29.9.06

Pesadilla III


Disciplina a Sangre y Fuego 
Anoche volví a soñar una siniestra pesadilla y para colmo repetida o recurrente como dicen los siquiatras. Mis pesadillas son verdaderas regresiones a cierta época de nuestra común experiencia escolar. La regresión máxima que me permito es sólo hasta cuarta preparatoria, es decir hasta marzo del 58. Si por casualidad la regresión se pasara de largo y llego a uno de los primeros tres años de colegio, sin duda, no podría incluirla en esta colección de pesadillas, sino que se trataría de un sueño dulce, dulce como las tres señoritas, posiblemente hermanas entre si, aunque no lo recuerdo con certeza, que fueron mis profes desde primera a tercera preparatoria. Un solo dato para que les quede claro como era el colegio San Gabriel y lo agilados que éramos nosotros: no les teníamos ni sobrenombre a las señoritas. Entonces no se les decía tías.
Piensen entonces como me sentí al conocer al Choro Paredes en mi primer año de liceano, piensen como me sentí anoche al verlo nuevamente revisar mis orejas y entrar en contradicción con las condiciones higiénicas en que se encontraban. Contradicción que se resolvió ampliamente a su favor con un violento movimiento ascendente de su mano que tenía fuertemente asido mi apéndice auditivo-nada pequeño, por cierto- lo que conllevó que me parara de mi banco y solo me volviera a sentar cuando la mano que asía mi oreja volvió a bajar y yo lancé un grito que en 1958 nunca se escuchó porque aguante como había que hacerlo porque sino ustedes saben. Pero que anoche sí, mi garganta se desquitó, se rompieron los diques del silencio y mi grito desbordó la noche con las previsibles consecuencias del súbito despertar, mío y de mi esposa que creía que pasaba algo con mi corazón y yo tuve que decirle que no se preocupara que había sido culpa del Choro Paredes que mañana te explico mi amor, que mejor durmamos, antes de que nos desvelemos y, ya sabes, nos tenemos que levantar a las seis y media.
Cerré los ojos con rabia en busca de un buen sueño, pensaba “quien le habrá puesto ese apodo tan certero, seguramente no fue ninguno de nosotros porque solíamos usar la palabra choro en su acepción más infantil y positiva casi equivalente al actual bacán, al menos en mi caso sólo años después cuando conocí a algunos choros de verdad (no me refiero a esos) vine a saber que era el término con que los delincuentes en su jerga señalaban a sus colegas más violentos y más malos y el Choro en verdad era malo.” A veces, pensar cosas lateras como éstas inducen al sueño, pero –esta vez- eso fue un gran error: Me dormí como tronco y todo recomenzó una vez más, por fortuna ahora no le había dado con mis orejas, sino que con el Cabeza de Pala que no había hecho bien la tarea y se había ganado un coscacho con anillo, castigo que hasta ese día ninguno había experimentado, ni en cabeza propia, ni en cabeza ajena. Resultado: quedó sangrando la voluminosa cabecita que le había hecho acreedor a ese apodo que a veces lo acortábamos y le decíamos simplemente el Cabeza. Aún no sospechábamos que al año siguiente conoceríamos a quien llegaría a ser el Cabezón definitivo.
¡Riiiiiinnnnnnnggggggg! Salimos a recreo y el Cabeza de Pala pudo echarse un poco de agua para limpiar la sangre antes que se le secara en el pelo, y nosotros nos dedicamos a comentar el incidente y a compararlo con otros anteriores, teníamos dudas si había sido peor o no que cuando le pisaba un pie a su víctima y después le propinaba un tremendo combo en el pecho. Las opiniones, como siempre, estaban divididas.
