Desnudos y solos caemos en el exilio.
En su vientre obscuro no reconocemos el rostro de nuestra madre;
desde la prisión de su carne hemos cruzado a la prisión atroz e inexplicable de esta tierra.
¿Quién de nosotros ha conocido a su hermano?
¿Quién de nosotros ha mirado en el corazón de su padre?
¿Quién de nosotros no ha permanecido por siempre en su prisión?
¿Quién de nosotros no es por siempre jamás un extraño?
...Oh, perdido, y por el viento abatido, fantasma, regresas.
THOMAS WOLFE,
El ángel que nos mira.
El suicidio y el destierro
en memoria de Neandro
Schilling
Recién
pisaba la losa del Aeropuerto de Arlanda en Estocolmo cuando me suicidé.
Fue
casi lo primero que hice cuando caminaba muy desorientado siguiendo al rebaño
que se bajaba del avión de SAS. Una sueca que medía como dos metros se abría
paso con alguna dificultad caminando contra el tránsito directamente hacia mí
como si me conociera y me saludó de manera curiosa: ¡Hola Yúan! Así mismo
colocando el acento en la “u”. Me la debo haber quedado mirado de manera
extraña porque vaciló e insistió: Tu eres Yúan ¿Verdad?, yo confirmé
brevemente: “Sí, soy Juan”, aceptando el nombre que ella me proponía, pero
pronunciándolo correctamente. Eso fue
suficiente para que ella se agachara, me abrazara, me besara y dijera: “Bienvenido
al Reino de Suecia” y otras cosas de ese estilo protocolar en nombre de su
gobierno.
Antes
de encontrarme con mi maleta, la funcionaria ya me había entregado un fajo de
billetes y un vale para comer esa noche y por supuesto sacó un recibo para que
lo firmara. Tomé el lápiz y escribí “Juan Schilling”. Ese fue el momento del
suicidio. No sé qué pasó por mi cabeza, pero no coloqué el garabato que
empezaba con una ene de Neandro y que había sido hasta ese momento, mi firma.
En
rigor este relato debería terminar aquí, pero …
con ese pequeño acto de firmar el recibo, no
solo se había suicidado el joven Neandro, sino que había puesto en escena a un
nuevo personaje que aún existe y sigue firmando como lo hizo ese día 28 de abril
de 1975 en el aeropuerto de Arlanda.
Luego
pasamos por la policía internacional donde tuve que firmar no pocos papeles
cosa que hice con mucha más propiedad que al firmar el recibo, momento en que
aún la mano que empuñó el lápiz tenía dudas. El paso por la policía fue más
rápido que lo que podía suponer alguien que no portaba cédula de identidad ni
mucho menos pasaporte, sino solamente el carnet escolar de la Universidad
Técnica del Estado, muy práctico para pagar tarifa reducida en Santiago, pero
de dudosa utilidad en un largo viaje internacional.
La
“visa” que portaba no era mucho más normal. Estaba escrita en una servilleta de
papel, de un restaurante santiaguino donde fue extendida, no tenía timbres y la
firma no era del embajador, sino del encargado de negocios. La habían
conseguido mis padres con muchísima suerte y corriendo riesgos enormes.
En el interrogatorio
que realizó la policía respondí usando mi nombre completo “Juan Neandro”. Era
la última resistencia de Neandro, su agonía quizás.
Juan
había nacido en ese momento y aunque todos lo trataran como a un exiliado, en
realidad no se sentía como tal, no estaba atado al pasado, sino que venía a
conocer un mundo nuevo, a aprender un nuevo idioma, a aprender a vivir solo.
Aunque eso de vivir solo es una exageración, porque Juan y Neandro gozaban de
la compañía de Mateo otro personaje muy importante en esta historia que ya
parece de personalidades múltiples.
Mateo
fue alguna vez un nombre político, una chapa, una medida de seguridad de
cualquier militante revolucionario, por cierto hubo otras chapas que fueron
solo eso y aunque a algunas las recuerdo con cariño, ninguna alcanzó la
estatura de Mateo, mi superhéroe favorito, un tipo audaz, imparable, un hombre
de acción en toda la extensión de la palabra. Mateo jamás estuvo exiliado, solo
se encontraba en la retaguardia y volvería al frente cuando él lo decidiera. Él
no estaba en ninguna lista de proscritos que no podían ingresar al país como
Neandro e incluso el propio Juan. Su mayor debilidad es que no conocía el
miedo, y el miedo es muy necesario para la supervivencia. También es un tanto
fanfarrón: le gustaba decir que aún no se había fundido el metal para hacer la
bala que le quitaría la vida. Por suerte no decía que era inmortal, aunque me
sospecho que está fabricado con materiales no perecibles. En todo caso, lo más
importante es que Mateo ha sido para mí una excelente compañía y me ha sacado
de alguna situación difícil en no pocas ocasiones.
Si
escribiera la saga familiar tendría que empezar con la historia de mi bisabuelo
Johann Ernst, quien al llegar a Chile en 1869 se hizo llamar Juan, no sé si
habrá sido al pisar tierra en el puerto de Talcahuano y pasar por la aduana o
cuando se enamoró de mi bisabuela. Lo que sé con certeza es que cuando llegó desde
Alemania tenía 24 años, los mismos que tenía Neandro al pisar tierra europea.
Una pequeña simetría en el nacimiento de dos Juanes adultos.
Finalmente,
llegué al pequeño hotel en el centro de Estocolmo donde tuve que registrarme.
Ya no tuve dudas para firmar. Neandro había desaparecido completamente.
Neandro
en el futuro sería solo un fantasma que recibía cartas desde Chile y las
respondía con la vieja firma que empezaba con un garabato parecido a una ene.
Juan
Amanecer en Alvesta
La familia de Neandro volvió a Talca ese mismo domingo 27 de abril, el viaje fue tranquilo, en el Día del Carabinero no hubo molestos controles policiales. Iban tristemente alegres porque Neandro había salido de Chile sin problemas, lo que era maravilloso y si bien estaría lejos, allá en Suecia no correría los peligros que lo acechaban acá. Su padre dijo mañana pondremos una aviso en la Vida Social que diga que Neandro partió sin problemas y eso será como meterles un ají en el trasero a todos estos milicos de mierda. Juan el padre de Neandro no acostumbraba a usar un lenguaje grosero, pero los últimos días habían sido muy tensos y ahora que se relajaba podía darse algunas licencias.
Después de dormir como tronco y sin pesadillas acechando, en un hotel de Estocolmo, partió Juan al día siguiente en auto hacia Alvesta, pequeño pueblo ubicado en el centro de Suecia, que tuvo su origen vinculado a la construcción del ferrocarril, una especie de San Rosendo ubicado en una región de bosques y lagos preciosos, la provincia de Kronoberg.
