28.5.20

Estación Dignidad

“No teníamos que llegar a parte alguna,
sólo colocarnos en estado de fuego y allí consumirnos”.
Fernando Pessoa
Tendido en un chinchorro mirando el cielo, cierro los ojos y veo a los samuros volar en círculos sobre mí. Admiro la perfección de su vuelo de una liviandad sorprendente en plumas tan negras, se supone que el negro es un color pesado, pero eso parece que no lo saben los zopilotes. Los círculos que trazan parecen hechos con compás, calculo cual es su centro y mucho me parece que soy yo mismo y más exactamente mi ombligo. Mala señal, no es necesario ser muy pillo para entenderla, es como ver a La Pelona en persona. Es inútil no podré dormir, tendré que ir al psiquiatra a decirle que tengo insomnio de siesta y eso puede ser grave, claro que más grave es que tendría que pagarle al doctor con un saco grande de billetes y créeme que no exagero. Quizás me dé licencia, pero como estoy cesante no me va a servir de un coño y lo peor es que se me ha metido en la cabeza que para escapar de todo esto, necesito imperiosamente tomar un tren, pero en este país de mierda no hay un solo miserable tren.
De pronto me acuerdo que sí, que sí hay un tren allá en un parque en Los Teques, una vez anduve en él, no va para ninguna parte, pero eso no importa, es el único tren y tengo que tomarlo. Me pongo el barbijo, los guantes, mi jockey de beisbol y las gafas, coloco la botella de agua y un saquito de bolívares en la mochila y parto en bicicleta hacia Los Teques. Quiero dejar la bici estacionada a la entrada del parque, es una excelente mountain bike testigo de épocas mejores, pero no hay estacionamiento y he olvidado traer la cadena y el candado que no sirven de mucho, pero dejarla así no se puede, sería como regalarla, si tuviera un papel de colores la envuelvo y la dejo como un presente para el que la vea. Pero en la puerta no hay nadie. Digo puerta por decir algo porque es una barrera rojiblanca como las de un paso ferroviario, que detiene a los carros, pero no a mi cleta y a mí. Entro sin pagar y sigo caminando. En algún lado está la Estación El Encanto, a lo lejos escucho un pitazo que me urge, eso es verdadera música para mis oídos, había temido que ya no funcionara, hacía muchos años que no visitaba ese lugar. Pero ese pitazo que me apuraba era una magnífica señal, como no había transeúntes monté mi bici y me dejé llevar por el sendero los pitazos que no cesaban, me guiaban a mi destino, la Estación El Encanto.
Me he puesto el barbijo, por si me encuentro con alguien, pero nada, soy el único visitante y los guardaparques deben estar durmiendo por ahí. Un pitazo largo e insistente me apremia, doblo el último recodo y la máquina emite un bufido como diciendo “ya estaba bueno que llegaras”. Los carros son de madera, muy bonitos. Siento que debo subir de inmediato y como no hay nadie, a nadie tengo que convencer de que me permita subir con mi bicicleta. Le consulto ¿quieres ventana o pasillo?, puedes elegir” y  respondo yo mismo “ya sé que prefieres pasillo es más cómodo para ti”.
    Un remezón y un estruendo de fierros oxidados me anuncia la partida.
    ―Aquí vamos le digo a mi compañera de dos ruedas, afírmate bien―, afortunadamente ella que sabe bastante de equilibrio, se mantiene en silencio, la locura corre solo de mi parte, ella no conversa con humanos.
