Hubo una pequeña explosión seguida por una lluvia de vidrios rotos.
Luego vinieron los gritos de mi madre.
—¡Jesús! algo malo va a
pasar, algo malo va a pasar, algo va a pasar…
Si yo hubiera estado a su lado, le podría haber dicho: "No te preocupes
mamá, lo malo ya pasó, se rompió el fanal del Niño Dios que era de mi abuelita,
porque le cayó encima la naturaleza muerta de Jack Daigre y lo reventó, y de
paso decapitó al bendito niño, que quedó bueno para la basura, pero nada
más".
Y mientras barría los vidrios rotos, mi madre continuó con su perorata
sobre el asunto.
—Y tanto tiempo que no
sabemos de Neandrito, no le vaya a pasar algo y pensar que no tenemos ni donde
llamarlo por teléfono, ni nada. Seguro que está en problemas allá en Santiago y
nosotros acá en Talca como vamos a ayudarle.
Alrededor del mediodía me sacaron del cuartel del
regimiento Chorrillos de Talca para ir a buscarte. El primer intento había sido
una llamada telefónica para averiguar si estabas ubicable. Marcaron el 32815 y
me pasaron el teléfono con la advertencia de que no podía decir nada que le
hiciera pensar a tus padres el verdadero propósito del llamado. El teléfono
sonó y sonó, pero afortunadamente nadie respondió.
Por suerte, la preocupación por su hijo, la distraía de la pérdida del hijo de María, que era una reliquia que se había mantenido en la familia por varias generaciones y que alguna vez había sido de un gran valor material, ya que había tenido un collar de perlas auténticas que le daba vueltas al cuello y era tomado por su mano extendida, para descender con elegancia hacia la multitud de pequeños adornos, baratijas de diverso tipo que representaban las ofrendas que él había recibido. En su cabeza habían brillado tres potencias de oro, unos diminutos tridentes que representaban su poder divino, aunque esas joyas originales habían desaparecido hace muchos años porque un cordero negro de la familia las había vendido y reemplazado por otras falsas que ni siquiera estaban benditas.
Hacía poco más de una semana que me habían
interceptado a la salida de la U, cuando iba a pagar la matrícula para cursar
el último año de ingeniería. Se identificaron como policías con un carnet
picante, me llamaron por mi nombre y me invitaron a subir en la cabina de una
camioneta con toldo, se dieron unas vueltas, se detuvieron en una calle con
poco movimiento y me hicieron pasar a la parte de atrás donde me vendaron los ojos
con cinta adhesiva. Alcancé a divisar a otra persona que iba con la cara
cubierta con una chaqueta, que resultó ser el Beto, el gordito de la Central de
Apuntes que tú también conoces. Lo habían detenido unos días antes y como parte
de la cadena para llegar hasta ti, le había tocado reconocerme.
En una sola cosa se equivocaba mi madre, yo no estaba en Santiago. En
el mismo instante en que se consumaba la destrucción de la sagrada reliquia yo
bajaba del tren, en la Estación de Talca y mi primer impulso fue partir por la
Uno Sur, la calle principal, donde siempre me encontraba con alguien, pero no
era un buen día para arriesgarse con encuentros de ningún tipo. Talca siempre
había sido la ciudad linda y amable de mi vida de estudiante liceano, pero
ahora la sentía palpitar llena de amenazas. Por eso, enrumbé por calles
secundarias y me dirigí a casa de mi hermana: era un poco más seguro que ir a
casa de mis padres, aunque no tanto. No olvidaba que Matías había ido a la casa
de sus padres, y ahí lo habían capturado. Esa era la última lección de mi jefe
y yo no podía repetir su error.
Llegamos a Villa Grimaldi luego de seguir
trayectorias curiosas, que supongo eran para embolinarme la perdiz y que no
supiera a donde nos dirigíamos. Pasé por una serie de breves interrogatorios y
de sesiones de reconocimiento. Finalmente después de varios días aparecieron
por mi celda, tipo 9 de la noche porque nos íbamos de viaje. Pensé que sería a
Talca, solo porque soy bien pensado, porque a esa hora el destino podía ser uno
que no quería. No quería morir sin ver crecer a mi hijo.