Después de dormir como tronco y sin pesadillas acechando, en un hotel de Estocolmo, partió Juan al día siguiente en auto hacia Alvesta, pequeño pueblo ubicado en el centro de Suecia, que tuvo su origen vinculado a la construcción del ferrocarril, una especie de San Rosendo ubicado en una región de bosques y lagos preciosos, la provincia de Kronoberg.
El conductor era un sueco muy dicharachero que hablaba un poco de inglés y se comunicaba muy bien con sus gestos, el viaje fue entretenido, hasta pasaron por Ljungby a visitar otro campamento de refugiados donde el sueco tenía unos amigos que quería presentarle. Al anochecer llegaron a Alvesta.
Todo empezaba bien para Juan,que se sentía como lo que era un recién nacido de 24 años, pero en territorio desconocido siempre se encuentran sorpresas...
A pesar de que la pieza estaba bastante obscura, se filtraba una delgada línea de luz por el borde de la cortina, Estiré la mano y pude darme cuenta de lo gruesa que era y que si la hubiese dejado bien cerrada no se hubiera colado ni el menor rayo de sol. Corrí un poco la extraña tela y un chorro de luz que no esperaba me encegueció, con algún esfuerzo pude ver que había un maravilloso día de primavera, el lugar era hermoso, rodeado de árboles y prados bien cuidados. Los colores eran tan brillantes que parecían recién inventados y resultaba todo un descubrimiento que el cielo fuera azul y el césped verde, Estaba extasiado con esas simples maravillas cuando observé que el sol estaba bastante alto por lo que debían ser más de las nueve de la mañana y yo era bueno calculando la hora al ojímetro como cualquiera que no tiene reloj.
Recordé de pronto que la noche anterior me habían advertido que el desayuno se servía entre las ocho y las nueve por lo que seguramente ya había perdido mi chance de tomarme un café con algún sanguchito que las tripas añoraban, ya que habíamos llegado demasiado tarde para cenar y solo habíamos tomado café con galletas antes de dormir.
Me duché de prisa, para probar suerte con el desayuno y salí corriendo del barracón donde estaba mi pieza hacia el casino que estaba casi al lado. Mi decepción fue grande al ver que éste estaba completamente cerrado, al igual que la pequeña oficina en la cual había firmado unos papeles la noche anterior. En el corto trayecto no me había cruzado con nadie y por ahí tampoco se divisaba ni un alma a quien preguntarle por si se podía tomar un café en otra parte, para eso tenía cincuenta dólares en mi bolsillo y un montón coronas que me había entregado una funcionaria en el aeropuerto..
Pensé que por tratarse del Primero de Mayo las cosas estarían un poco fuera de lo normal, aunque no tenía idea que era lo normal en un campamento para refugiados latinoamericanos en el pequeño pueblo sueco de Alvesta. Decidí entonces dar un paseo más largo, seguro de que por ahí encontraría a alguien, así llegué hasta una ladera donde comenzaba un bosque y desde donde se veía todo: a una lado había diez barracas grandes iguales, yo había alojado en una de ellas, pero ahora no sabía exactamente en cual. Al centro estaba el casino y la oficina y al otro lado unas casitas pequeñas, mucho más bonitas que las barracas.
Recorrí varias veces todo el perímetro del campamento, pues no me animaba a caminar más allá, ya me empezaba a angustiar la situación como para hacer que empeorara internándome en un bosque desconocido en un país desconocido. Pronto me di cuenta que la cosa estaba mal, que nada concordaba, que aunque los latinoamericanos seamos unos flojos no podía ser que con el sol tan alto no apareciera nadie, debía ser que yo mismo estaba profundamente dormido y soñaba mi primera pesadilla del exilio, solo había que esperar un poco para despertar y que toda la angustia se desvaneciera, ya conocía el proceso: la angustia aumentaba hasta llegar a un punto insoportable que me hacía despertar, por cierto la angustia iba en aumento, pero también veía cosas interesantes como unos feísimos pájaros negros que graznaban de forma espantosa, aunque no me producían suficiente miedo como para despertar de una vez por todas, pero eran inquietantes… casi una mala señal. Cansado de dar vueltas me senté en la escalera del casino a esperar el momento en que abriera realmente los ojos, despertara y las cosas siguieran una secuencia de normalidad, no como ahora en que todo lo que me rodeaba tenía apariencia inofensiva, pero la ausencia de personas, la desaparición de toda la gente me oprimía el corazón, pensé que podía apresurar el proceso regresando a mi habitación y acostándome de nuevo y casi lo hago, pero me di cuenta que me había duchado y eso significaba que debía estar despierto. Otra estrategia que se me ocurrió fue ponerme a gritar, porque si estaba soñando no me saldría la voz y con el esfuerzo me despertaría, pero estaba la posibilidad que mi grito se escuchara fuerte y claro y terminara en un manicomio.
Decidí entonces que no me podía despertar, simplemente porque no estaba dormido, pero estaba solo, terriblemente solo, lejos de mi madre y de mi padre, lejos de mis compañeros, lejos de Chile, lejos de cualquier ser humano y cuando estaba con mi cara tapada y a punto de hacer pucheritos, escuché a mi lado una voz con acento extraño.
−Hejsan, madrugador, tú debes ser el que llegó anoche.Yo reprimí mis deseos de abrazarlo y le pregunté simplemente la hora.
−Son las siete y media, vengo a preparar las cosas para el desayuno.
Lo miré incrédulo y apunté con mi índice acusador al sol que arrojaba sus rayos casi verticalmente sobre nuestras cabezas.
−Ahh, es que ahora ya es primavera −me sonrió y agregó −el sol sale como a las dos de la mañana.
Tardé un rato en entender que esa era mi primera pesadilla en el destierro y la primera vez que tenía un mal sueño perfectamente despierto.
Juan
Neandro tomó el lápiz para escribir su primera carta desde el exilio y sintió que un ramalazo de nostalgia le golpeaba el alma. Su último día en Chile se mostraba de cuerpo entero en su memoria y lo podía observar desde la distancia, sin tener que participar en él. Los últimos días habían estado tan llenos de cosas desconocidas que le parecía que no era el mismo quien tenía que resolver los problemas nuevos que le traía la vida, era como si estuviera soñando o funcionando en automático sin necesidad de pensar.