    Me he acomodado bien en la ventana, pero después de un par de curvas que me permiten apreciar la belleza del paisaje verde y brumoso que me infunden la calma que quizás buscaba sin saberlo. Siento nostalgia de trenes abandonados en las cercanías del mar de mi adolescencia, allá en Constitución. Estaban diseminados sin lógica alguna en medio de una inmensidad de piedras y arena que dejó el mar cuando se retiró indignado porque los hombres querían construir un puerto. Así, en medio de esa ensoñación casi no me doy cuenta donde estoy, hasta que veo que estamos suspendidos sobre las copas de los árboles que se abrazan allá abajo arropados por una niebla protectora.
Entretanto, ni señas del conductor. Mejor que ni se aparezca porque me puede tocar uno de esos pesados y quizás le dé por cobrarme pasaje por mi compañera de dos ruedas, mejor no le dirijo la palabra, para no darle argumentos para un eventual cobro. Sobre el asiento que hay entre ella y yo encuentro un folleto informativo, que habla de 21 túneles y otros tantos pasos elevados que van uniendo las montañas, me imagino que eso sería cuando el fin de la línea estaba en la ciudad de Valencia. Bonito número pienso y sin duda ese pensamiento me hace bajar la guardia, lo cual no es recomendable en estos tiempos, ya hemos entrado al primer túnel es cortito y da una pequeña curva. Apenas alcanzo a sentir un leve murmullo de admiración alrededor mío, no estoy muy seguro porque todo sigue normal, deben ser ideas mías solamente.
―¿Escuchaste eso?― le pregunto con voz inquieta a la cleta, aunque me había propuesto no hablarle, porque es imprudente hacerlo sobre todo ahora en que estoy solo, pero tengo la sensación de estar rodeado de personas.
    Automáticamente me he colocado la mascarilla tapando mi nariz y boca, he vuelto a estar alerta, tenso, con la oreja tratando de captar cualquier sonido, pero solo logro escuchar el rumor de la selva, que se parece al de un mar sin gaviotas. La bicicleta ha comprendido mi actitud y guarda riguroso silencio.
    Y aquí vamos otra vez, nos dirigimos directo al muro duro de la montaña, viene otro túnel, voy atento a los sonidos, también este tiene una curva y luego otra en sentido contrario, es una ese, lo que produce un bamboleo y luego de nuevo aquel murmullo de gente entre chacotera y asustada. Ahora he escuchado con claridad, en el murmullo he distinguido hasta voces infantiles, sonidos que no pueden venir ni de la selva ni de la niebla, son sonidos que están allí conmigo, me alegro tanto de no estar solo, me alejo de la ventana y abrazo a mi flaca y siento que de alguna manera sus huesos de aluminio aceptan mi abrazo y me consuelan.
    Abrazado a ella soy capaz de cruzar todos los túneles y lo que sea que falte para llegar a mi destino. Viene el tercero y pienso, la tercera es la vencida, si hay algo que escuchar lo escucharé sin miedo. Y dicho y hecho, el túnel es más largo que los anteriores, primero hay silencio, pero al prolongarse la permanencia bajo la montaña, se escuchan comentarios “este si es largo” dice un caballero con voz que quiere ser serena, “mamá, tengo miedo” dice la voz sincera de un niño, y luego “¿porqué no prenden la luz?” dice una señora preocupada.