¡Riiiiiinnnnnnnggggggg! Que desgracia, se acabó el recreo y nosotros formados como milicos listos para entrar a clases. Ahí viene la María Pezoa ¿o es su hermana Teresa? Son harto parecidas estas viejas. Yo soy el primero de la fila -siempre lo fui- y esta vieja loca me toma de los hombros y me empuja con toda su fuerza, provocando una reacción en cadena que manda a la cresta la fila y se arma un desorden que ni nosotros lo podíamos creer. Por suerte no todos los profes del Liceo son como este desgraciado que nos tocó. Seguramente me río en mi cama, pero no hay testigos. Mi esposa duerme apurada y yo también. La risa no es suficiente para despertar a nadie.
Ya habíamos recompuesto el desastre bajo las órdenes del Agurto que era el Jefe con amplios poderes delegados directamente por el Choro, cuando apareció éste sonriendo animadamente, parece que le había sentado bien el recreo. Entramos a la sala ordenados, pero sin llegar al extremo de marchar, no convenía exagerar las cosas porque podría pensar que nos burlábamos de él y eso sería peligroso. Una de las cosas que estábamos aprendiendo a temprana edad, gracias a él era a ser prudentes y cautelosos.
–Hoy, vamos a hacer un experimento– dijo el profe poniéndole un poco de misterio a la cosa, lo que no era necesario. Nuestra curiosidad era mayor que nuestros miedos y ya estábamos ganados para ser cómplices de lo que fuera.
–Ustedes, saben contar, ¿no es cierto?
–Sí, señor– respondió el coro.
Sacó una lupa tomó un cuaderno y la puso a la distancia adecuada.
–Empiecen a contar– ordenó.
–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...
Poco a poco empezó a ascender un humito. Abrió la hoja y todos pudimos ver un agujero que la traspasaba, pero no llegó a dar llama lo que parece que le quitó dramatismo al asunto y arremetió con otro intento, colocó un fósforo sobre el cuaderno y apuntó la diminuta imagen del sol -como nos explicaba- directo sobre la cabeza del fósforo.
–Empiecen a contar otra vez– ordenó.
–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... trece, catorce, quince...
Una minúscula explosión interrumpió el contéo y una llamita vivió un segundo y se apagó. Parece que el éxito no fue suficiente.
–Mejor vamos a hacer otro experimento, pero necesito un voluntario. ¿Hay aquí algún valiente?– no había ningún valiente, sino treinta y nueve niños cautelosos y prudentes. Nadie se ofreció.
–Agurto, usted es el Jefe y le va tocar ayudarme en este experimento, si lo hace bien podrá seguir siendo el Jefe.
–Sí, señor– contestó el Agurto, en forma automática.
En la sala reinaba un silencio de sepulcro.
–Ponga aquí la mano derecha y no la quite por ningún motivo.
–Sí, señor– volvió a responder, ahora con una nota de angustia en su garganta.
Repitió el experimento, todos mirábamos la mano del Agurto. Yo miraba también su cara.
Enfocó el diminuto sol sobre el dorso de la mano del Tuerto Agurto.
–Cuenten, pues– ordenó nuevamente.
–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...– decía el coro.
El Tuerto quien tenía un solo ojo visible -en su ojo derecho usaba un parche con un solo agujero que debía servir para corregir un notorio estrabismo- estaba sudando, sobre todo en la frente. Su boca sonreía con cierto nerviosismo. Su ojo izquierdo, enormemente abierto. Su mano derecha inmóvil. El conteo continuaba.
–Quince, dieciséis, diecisiete...
Lo que vi en ese momento, me hizo sospechar que soñaba, porque contra toda lógica en su mano derecha empezó a levantarse una ampolla blanca que crecía y crecía y más increíble aún, salía olor a asado. El sudor corría desde su frente inundando el resto de la cara, su boca tenía una risa petrificada que no engañaba a nadie. Su ojo izquierdo estaba acuoso y a punto de desbordarse, su mano derecha inmóvil. El conteo continuaba.
–Veintiocho, veintinueve, treinta...
El Choro retiró la lupa.
–Muy bien Agurto, continúa siendo el Jefe.
¡Rinnnnnnggggggggggggggggg!
No, no es recreo. Son las seis y media. Hoy es lunes. Hay que levantarse... ¿Podrán empeorar las cosas?
Neandro Schilling