La partida
El Mercedes negro del Nuncio Apostólico, con sus metales pulidos y brillantes, iba con feroz escolta: un carabinero en moto abría la comitiva, otros dos en cada flanco y atrás una patrulla. Sin embargo, a bordo no viajaba monseñor. Al volante iba un señor correctamente vestido de chofer, a su lado el Secretario de la Embajada, un cura indio que había sido nuestro anfitrión durante el mes que estuvimos en la embajada, vestía un impecable terno negro y el cuello blanco cerrado que indicaba que era un sacerdote. Era la primera vez que lo veíamos vestido así. Para bajar un poco la tensión nos explicó: “este cuello redondo como los grillos de hierro de los esclavos, representa que soy un siervo del Señor, pero en este caso lo uso para hacerme respetar un poco más por estos señores de verde”. En el asiento trasero, forrado en cuero negro de verdad, íbamos los tres refugiados que abandonábamos la Nunciatura con nuestros respectivos salvoconductos, sintiéndonos pequeñitos y con el alma apretada en ese enorme auto y rodeados de tantos policías.
A pesar de la niebla de esa madrugada, podíamos ver las
caras de los que iban en la patrulla que
nos seguía y a veces la de algún motorista que se rezagaba. Todos los rostros
eran de piedra y no conocían la sonrisa. Con el tiempo supe que el 27 de abril
era el Día del Carabinero y deben haber estado muy choreados por haber tenido
que madrugar para escoltar a tres terroristas de mierda que volaban hacia la
libertad, en lugar de llevarlos a algún obscuro lugar donde se encerraba y
torturaba a los prisioneros en aquel año terrible de 1975.
A mí me preocupaban más otros señores sin uniforme que
deberían estar esperándonos en la aduana y aunque sabía que las cosas no estaban
como para que la dictadura quisiera comprarse un problema internacional,
secuestrando a tres jóvenes (dos mujeres y un hombre) que se encontraban bajo
la protección diplomática de El Vaticano, no pasaba por alto el hecho que el
Nuncio no estaba presente y nunca fue a la embajada para no tener contacto con
nosotros por lo que suponíamos que era derechista, algunos aseguraban que era
Opus Dei, pero en realidad no teníamos idea.
Para distraerme, si es que eso era posible, mi mente que
tiene mucha autonomía voló a la noche anterior que fue noche de despedida.
Habíamos logrado organizar un pequeño carrete. Los que nos íbamos vaciamos
nuestros bolsillos de los escudos que serían inservibles fuera de Chile y se
hizo una cucha que permitió contrabandear unas botellas de pisco que tomamos
agregándole chorritos al mate que nos servía para conversar cada noche y para
variar tuvimos unos sánguches de queso de ese que regalaba Cáritas, que no era
malo, pero después de un mes ya nos estaba patiando un poco.
La variación de esa noche fue que una compañera declaró ser bruja, dijo que sabía
ver la suerte con el naipe y por cierto los tres que partíamos teníamos que
enterarnos de lo que nos depararía el destino. La cosa era fácil, a todos nos
salía un largo viaje que se iniciaría muy pronto, para lo cual no se necesitaba
una cartomántica ni tampoco un naipe. La bruja me dijo también que un familiar
cercano tendría problemas con la Justicia, cosa que aunque no era tan segura
como el viaje, tenía una alta probabilidad de ser cierta. Le contesté que en
todo caso sería con la Injusticia, porque en Chile la Justicia había desaparecido
hacia tiempo, para oponerme así de alguna forma a su vaticinio, pero guardé en
mi corazón el temor de que fuera mi padre quien sufriera la venganza de la DINA
y sabía que eso significaría muy probablemente su muerte debido a la enfermedad
coronaria que ya le había provocado un infarto un par de años antes.
Al final de la sesión cartomántica teníamos la posibilidad
de hacer una pregunta que las cartas responderían como un oráculo con un sí
o con un no, sin posibilidades intermedias.
Cómo temía por mi padre, lo lógico era preguntar si sería él
quien tendría problemas con la Injusticia, pero como no quería saber si pasaba eso
así, hice la pregunta chueca: ¿Será mi hermano el de los problemas? Y las
cartas dijeron: sí. Mi preocupación bajó un poco total mi hermano era más joven
que yo y tenía buena salud y por último las cartas eran solo un juego para
hacer pasar la noche sin dormir. En noches como ésa el amanecer se hace esperar
un poco, pero al fin llega y con él los treinta y tantos abrazos y las hermosas
palabras de despedida.
La velocidad que llevábamos era demasiado lenta, o al menos
eso me parecía y me hacía temer que perdiéramos el avión, aunque eso no era lo
más grave que podría pasar, pero los pacos se desplazaban con lentitud
deliberada, ¿Querrían que perdiéramos nuestro vuelo a la libertad o simplemente
la espesa niebla, que parecía aumentar en la medida que nos internábamos por
Barrancas alejándonos de Santiago, no les permitía ir más rápido? Fue, sin duda,
un largo viaje el que hicimos entre la Nunciatura que quedaba cerca de Plaza
Italia y el aeropuerto de Pudahuel que aún no tenía nombre de cristiano ni menos grado de comodoro.
El primero en bajar del auto fue el Secretario de la
Embajada quien abrió una puerta trasera y nos pidió que todos bajáramos por ese
lado no quería que nos alejáramos ni un metro de él, y así nos condujo a una
sala donde me abrazó mi familia en pleno: mi madre, mi padre, mis dos hermanas
y mi hermano. Las mujeres lloraban y los hombres tragábamos saliva. Les pedí
que dejaran las lágrimas para cuando hubiera partido el avión para que
aprovecháramos mejor el tiempo. Por suerte me hicieron caso porque estaba a
punto de contagiarme y dar un lamentable espectáculo delante de los agentes de
la DINA que debían estar por ahí y que serían fáciles de reconocer porque estarían
echando espuma por la boca porque se les escapaban tres codiciadas presas.
Me entregaron una pequeña maleta con mi ropa, un billete de
$ 50 dólares (SIC) que era todo lo que habían podido reunir y como estaban
conscientes de que era muy poco lo acompañaron con un reloj de oro de mi madre
un anillo de mi hermana mayor las colleras y un recuerdo del bautismo masónico
de mi padre.
Mi hermano me contó que había estado como 10 días en Villa
Grimaldi, que no le había pasado nada y que memorizara algunos nombres de
compañeros que se encontraban allí, así que anoté en mi mente varios nombres que ahora no recuerdo.
Le conté lo de la bruja, él se rió y estuvo de acuerdo
conmigo, en que en realidad había tenido problemas con la Injusticia. Después
se puso serio y me dijo: “con el destino no se juega”. Años después me contó
una versión más realista de su paso por Villa Grimaldi. Yo estuve mucho tiempo
sin volver a verme la suerte.
Cuando partió el avión deben haber rodado un par de lágrimas
por mis mejillas, pero Mateo ya estaba ocupado en la escala que haríamos en
Río de Janeiro donde nos podría acechar el próximo peligro.
