde habría sacado esa idea loca, pero como se trataba de una idea útil no la dejaba alejarse de mi mente que divagaba más de lo normal.
El almuerzo lo había pasado por alto con gran displicencia sin dejarme llevar a la depresión. Había encontrado un baño, lo que significó un alivio para las tripas y el descubrimiento de que el agua disimulaba bastante el creciente apetito que sentía y aprendí el verdadero significado de la palabra empiparse.
A la hora de tomar onces me compré otra tortilla y un café, pero en esta ocasión fui más precavido y solo comí un pequeño trozo de ese pan extraño al que le decía tortilla solo para sentirme en casa, el resto lo guarde en la misma bolsita en que me lo habían entregado.
Para mí la noche cayó cuando cerraron las tiendas y el Centro Comercial mismo. Sospecho que había empezado antes que me viera expulsado del único refugio tibio que había en esa ciudad que desde ese momento en adelante sería la más inhóspita que he conocido, sin contar por supuesto a mi “Santiago ensangrentada” entrañablemente inhóspita y querida. No me quedaba más que la calle fría y silenciosa. Hasta ese momento había estado escuchando todo el día, sin darme cuenta, esa música neutra, sin gusto a nada, típica de las tiendas y los supermercados. Ahora me esperaba el silencio, estaba cansado pero había que caminar hacia donde fuera, pero sin alejarme demasiado de los sitios que ubicaba que eran solo 2 además del ya cerrado Centro Comercial, estos eran la Estación de trenes donde había llegado esa mañana y el Puerto del que no había podido partir.
La noche era mi amiga, desde que me había reconciliado con ella al dejar atrás mi infancia en la que le temía sin motivo. Como adolescente fui su amigo y ya en la juventud había empezado a amarla, pero esa noche silenciosa, solitaria y fría no era para nada atractiva. Me sentía traicionado, esa porquería no podía ser la noche amiga, la noche querida y esperada cada día, durante todo el día.
No había un alma en esas calles escarchadas donde la nieve derretida se había convertido en enormes carámbanos, caprichosas esculturas de hielo afirmadas de cualquier manera, recostadas en los muros y los postes de la luz que por fortuna funcionaban. La noche era suficientemente obscura para que se agravara con luces apagadas.
Mis pasos me llevaron sin planearlo al punto de partida de esa aventura solitaria: la Estación de Ferrocarriles. Ésta estaba completamente solitaria, pero con sus puertas abiertas para pasar a los andenes, las salas de espera estaban cerradas. Pero ahí en una línea había un tren enorme completamente iluminado y de entre sus ruedas salían unas nubecitas de vapor que le daban vida y anunciaban alguna tibieza. En la punta del andén un letrero indicaba su destino: Moscau decía o algo así, después de todo ya han pasado 37 años desde esa noche y no me voy a acordar de cada detalle, pero era clarísimo que el destino era Moscú la capital del Imperio del Este.
Estación Central de Kiel
Me acerqué al tren pisando en la punta de mis helados pies, pues la estación tendía a amplificar los sonidos lo que multiplicaba las posibilidades de tener un encuentro cercano con un ser casi humano vestido de uniforme. Subí sigiloso y rápido y me senté por fin en un comodísimo asiento. El tren estaba calefaccionado, lo que me parecía un milagro. Mis ojos empezaron a dar unos parpadeos cada vez más largos y comprendí que estaba al borde del sueño que me arrastraba con la fuerza de una locomotora. No podía darme el lujo de dormirme y despertar en Moscú sin un rublo en los bolsillos y sin una palabra  ruso en mi boca.
De pronto me vi transportado a una clase de francés con Monsieur Aguilera. El Tercero A en pleno cantaba La Place Rouche était vide, devant moi marchait Nathalie, Il avait un joli nom mon guide Nathalie pero tristemente llegamos a lo de boire et chocolat y me quedé pegado en la idea del chocolate caliente, la comida puede convertirse fácilmente en una obsesión cuando escasea.
Después de esa ensoñación me di cuenta que la lucha por no dormirme sería dura y requería toda mi concentración, sobre todo si me atrevía a cerrar los ojos por algunos segundos. En eso estaba cuando apareció ante mí un abominable ser que profería insultos terribles en la lengua de mis antepasados y aunque de alemán no sabía nada los entendía clarito como si tuviera telepatía. Me paré antes que Hulk llegara hasta mí y salté de su porquería de tren. Acaso tenía ganas de ir a pasar hambre donde el camarada Brezhnev que además era un cagón que no había querido prestarle plata al compañero Allende para no enemistarse con el Imperio del Oeste. Otra cosa era Lenin, pero ya hacía mucho tiempo que estaba enterrado y su tumba convertida en atracción para los turistas y a pesar de eso, era lo único rojo que quedaba en esa Plaza Roja enorme y vacía, La Place Rouche était vide…
Salí con paso firme de esa Estación haciendo resonar por todo lo alto los gruesos zapatos que me protegían del frío, con la esperanza de interrumpirle el sueño a algún cabrón, ojalá al jefe del que me había sacado del tren, para que despertara de mal humor y lo insultara por cualquier motivo.