Esa fue una elección sabia, pero no supe lo acertada que fue hasta
años después cuando mi amigo y compañero de curso desde tercer año de
Humanidades, Jaime, me contó que a él lo habían detenido en Santiago y luego de
interrogarlo en Villa Grimaldi, lo habían enviado al Regimiento Chorrillos de
Talca desde donde lo sacaban a vigilar el departamento donde vivían mis padres,
en la Uno Sur con 5 Oriente, para que me reconociera si yo llegaba a ese lugar.
Efectivamente partimos hacia el sur, en la misma
camioneta en la que me habían detenido, los 4 pasajeros adelante ya que en la
parte de atrás llevaban unos muebles que obviamente habían expropiado a algún
detenido y entramos a Rancagua, a la casa de algún colega de los agentes, al
cual le llevaban los muebles.
Lo único sabio en realidad fue escuchar esa voz interior que podría
llamar intuición, pero que yo identificaba con mi abuela Beatriz quien había
muerto unos cinco años antes y que para mí era una especie de Santa protectora.
La escuché con atención y apreté el paso dirigiéndome hacia la casa de mi
hermana cuyo segundo nombre era Beatriz.
Como no podían dejarme sólo en la camioneta me
hicieron pasar con ellos, con la recomendación que adentro éramos todos
iguales, es decir, que no fuera a decir que era un prisionero. Nos
invitaron a un té con sándwiches y luego
proseguimos, a 130 y 140 km por hora, ahora en la parte de atrás, esposado y
acompañado con el agente de menor rango. Cerca de las 3 de mañana, llegamos al
Regimiento y me hicieron dormir en la
guardia. Tipo 7 de la mañana unos reclutas me ofrecieron una taza de té con
leche y pan añejo, con el movimiento en
la noche se me habían ido apretando cada vez más las esposas y las muñecas me
dolían, estaba horrible el desayuno, pero igual acepté que me repitieran.
Rápidamente le conté a mi hermana y a mi cuñado que no se trataba de
una visita familiar, para que no se alegraran tanto, sino que sentía que la
Dina estaba muy cerca de mí y que había llegado el momento de ahuecar el ala y
echarse el pollo adonde fuera, lejos de Chile. Mi plan, si es que a eso se le
puede llamar plan, era que organizáramos una excursión de pesca a la Laguna de
Maule, desde donde podía pasar a pié hacia Argentina, sin embargo ellos me
contaron que eso sería muy difícil, que me acordara que después del golpe el
Intendente de la Unidad Popular, Germán Castro, había intentado esa ruta y en
el control policial de Paso Nevado tuvo un enfrentamiento con carabineros en el
cual murió un cabo, el Intendente y su grupo había logrado llegar hasta La
Mina, cerca de la Laguna del Maule, lugar donde los militares le tendieron una
emboscada, hubo un nuevo enfrentamiento en el cual cayó prisionero el
Intendente Castro, quien luego fue fusilado.
Te querían capturar para llegar a Hernán Aguiló
quien se suponía que estaba en contacto contigo. Como lo del teléfono no
sirvió, tomaron la camioneta y me llevaron a la esquina de la casa de tus viejos,
en la 1 Sur con la 5 Oriente. Primero nos dimos unas vueltas por la 1 Sur y
para mala suerte de un talquino que pasó al lado de la camioneta, tenía varios
rasgos muy parecidos a ti, en especial la altura, las piernas un tanto
arqueadas y el pelo claro. Dos de los agentes se bajaron de la camioneta lo
interceptaron y lo colocaron para que lo pudiera ver de frente. Les indiqué que
no eras tú. Este joven debió pasar un susto inolvidable. Luego de esto nos
acercamos nuevamente a tu casa y nos
estacionamos en la 5 Oriente, frente a la puerta de entrada del mercado y me
hicieron vigilar a través de una ventanita plástica que tenía el toldo de la
camioneta.
Por supuesto conocía la
historia del Intendente y su grupo, pero ya había pasado un año y medio desde
el golpe militar y podrían haber relajado la vigilancia. En realidad yo
entendía que el plan no era bueno, pero no se me ocurría nada mejor.