Neandro
Mateo se mantuvo muy quieto durante los primeros tiempos del exilio, se comportaba de manera extremadamente condescendiente con Juan quien necesitaba afianzarse, crecer un poco, sentirse más seguro, pero ahí estaba maquinando una forma simple y rápida para desandar los pasos que lo llevaron al exilio, para volar al revés, también sentía pena por Neandro, sobre todo cuando lo veía leer cartas de su padre y de su madre y más aún cuando lo veía escribirles.
Está claro que la pasividad de Mateo era solo aparente, él estaba esperando su oportunidad, que se presentaría a los pocos meses y cuando la vió no dudó intentar aprovecharla ...
23 horas en Kiel
Puerto de Kiel |
Dedicado a Ximena, aunque no conteste mis correos
El viaje fue un fracaso. No estuve ni cerca de cumplir con el objetivo
que había imaginado fácil en el despreocupado optimismo de mis 24 años -casi un
cuarto de siglo- decía, para que sonara como una edad más respetable. El viaje
tenía un itinerario ajustadísimo que me llevaría de Gotemburgo a París y quizá
de regreso a Gotemburgo, por la ruta más económica que podía existir.
El estudio de costos de este viaje lo había realizado Pedro mi nuevo
jefe, un loco muy buena onda que era el encargado del MIR en Gotemburgo. Lo de
loco no es una metáfora, en la tortura le habían dado muchos golpes en la
cabeza y en realidad estaba vivo de milagro. Quienes conocíamos estos hechos
nos dábamos cuenta de lo obsesivo que era y de algunas otras rarezas menores
como tics, fallos en la memoria y mejor no sigo. Le expliqué que quería ir a
París para hablar con Edgardo Enríquez, pero no sabía cómo, ni tenía las
coronas para hacerlo.
–No te preocupes, yo te presto la plata y mañana te doy un plan de
viaje para que te alcance, porque no es mucho lo que tengo.
Al día siguiente, Pedro llegó con las coronas, dos hojas con
indicaciones y un presupuesto según el cual podría estar una semana en París,
tiempo suficiente para hablar con Edgardo y volver o seguir hacia otro destino.
El objetivo de mi viaje era convencer al Jefe del MIR en el exterior de
que me autorizara a recibir instrucción militar y regresar a Chile. A Pedro
también le interesaba lo mismo, pero estaba consciente de que eso sería muy difícil.
Escribió una carta argumentando que, contra todos los rumores que por ahí
corrían, se sentía bien y estaba en condiciones de enfrentar un duro
entrenamiento previo al regreso. Yo debía llevar la carta y además avalar con
mi testimonio que él gozaba de buena salud. Lo de la carta no era problema,
pero esperaba que no me preguntaran por su salud.
Hasta París todo resultó perfecto. Llegué sin retraso a la Gard du Nord donde me esperaba Ximena. Después
de los abrazos, Ximena decidió pasar a un negocio, compró 2 paquetes de dulces,
me los pasó y me dijo:
–Ponlos en tu mochila y cuando lleguemos a casa se los das de regalo a
mis hijos.
Ese ítem no lo habíamos considerado. Lo que no me explico es como supo
que no les llevaba nada.
Lo primero que me enteré es que Edgardo había abandonado París unos
días antes, sin despedidas. Eran muy pocos quienes sabían esto y era mejor no
andar averiguando nada, así que mejor me relajaba e iba a conocer el Barrio
Latino, a pasear por calles cuyos nombres me eran vagamente familiares, porque
en ellas solían encontrarse La Maga y Oliveira y yo jamás me había imaginado
pisando las mismas veredas que esos seres fabulosamente comunes y corrientes, que
de alguna forma nos representaban a todos nosotros, aunque hablaran en
argentino.
No había nada que hacer, salvo hacerle caso a mi amiga y emprender el
regreso que igual tenía un itinerario exacto donde combinaba el viaje en 2
trenes y luego el barco en que cruzaría de Kiel a Gotemburgo. Me hubiera
gustado seguir a Portugal a ver la Revolución de los Claveles. Lo pensé toda
una tarde, pero sin plata y sin conocer a nadie a quien pegarle en la pera no
era ese un destino posible, además los claveles ya habían comenzado a
marchitarse.
Todo anduvo bien desde la Gard
du Nord en París hasta Kiel, salvo por un pequeño detalle que no había
presupuestado aquel loco de Gotemburgo y del que me enteré apenas me bajé del
tren y me fui a las oficinas de Stena Line. No sé como expliqué que quería un
pasaje a Gotemburgo, pero más difícil debe haber sido entender que el barco
había partido hacía una hora y no había otro hasta el día siguiente. En
realidad no es que no pudiera entender, sino más bien no lo podía creer. No fue
complicado sacar la cuenta de que me faltaban 23 horas para abordar el barco de
mis sueños, que aunque fuera un modesto transbordador para mí era un crucero de
lujo.
Las primeras horas fueron fáciles y quizás hasta entretenidas, las
tiendas de un pequeño Centro Comercial estaban abiertas y eran confortables,
calefaccionadas y llenas de cosas lindas que no podría comprar porque después
de adquirir el pasaje quedaron en mis bolsillos unos 10 marcos que era casi
nada para sobrevivir un día y medio contando lo que faltaba para subir al barco
y luego llegar hasta Gotemburgo que en ese momento era volver a casa, aunque
ahora me suene extraño.
Pronto mi nariz detectó un exquisito olor a pan caliente que me llevó
como hipnotizado a una gran panadería, compré una cosa que parecía una tortilla
y me la devoré con ansiedad, lo que me dejó satisfecho, pero medio atorado.
Seguí paseando por las tiendas, tratando de no llamar la atención para que no me fueran a
echar a la calle unos gorilas de uniforme que me parecían policías, aunque bien
podían haber sido vigilantes privados.
Con tanto caminar, la tortilla bajó demasiado pronto y el hambre
empezó a molestar una vez más, pero debía ser cauteloso con los gastos, aún
quedaban muchas horas hasta mi destino, aunque prefería pensar solo en las
horas que faltaban para subirme al transbordador, porque tenía el
presentimiento que en cuanto pusiera un pié en la nave de mis sueños todo se
habría arreglado. No sé de donde habría sacado esa idea loca, pero como se
trataba de una idea útil no la dejaba alejarse de mi mente que divagaba más de
lo normal.
El almuerzo lo había pasado por alto con gran displicencia sin dejarme
llevar a la depresión. Había encontrado un baño, lo que significó un alivio
para las tripas y el descubrimiento de que el agua disimulaba bastante el
creciente apetito que sentía y aprendí el verdadero significado de la palabra
empiparse.
