5.7.20

Mi viaje


Para mi compañero, siempre



El carro del tren está ya dispuesto en la Estación Alba cuando llego de la mano de mis padres muy temprano en la mañana, entusiasmada pensando no sólo en las próximas vacaciones en la playa, sino también en una de mis debilidades: los ricos panes amasados con palta y queso que vamos a comprar por la ventanilla cuando paremos en Quillota.
No me doy mucha cuenta lo rápido que avanzamos, solo siento de pronto que las manos que tengo entre las mías no son las de mis padres, sino las de las dos niñas, y que desde el asiento de enfrente estás mirándome con una sonrisa dulce en el rostro y los ojos llenos de amor. Hemos vuelto, me dices, cuando a lo lejos veo que nos aproximamos a la Estación Cénit.
Pero seguimos avanzando, rápido, rápido. El suave traqueteo del tren desplazándose sobre los rieles nos adormece y percibo entre sueños que las niñas, ya crecidas y con una pequeña entre ambas, toman sus bolsos y sin darme cuenta siquiera, en algún momento descienden o quizás sólo van hacia otro carro.
Qué extraño, pienso, cómo ha cambiado el paisaje desde que subí a este loco tren, que a pesar de haber disminuido la velocidad, no se ha detenido en ninguna estación.
Tú, sentado ahora a mi lado, entrelazas tus manos con las mías, a ambos se nos dibujan fuertemente las venas por entre esas pecas que nos aparecieron de pronto, cuando vemos que por el pasillo se aproxima el inspector anunciando la llegada a la última estación de este recorrido, en la que los que aún quedamos en el carro deberemos descender: Estación Ocaso.
Patricia Guillén
Julio 2020