Finalmente, acordamos que mi cuñado iría inmediatamente al departamento de mis
padres a contarles que yo tenía que salir de Chile lo antes posible, aunque no
sabíamos cómo hacerlo.
Ya llevaba más
de una semana desaparecido y me imagino que mi familia, que vivía en Talca,
estaría haciendo averiguaciones para saber que me podía haber ocurrido. Me
ubiqué en mi posición de vigilancia, nervioso, sin saber que iba a hacer si te
divisaba. Lo más seguro era que te denunciaría, ya había tomado harto caldo de
cabeza de cual debía ser mi actitud en estas circunstancias, siempre pendiente
de la incertidumbre que me rodeaba en ese ambiente de terror.
—Ya sabía yo que algo le
pasaba a Neandrito —exclamó mi madre al
escuchar a mi cuñado. Lo del Niño Dios era una mala señal y desgraciadamente, no
se había equivocado. Mi padre no hizo mucho caso al escuchar por segunda vez la
historia del niño roto, encendió un Hilton, aunque tenía prohibido fumar por su
infarto (la única concesión que había hecho era fumar cigarrillos con filtro),
luego sufrió una transformación completa, desapareció la fatiga de su rostro,
rejuveneció algunas décadas y entró en modo de combate. Reminiscencia de las
luchas estudiantiles de su juventud y de alguna militancia en grupúsculos
universitarios de los años treinta.
Finalmente había
decidido que si te divisaba, te iba a denunciar, ya que de acuerdo a los
cánones de seguridad de los militantes clandestinos y perseguidos por los
servicios secretos, no podías estar en tu casa ya que era el primer lugar donde
te iban a buscar. En realidad fue el segundo, porque el primero fue la pensión
donde vivimos los últimos años juntos en Carrera con Gorbea. Por otra parte yo
había caído luego de una cadena de otros detenidos que habían aportado
antecedentes. El chico Lauta había entregado, entre otros, al Beto, el Beto
entre otros me había entregado a mí, y nadie tenía vergüenza en reconocerlo.
Las primeras instrucciones de mi padre fueron para mi cuñado.
—Ándate al tiro, para no
llamar la atención, todo debe ser lo más normal posible. Dile a Neandro que nos
espere listo mañana a las nueve... y que no asome ni la nariz a la calle.
Cuando el viejo hablaba así, sin levantar la voz, pero con una
convicción interior tan fuerte, no había derecho a réplica, se hacía lo que él
decía en forma inmediata. No se discutió ningún plan, ni siquiera hubo espacio
para proponer la aportillada idea de salir hacia Argentina.
Estaba
ensimismado en estas cavilaciones cuando provenientes de la 1 Norte, caminando
por la vereda que yo vigilaba, diviso que acercándose en mi dirección, vienen
mi madre, mi esposa y mi hijo de un año y medio, conversando y pasan por mi
lado sin sospechar que yo estaba ahí, tan cerca y tan lejos. Se me cayeron las
lágrimas de no poder abrazarlos, de no poder hablarles y ni siquiera darles una
pista que estaba a un metro de ellos.
—¿Porqué llorai,
maricón? —me gritó uno de los agentes.
— Y a vos qué te
importa —alcancé a decir cuando recibí
una lluvia de golpes,
—Toma pa que
llorís con razón, mierda.
Jaime
Mi cuñado regresó más pronto de lo esperado con las instrucciones y
con la historia del Niño Jesús. Yo me hubiera quedado toda la noche comentando
lo que había pasado, pero por esos días era mejor apagar las luces más o menos
temprano para no llamar la atención.
Me quedé despierto pensando en mi abuela y tratando de entender la
mala señal de su reliquia destruida. Era como si me dijera ya no te puedo
cuidar más, las fuerzas que te persiguen son terribles, mucho mayores que la
protección que pueda darte. Ándate lo más pronto que puedas de este país,
márchate sin pena porque ya tendrás tiempo para regresar. Y sin darme cuenta
caí en un sueño dulce y reparador como no lo había tenido hace meses.
Neandro
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4.9.13
Mala señal
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