A la hora de tomar onces me compré otra tortilla y un café, pero en
esta ocasión fui más precavido y solo comí un pequeño trozo de ese pan extraño
al que le decía tortilla solo para sentirme en casa, el resto lo guarde en la
misma bolsita en que me lo habían entregado.
Para mí la noche cayó cuando cerraron las tiendas y el Centro
Comercial mismo. Sospecho que había empezado antes que me viera
expulsado del único refugio tibio que había en esa ciudad que desde ese momento en
adelante sería la más inhóspita que he conocido, sin contar por supuesto a mi “Santiago
ensangrentada” entrañablemente inhóspita y querida. No me quedaba más que la
calle fría y silenciosa. Hasta ese momento había estado escuchando todo el día,
sin darme cuenta, esa música neutra, sin gusto a nada, típica de las tiendas y los
supermercados. Ahora me esperaba el silencio, estaba cansado pero había que
caminar hacia donde fuera, pero sin alejarme demasiado de los sitios que
ubicaba que eran solo 2 además del ya cerrado Centro Comercial, estos eran la
Estación de trenes donde había llegado esa mañana y el Puerto del que no había
podido partir.
La noche era mi amiga, desde que me había reconciliado con ella al
dejar atrás mi infancia en la que le temía sin motivo. Como adolescente fui su
amigo y ya en la juventud había empezado a amarla, pero esa noche silenciosa,
solitaria y fría no era para nada atractiva. Me sentía traicionado, esa porquería
no podía ser la noche amiga, la noche querida y esperada cada día, durante todo
el día.
Estación Central de Kiel |
Mis pasos me llevaron sin planearlo al punto de partida de esa
aventura solitaria: la Estación de Ferrocarriles. Ésta estaba completamente
solitaria, pero con sus puertas abiertas para pasar a los andenes, las salas de
espera estaban cerradas. Pero ahí en una línea había un tren enorme
completamente iluminado y de entre sus ruedas salían unas nubecitas de vapor
que le daban vida y anunciaban alguna tibieza. En la punta del andén un letrero
indicaba su destino: Moscau decía o
algo así, después de todo ya han pasado 37 años desde esa noche y no me voy a
acordar de cada detalle, pero era clarísimo que el destino era Moscú la capital
del Imperio del Este.
Me acerqué al tren pisando en la punta de mis helados pies, pues la
estación tendía a amplificar los sonidos lo que multiplicaba las posibilidades
de tener un encuentro cercano con un ser casi humano vestido de uniforme. Subí
sigiloso y rápido y me senté por fin en un comodísimo asiento. El tren estaba
calefaccionado, lo que me parecía un milagro. Mis ojos empezaron a dar unos
parpadeos cada vez más largos y comprendí que estaba al borde del sueño que me
arrastraba con la fuerza de una locomotora. No podía darme el lujo de dormirme
y despertar en Moscú sin un rublo en los bolsillos y sin una palabra ruso en mi boca.
De pronto me vi transportado a una clase de francés con Monsieur Aguilera. El Tercero A en pleno
cantaba La Place Rouche était vide,
devant moi marchait Nathalie, Il avait un joli nom mon guide Nathalie pero tristemente
llegamos a lo de boire et chocolat y me quedé pegado en la idea del chocolate
caliente, la comida puede convertirse
fácilmente en una obsesión cuando escasea.
Después de esa ensoñación me di cuenta que la lucha por no dormirme
sería dura y requería toda mi concentración, sobre todo si me atrevía a cerrar
los ojos por algunos segundos. En eso estaba cuando apareció ante mí un abominable
ser que profería insultos terribles en la lengua de mis antepasados y aunque de
alemán no sabía nada los entendía clarito como si tuviera telepatía. Me paré
antes que Hulk llegara hasta mí y salté de su porquería de tren. Acaso tenía
ganas de ir a pasar hambre donde el camarada Brezhnev que además era un cagón
que no había querido prestarle plata al compañero Allende para no enemistarse con el
Imperio del Oeste. Otra cosa era Lenin, pero ya hacía mucho tiempo que estaba
enterrado y su tumba convertida en atracción para los turistas y a pesar
de eso, era lo único rojo que quedaba en esa Plaza Roja enorme y vacía, La Place Rouche était vide…
Salí con paso firme de esa Estación haciendo resonar por todo lo alto
los gruesos zapatos que me protegían del frío, con la esperanza de
interrumpirle el sueño a algún cabrón, ojalá al jefe del que me había sacado
del tren, para que despertara de mal humor y lo insultara por cualquier motivo.
Después de todo, había capeado
el frío por algunas horas y me sentía bastante recuperado. Caminé por la
callejera exposición de esculturas de hielo acercándome al Puerto, tarareando
los trozos más recordados de la canción de Gilbert Bécaud. La Place Rouche était blanche, la neige faisait un tapis, si por lo
menos hubiera nieve Kiel se vería más suave y bonita, así es la nieve a
diferencia del hielo que produce unas figuras retorcidas de una belleza
terrible.
Il avait des cheveux blonds, mon guide Nathalie, Nathalie … bueno si me encontrara con una rubia por aquí
la cosa no estaría tan mal y si fuera mi guía y me llevara a los lugares
amables que debía haber en cualquier lugar del mundo todo mejoraría bastante y
si se llamara Nathalie…
Llegué a un sector donde terminaban los edificios y había algunas
casas rodantes aparcadas, al acercarme salieron a recibirme algunas damas de
melenas rubias y de faldas demasiado cortas para enfrentar ese duro clima, se
acercaron y me hablaron en distintos idiomas, pero sobre todo en el universal lenguaje
del ofrecimiento sexual. A esas alturas
del cansancio y del frío que no me dejaban sentir ni hambre tenía más interés por
la cama que por el sexo y las pocas monedas que tenía en mi bolsillo, solo
hubieran servido para ofender a la más indigna de las putas.
–¿Celui qui de vous s'appelle Nathalie?– pregunté sin saber porque lo hacía.
–Je suis votre Nathalie, mon amour– respondió la rubia de la melena
más larga
–C'est un joli nom, mon amour– le dije como si eso lo explicara todo
y continué mi camino, callando que no tenía plata ni para hacer cantar un ciego.
Esas frases, en el francés del Liceo apenas refrescado por una semana
en París, eran lo único que había dicho a otro ser humano desde hacía muchas
horas, por suerte se me había ocurrido cantar, de lo contrario a esas alturas ya
habría perdido la capacidad de articular palabras.
Seguí
caminando en dirección al puerto y milagrosamente lo encontré
abierto, la sala de espera era fría y no se parecía en nada al tibio
tren que
me había cobijado, pero servía para aguantar hasta que llegara el
transbordador.