Después de todo, había capeado el frío por algunas horas y me sentía bastante recuperado. Caminé por la callejera exposición de esculturas de hielo acercándome al Puerto, tarareando los trozos más recordados de la canción de Gilbert Bécaud. La Place Rouche était blanche, la neige faisait un tapis, si por lo menos hubiera nieve Kiel se vería más suave y bonita, así es la nieve a diferencia del hielo que produce unas figuras retorcidas de una belleza terrible.
Il avait des cheveux blonds, mon guide Nathalie, Nathalie … bueno si me encontrara con una rubia por aquí la cosa no estaría tan mal y si fuera mi guía y me llevara a los lugares amables que debía haber en cualquier lugar del mundo todo mejoraría bastante y si se llamara Nathalie…
Llegué a un sector donde terminaban los edificios y había algunas casas rodantes aparcadas, al acercarme salieron a recibirme algunas damas de melenas rubias y de faldas demasiado cortas para enfrentar ese duro clima, se acercaron y me hablaron en distintos idiomas, pero sobre todo en el universal lenguaje del ofrecimiento sexual.  A esas alturas del cansancio y del frío que no me dejaban sentir ni hambre tenía más interés por la cama que por el sexo y las pocas monedas que tenía en mi bolsillo, solo hubieran servido para ofender a la más indigna de las putas.
–¿Celui qui de vous s'appelle Nathalie?– pregunté sin saber porque lo hacía.
–Je suis votre Nathalie, mon amour– respondió la rubia de la melena más larga
C'est un joli nom, mon amour– le dije como si eso lo explicara todo y continué mi camino, callando que no tenía plata ni para hacer cantar un ciego.
Esas frases, en el francés del Liceo apenas refrescado por una semana en París, eran lo único que había dicho a otro ser humano desde hacía muchas horas, por suerte se me había ocurrido cantar, de lo contrario a esas alturas ya habría perdido la capacidad de articular palabras.
Seguí caminando en dirección al puerto y milagrosamente lo encontré abierto, la sala de espera era fría y no se parecía en nada al tibio tren que me había cobijado, pero servía para aguantar hasta que llegara el transbordador. Entretanto encontré en mi bolsillo un pedazo de pan que sabiamente había guardado y empecé a comerlo despacito. Mala idea. Cuando subí a bordo llevaba un hambre de león y solo 2 marcos en el bolsillo. Eso alcanzaba para un café que aunque le pusiera mucha azúcar dejaría el hambre intacta y mis tripas definitivamente no querían eso. Me acerqué a la maquinita de casino que había en el restorán del transbordador, metí un marco en la ranura, bajé la palanca y … tup-tup una pera, … tup-tup un trozo de sandía, … tup-tup una naranja, … tup-tup un plátano, ... tup-tup un racimo de uva y nada, el tutti frutti no sirvió para nada, ni siquiera para salvar mi moneda, lo que consideré injusto porque era difícil no tener ni una fruta repetida, pero no iba a discutir con una máquina. Ahora ya no había marcha atrás un marco no alcanzaba para nada, así es que no dudé. Saqué el último marco cerré los ojos y bajé la palanca … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup … … y seguía con los ojos cerrados, después del silencio … empecé a escuchar una música maravillosa: plink, plink, plank, plunk, plink y más plink y más plink… abrí los ojos y vi un montón de relucientes monedas, suficiente para comprar un plato caliente, un kuchen y un chocolate con leche. Era hora del desayuno, siempre he escuchado que es la comida más importante del día y ese día lo fue.
Epílogo soñado
Dormí como un bebé mecido por las olas del Báltico viajando hacia Gotemburgo durante 13 horas. Cuando duermo de día no tengo pesadillas, solo buenos sueños. Después de lo pasado tuve uno de los mejores de mi vida. Soñé que casi desbancaba un casino flotante, compraba un avión extraliviano y volaba a Chile para llevarle plata a los compañeros.
Aunque no hay nada que lo confirme, debe haber sido la noche en que mi hermana Esmeralda tuvo una pesadilla en la que yo llegaba a su casa de Chillán, en un pequeño avión y ella tenía tremendo lío para esconder la navecita en su garaje, después de desmontarle las alas que fue lo que más trabajo nos dio.  Su angustia era, no sólo porque me pudiera haber visto algún sapo, sino porque tenía que explicarle a sus hijos que no podían contar a nadie que su tío había regresado.
Juan