Entretanto encontré en mi bolsillo un pedazo de pan que sabiamente había
guardado y empecé a comerlo despacito. Mala idea. Cuando subí a bordo
llevaba
un hambre de león y solo 2 marcos en el bolsillo. Eso alcanzaba para un
café
que aunque le pusiera mucha azúcar dejaría el hambre intacta y mis
tripas
definitivamente no querían eso. Me acerqué a la maquinita de casino que
había
en el restorán del transbordador, metí un marco en la ranura, bajé la
palanca y
… tup-tup una pera, … tup-tup un trozo de sandía, … tup-tup una naranja,
… tup-tup un plátano, ... tup-tup
un racimo de uva y nada, el tutti frutti no sirvió para nada, ni
siquiera para salvar mi moneda,
lo que consideré injusto porque era difícil no tener ni una fruta
repetida, pero
no iba a discutir con una máquina. Ahora ya no había marcha atrás un
marco no
alcanzaba para nada, así es que no dudé. Saqué el último marco cerré los
ojos y
bajé la palanca … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup … …
y seguía con los ojos cerrados, después del silencio … empecé a
escuchar una música maravillosa: plink, plink, plank, plunk,
plink y más plink y más plink… abrí los ojos y vi un montón de
relucientes monedas, suficiente
para comprar un plato caliente, un kuchen y un chocolate con leche. Era
hora
del desayuno, siempre he escuchado que es la comida más importante del
día y
ese día lo fue.
Epílogo soñado
Dormí como un bebé mecido por las olas del Báltico viajando hacia
Gotemburgo durante 13 horas. Cuando duermo de día no tengo pesadillas, solo
buenos sueños. Después de lo pasado tuve uno de los mejores de mi vida.
Soñé que casi desbancaba un casino flotante, compraba un avión extraliviano y
volaba a Chile para llevarle plata a los compañeros.
Aunque no hay nada que lo confirme, debe haber sido la noche en que mi
hermana Esmeralda tuvo una pesadilla en
la que yo llegaba a su casa de Chillán, en un pequeño avión y ella tenía
tremendo lío para esconder la navecita en su garaje, después de desmontarle las
alas que fue lo que más trabajo nos dio. Su angustia era, no sólo porque me pudiera haber
visto algún sapo, sino porque tenía que explicarle a sus hijos que no podían
contar a nadie que su tío había regresado.
Mateo
Con tantas cartas, a Neandro, se le estaba soltando la mano para escribir y aunque su formación truncada de ingeniero no le servía mucho en este campo, la práctica de escribir cartas y leer las amenas y hermosas cartas que su padre envíaba regularmente le había despertado las ganas de contar en forma escrita lo que a veces contaba en pequeños grupos de compañeros chilenos que se reunía a planear el regreso o a ejercitar la nostalgia que al final era más o menos lo mismo.
Con tantas cartas, a Neandro, se le estaba soltando la mano para escribir y aunque su formación truncada de ingeniero no le servía mucho en este campo, la práctica de escribir cartas y leer las amenas y hermosas cartas que su padre envíaba regularmente le había despertado las ganas de contar en forma escrita lo que a veces contaba en pequeños grupos de compañeros chilenos que se reunía a planear el regreso o a ejercitar la nostalgia que al final era más o menos lo mismo.
Todos los caminos conducen a Roma
Dedicado a Sonia Monreal a quien nunca di las gracias
Me puse
unos calzoncillos y encima me puse otros calzoncillos, luego pensé “ahora puedo
decir con justicia que llevo un par de calzoncillos”, pensé eso nomás porque no
había tiempo para divagaciones de esas que se me dan tan bien. Luego me puse un
par de calcetines y encima otro y no pensé nada al respecto porque ya había
llegado alguien a buscarme, aunque tuve conciencia que lo que estaba haciendo
era una típica solución Schilling.
Soluciones Schilling® es la marca registrada de
ciertas formas originales –a veces acertadas, otras no tanto- de resolver
problemas sencillos y cotidianos. La primera de estas creaciones que recuerdo
debe haber sido cuando tenía unos tres o cuatro años. Era verano en el campo y
mi hermana mayor y un primo habían planeado una excursión. Yo no me la quería
perder ante todo para ir con los grandes, pero también porque irían al Cerro de
la Cruz y por ahí había un eco bien conversador que a mí me fascinaba. También
había una vertiente donde prepararíamos agua con harina tostada y azúcar para
acompañar unos sanguchotes que contendrían una variedad impresionante de
ingredientes en una combinación bastante original, algo así como mantequilla, miel,
queso, manjar y quesillo, si es que me acuerdo de todos..
El
problema, entonces, era que no me sabía vestir solo y mi hermana mayor no iba a
hacerlo. La solución era fácil, me tenía que poner el piyama sobre la ropa y
así al día siguiente bastaría sacarme el piyama y estaría listo para salir. A
veces una idea brillante se echa a perder por una exageración, parece que en
esta ocasión ese fue el caso porque en medio de la noche desperté muy incómodo,
casi no podía moverme y con una sensación extraña en todo el cuerpo. Me dio
miedo y llamé a mi mamá para que me ayudara y ella descubrió que estaba
durmiendo con zapatos. Eso me pasó por llevar las cosas demasiado lejos, en caso contrario, todo hubiera
andado bien.
Hago un
esfuerzo y mi mente regresa al presente que está fluyendo en forma acelerada.
El problema, en este momento, es llevar una muda de ropa sin ocupar las manos
que deben estar completamente libres en esta excursión que me llevará mucho más
lejos que al Cerro de la Cruz de mi infancia. Pensé en que podía haberme puesto
un tercer par de calzoncillos, pero los que usaba eran de esos chiteco bien gruesos y quizás empezaría a caer en la
exageración y ya había aprendido algo sobre eso.
Terminé
de vestirme con una polera y una camisa, un suéter y una chaqueta liviana. En
la sala me esperaba un cura vestido de negro, con una camisa con cuello redondo
y una biblia grandota. Apenas estreché su mano hice la pregunta más estúpida
del mundo: ¿usted es cura de verdad? Fue
de esas que uno no termina de pronunciar y ya se ha arrepentido tres veces. Sin
embargo, el no se lo tomó mal, sino que lo encontró divertido o aprovechó la
ocasión para bromear, reírse y bajar la tensión que tenía todo el asunto. Yo
creo que la culpa la tuvo mi jefe que andaba con una pinta parecida y dentro de
la biblia llevaba una Colt 45. Por supuesto, mi jefe nunca fue cura.
- ¿Y a
cual embajada nos vamos?- Dije, para seguir con las preguntas inteligentes.
- No te
preocupes, todos los caminos conducen a Roma- respondió dándoselas de
enigmático y agregó- Vamos pronto al carro, queda mucho cosa para hacer- y ahí
mismo me di cuenta que además de cura era gringo.
Abracé
a mi prima Sonia y le dije al oído que la pistola de Octavio estaba en el cajón
de mi velador y partí con el cura.
El
“carro” era una citrola bastante rasca que pasaba piola, pero no serviría para
arrancar si era necesario. Para pensar en otra cosa le pregunté de cuál
congregación era.
- Maryknoll,
no es muy famosa en Chile, pero en Estados Unidos es importante.
Tuve
que reconocer que jamás la había oído nombrar, pero eso no era extraño porque
las cosas de la Iglesia no eran mi fuerte.
Por
suerte, llegamos pronto a un convento o algo así, que quedaba en el
barrio Providencia, donde conocí a quienes serían mis compañeros de aventura:
tres hombres y una mujer, jamás había visto ninguno de esos rostros, lo cual me
extrañó y me inquietó. Otro poco de adrenalina no me venía mal para enfrentar
lo que viniera.
Mientras
tomábamos once, el cura que me había recogido nos explicó que éramos los cinco
más complicados de un grupo de unos treinta que tenía que ingresar a la
Nunciatura Apostólica –la embajada del Vaticano por si no lo saben- el problema
principal era que por fuera de la embajada había vigilancia policial –dos pacos
de punto fijo y con metralleta– dijo en perfecto chileno.
El plan
que nos explicó era simple e inteligente. Atrás de la Nunciatura
estaba la Embajada de Francia que ya no recibía refugiados y por eso no tenía
vigilancia policial, además el acceso era por una calle bastante secundaria
donde no habría muchas personas circulando. Tendríamos que escalar por el
portón de metal y guiándonos por un mapa que me entregó a mí debíamos ubicar la
muralla divisoria con la Nunciatura, saltarla y quedar esperando hasta el día
siguiente y cuando llegara un cura debíamos pedirle asilo. En la Embajada de
Francia había un cuidador que sabía lo que haríamos y no escucharía
absolutamente nada. Seguramente era él quien había hecho el mapa que llevaba en
el bolsillo de mi camisa.
Nuestra
versión debía ser que entramos por la
reja del frente de la Nunciatura Apostólica, en un descuido de los carabineros
que la custodiaban. De este modo guardaríamos el secreto del acceso a través de
Francia porque el segundo grupo debía ingresar por la misma ruta.
Los organizadores
de la operación darían la noticia de nuestro asilo a las agencias
internacionales de noticias, para hacer más improbable la acción de la Dina que
había ingresado anteriormente a la Embajada de Rumania y se había llevado a los
que solicitaban asilo, con la complicidad del gobierno de Ceaucescu.
Todo se
veía bien, la hora de partida debía ser apenas empezara a obscurecer para que no nos
sorprendiera el toque de queda que debe haber sido a las 10 de la noche. El vehículo:
una Volkswagen Combi medio hippie. El chofer: el cura gringo.
El plan
estaba bien pensado, la distancia que recorrimos fue pequeña, apenas algunas
cuadras hasta llegar a la Embajada de Francia. La Volkswagen se detuvo justo
frente al portón negro.
- Ahora
deben saltar el portón y guiarse con el mapa. ¡Qué Dios los bendiga!
Esa fue
toda la despedida. Nosotros bajamos en silencio, murmuramos un adiós y nos
enfrentamos a un portón altísimo y muy liso, no había de donde agarrarse, no
sabía como iba a subir cuando un grandote me agarró y me lanzó hacia arriba con
tal fuerza que casi paso de vuelo hasta el otro lado. Me alcance a tomar del
borde y dejarme caer al otro lado sin problemas. La primera barrera había sido
superada.
Los
cinco estábamos bien y del lado correcto del portón. El cuidador tiene
que haber sabido muy bien eso de hacerse el sordo, o quizás era sordo de
verdad, eso no lo explicó muy bien el cura. El portón metálico había
sonado como cinco truenos de la mejor tormenta que pudieramos imaginar y
nadie dio señales de vida. Yo tenía el mapa y trataba
de entenderlo, pero no correspondía exactamente con lo que veíamos.
Seguramente
el mapa no había sido dibujado por el cuidador, sino por alguien que lo había hecho de memoria y que no tenía
tan buena memoria porque la muralla señalada no iba dar a la casa de atrás como
nos habían explicado sino más bien a una casa del lado. Expliqué mi teoría a
los demás y estuvieron de acuerdo. Decidimos entonces saltar a la casa de
atrás, aunque no fuera la ruta señalada en el mapa.
Llegamos
a una especie de parque con grandes árboles, donde había una cancha de bochas,
más allá había una mansión que parecía deshabitada, un jardín con rosas y un
enorme césped que invitaba a jugar una pichanga, todo esto terminaba en una
reja y luego la calle donde dos carabineros armados con subametralladoras Karl
Gustav se paseaban lentamente.
Este
último detalle nos confirmó que habíamos tomado la decisión correcta. Sólo nos
quedaba ocultarnos entre los árboles y esperar la llegada del día. La noche fue
larga, el amanecer lento. El primero en cruzar la reja fue un hombre alto
delgado y de piel muy obscura, casi negra. Pensé que era africano, pero su
rostro era muy fino y sus rasgos definitivamente europeos. Correspondía a la descripción del Secretario de la Embajada, es decir el segundo después
del Nuncio.
Nos
presentamos ante él y le contamos la historia que teníamos preparada.
Neandro
A veces es bueno interrumpir el desorden y dejar que la voz de Neandro se haga escuchar durante un rato y el sagrado orden cronológico recupere su trono mientras pueda.
Vacaciones en El Vaticano
La sonrisa dibujada en la cara de monseñor no se
borraba en ningún momento. En realidad fue sabio entregarle la tarea de
explicar la forma en que entramos a la Nunciatura, a la única mujer del grupo.
Ella no se puso nerviosa, a pesar que la sonrisa de monseñor no correspondía a
la situación que si bien no era directamente dramática, si tenía un trasfondo
muy serio. Yo trataba de darme una explicación silenciosa de lo que estábamos observando
y se me ocurrió que el que había planeado todo y a lo mejor hasta era el autor
del plano, era justamente quien escuchaba la historia con una sonrisa que ahora
me parecía culpable. Culpable de haber inventado una mentira que ahora le
tocaba escuchar pacientemente. Culpable como me sentía yo mismo de estar
haciendo que esa compañera mintiera por todos nosotros.
-Los carabineros se habían metido debajo del techito
que hay frente a la entrada de autos y nosotros vinimos por la otra punta y
saltamos la reja, los cinco al mismo tiempo. Cuando ellos se dieron cuenta ya
estábamos adentro y aunque nos apuntaron con sus armas no podían hacernos
nada.- explicaba Marta al sacerdote. Una historia que hacía agua de
principio a fin, pero que mantenía en resguardo la verdadera ruta de ingreso a
través de la Embajada de Francia y que usarían pronto otros compañeros
Como diplomático que era, el cura, escuchó el relato
sin hacer preguntas ni emitir juicios, solo esa sonrisa que estaba fuera de
lugar. Luego nos pidió la documentación que llevábamos para poder hacer una
solicitud escrita de asilo político y nos invitó a desayunar, lo que nos sonó
simplemente maravilloso, después de una noche en la que no pegamos los ojos ni
un momento.
Después a cumplir con la burocracia, hacer nuestra
solicitud manuscrita y presentar los papeles que teníamos. El que no tenía nada,
nada de documentación era un compañero que se había escapado del campo de
concentración de Ritoque. Yo al menos tenía mi carnet escolar y mi visa para
viajar a Suecia, el carnet de conducir y mi cédula de identidad los había hecho
desaparecer poco tiempo atrás, cuando mi hermano me dio los suyos.
Una vez terminada la burocracia inicial, fuimos a lo
doméstico y tomamos posesión de un departamento que contaba con una pieza y un
baño que estaba fuera del edificio de la embajada y que parecía destinado a un
cuidador, el cual estaba desocupado y fue rápidamente “amoblado” con cinco
colchonetas con sus respectivas frazadas, las cuales inauguramos rápidamente
con una siesta para recuperarnos un poco de la noche insomne y fría que
habíamos pasado.
De a poco fuimos intercambiando nuestras historias,
con mucha desconfianza por supuesto, como podíamos confiar en un fugado de un
campo de concentración, cosa poco creíble en un país que era una prisión del
tamaño del territorio. Nadie había oído hablar de una fuga exitosa por aquel
tiempo, pero también queríamos creer que era posible y preguntábamos lo menos
posible. Cada uno contaba lo que quería y ocultaba otro tanto.
Esa misma noche iniciamos una vigilia en espera del
segundo grupo que debía llegar dentro de poco, usando la misma ruta que
habíamos estrenado nosotros. Sabíamos el camino y la hora que debía ser cercana
al toque de queda, pero desconocíamos el día de la operación. Tuvimos que
esperar unos días para que se materializara la llegada de los otros compañeros.
Esto nos había mantenido expectantes y preocupados. Entretanto habíamos
aprendido a jugar a las bochas un juego italiano que se parecía un poco a la
rayuela, pero que no se jugaba con tejos sino con unas bolas de madera y
monseñor nos llevaba todos los días El Mercurio que nos repartíamos, leíamos,
comentábamos e intentábamos hacer análisis de la situación política a partir de
esa información incompleta sesgada y manipulada, pero que era la única
información con la que contábamos.
Cinco noches después llegó un grupo de nueve
compañeros que era menor a lo que esperábamos. Nos reunimos para explicarles a
los recién llegados que era lo que debíamos hacer cuando nos enteramos que el
grupo que había llegado era solo la mitad, había otro grupo de nueve compañeros
que ya deberían estar allí porque habían salido antes que ellos. Esto nos
alarmó a todos, porque no entendíamos que podía haberles pasado. Nos quedamos
despiertos y vigilantes en espera de que en algún minuto llegaran los que
faltaban. A mí me preocupaba muchísimo que entre los nueve recién llegados no
hubiera ninguna cara conocida.
- ¿Aquí es la Nunciatura?- preguntó un chico con más
cara de despistado que ninguno. No sabíamos distinguir si era del grupo de los
nueve recién llegados o no, pero la
pregunta a esas alturas era extraña, no correspondía.
-Si weón -respondió el negro y echando la talla, agregó:
-Yo soy el Nuncio.
El chico se devolvió unos pasos se trepó a la tapia
por donde habíamos ingresado y lanzó un chiflido como para despertar a toda la
manzana.
-Vengan acá, aquí es la Nunciatura- Dicho esto se
descolgó del muro y fue a conversar con nosotros que lo abrazamos y recibimos
como compañeros.
- ¿Y cuál de ustedes es el Nuncio? - preguntó el chico
haciéndonos reír a todos, porque a esa
hora solo queríamos relajarnos después de tanta tensión.
Finalmente, el grupo había llegado y de a poco nos
fuimos enterando de lo que había pasado con los nueve que se hicieron esperar.
Ellos, como todos, entraron por la Embajada de Francia, pero luego saltaron
hacia otra casa que no era la Nunciatura, pero era grande y estaba vacía, la
recorrieron en silencio y encontraron una libreta de teléfonos con la insignia
de Carabineros, eso que debería haber bastado para que salieran rajando de ese
lugar, fuera de toda lógica, les picó la curiosidad y se pusieron a buscar documentos, información
que le serviría a nadie. Así encontraron documentos que nos hicieron
pensar que estuvieron en la casa de un General de Carabineros. Por cierto, las
mansiones de ese barrio obligaban a pensar que sólo un General podría darse ese
lujo.
Luego habían saltado a otra casa por suerte también
vacía y luego de comprobar que no había nadie, se asomaron a una tercera casa, donde
si había luces y un perro que ladraba diciendo claramente que esa no era la Nunciatura,
las explicaciones eran muy claras y no mencionaban a ningún perro. En ese punto
habían decidido retroceder hasta la Embajada de Francia y enviar un explorador saltando
una muralla distinta a la de la primer intento. Este explorador era el chico
que se había encontrado con nosotros.
A alguien se le ocurrió que nos contáramos para
estar seguros de que no faltaba nadie. Éramos 23, la cuenta estaba correcta,
solo faltaba decidir quién le diría la mentira al cura. El chico se ofreció de
voluntario. Preparó bien su historia, que era aún más inverosímil que la
anterior, porque 18 personas saltando la reja que ahora estaba custodiada por 2
parejas de carabineros hubiera terminado con una masacre. Sin embargo, esta vez
monseñor no hizo preguntas, les dijo que tenían que hacer una solicitud escrita
de asilo y nos invitó a todos a desayunar. Las tazas alcanzaron para todos al igual
que el pan y el queso, por lo que seguí sospechando que él era parte de la
operación. No hice ningún comentario sobre esto, si tenía razón era mejor que nadie
sospechara que contábamos con la ayuda del Secretario de la Embajada del Vaticano.
Un final feliz para una noche tensa que pudo
terminar en un drama más, de los miles que vivió Chile en esos años.
Neandro
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