Como hay momentos en la vida en que todo tiende a empeorar y parece que este es uno de esos. Sucede lo que no debiera ocurrir. El tren se detiene, el ruido de la locomotora se ha silenciado, siento que un tropel de gente se mueve hacia la puerta, se empujan y atropellan. Pienso, “los fantasmas se comportan igual que las personas”. Yo espero abrazado a mi compañera, espero que pase la avalancha y luego me levanto y los sigo apoyándome solo en el oído, porque no se ve nada de nada, mis ojos ya deben haberse acostumbrado a la obscuridad, pero no se ve nada, es como si la mascarilla hubiera tapado mis ojos, pero no, está bien puesta, mejor que nunca.
Desciendo con cuidado y allá no muy lejos veo una luz roja que se balancea como llamándome, entre el tren y la roca de la montaña parece haber un sendero, trato de caminar por él aferrado a mi chanchita y la luz roja se aleja, no puedo perderla apuro el paso, pero en la obscuridad todo es difícil, siento una angustia opresiva, cuando escucho.
    ―Móntate, que así vamos a perder al guardagujas y su luz es lo único que nos señala el camino en este laberinto de túneles al que me trajiste.
    Aquí se jodió la vaina, ahora nadie me libra del psiquiatra, ¿qué le voy a decir al loquero?  “doctor, tengo una mountain bike que se entromete en mi vida y me dice lo que tengo que hacer”.
    ―No digas tonteras, tu empezaste a conversarme hace tiempo y yo calladita sin decir nada, pero ahora si no me haces caso nos quedaremos para siempre bajo la montaña.
    El guardagujas se alejaba cada vez más, así que no tuve más que decir, monté en mi compañera y partimos titubeantes.
    -Deja que en este baile sea yo quien te lleve, tú estás muy asustado para hacerlo bien, solo aférrate a mí porque voy a acelerar.
    Y así fue, los pedales estaban quietos mientras las ruedas adquirían una velocidad de vértigo, adelante la luz seguía a la misma distancia, si yo hubiera mantenido el control ya lo hubiéramos perdido, esa luz roja representaba nuestra única esperanza. Me di cuenta que el túnel descendía y que tal vez a eso se debía la velocidad y no a que la bicicleta hubiera tomado el control, ya estaba dudando de que me hubiera hablado cuando me dijo.
    ―Ahora, ya no necesitamos al guardagujas empezaremos a subir hasta una estación y vas a tener que pedalear un poco, así haces algo de ejercicio y no te quedas dormido.
    ―¿Cómo se llama la Estación?
    ―Estación Dignidad, allí no te podré hablar para no llamar la atención de la policía que creo que aquí les dicen pacos. Pero lo que tienes que hacer es fácil, debes salir a lo superficie y abrir bien los ojos.
    ―Pero yo no conozco ese lugar.
    ―Está en el corazón de Chile, ya lo vas a reconocer. Una vez te subiste a la estatua de ese caballo que transporta a un general. Allí encontrarás a tu hermana que te está esperando. ¿Llevas las gafas puestas? Y no olvides hablarme de vez en cuando, lo encuentro tan tierno.
    Fue lo último que me dijo, el sendero terminó en una escalera que desembocó en otra y solo tuve que hacer el esfuerzo de subir, para llegar a la calle. Cerré los ojos un rato, para poder ver algo, a pesar de las gafas sentía un exceso de luz, la estatua del caballo estaba allí solemne e inmensa, con el sol como fuego a su espalda. En una escalinata de acceso estaba sentada mi hermana, mirando el reloj impaciente.
―Ya estaba bueno que llegaras― bufó la bruja regañándome en lugar de saludarme.
―Y tú ¿cómo sabías que venía?― le pregunté, adivinando que la respuesta tenía que ver con esa conexión especial que nos permitía jugar a la telepatía cuando éramos niños.
A modo de respuesta me mostró una carta del tarot: EL Loco
―Ahora si te volviste bruja profesional, hermana.
―Este eres tú― dijo en un tono que no admitía réplica. Yo me encogí de hombros.
La segunda carta que me mostró fue El Carro, que extrañamente tenía dibujada una bicicleta.
―Mis cartas están mutando, pero El Carro es un viaje, aunque sea en bicicleta.
―Esta otra es completamente nueva, apareció en el mazo apenas ayer. Se llama La Dignidad y mira el dibujo.
Era la estatua ecuestre con un fondo de fuego, tal como la vi al salir a la superficie cegado por el sol.
―Y ahora vamos a tomar el tren, que los demás están en La Esperanza, donde estoy reuniéndolos a todos.
Miro hacia el cielo, ningún jote vuela el círculos sobre mi cabeza. Me siento aliviado.
―Vamos, hermana, adonde tu digas.
Mateo Juan
 

21.5.20

Tren al Sur


Para Patricia, en medio de la pandemia y la revuelta.
Y no me digas pobre
Por ir viajando así
No ves que estoy contento
No ves que voy feliz
Viajando en este tren
En este tren al sur
Tren al sur
Tren al sur”
Los Prisioneros
          Habían cruzado una parte extensa de la ciudad para alcanzar la Estación Central de trenes, lo habían hecho con extremo cuidado, buscando eventuales refugios en los zaguanes de las antiguas viviendas, confundiéndose con las sombras proyectadas por los muros para sortear la vigilancia ejercida por los soldados apostados en diversos puntos de la urbe o que transitaban en pesados camiones de guerra.
          Tanto Ilana como Arrar, así como el grueso de los habitantes, habían perdido la noción del tiempo y les resultaba imposible recordar cuándo, en qué preciso momento, hace cuántos meses (¿años?) ante el advenimiento de la peste y aprovechándose de ella, los gobernantes civiles habían impuesto el estado de sitio y el toque de queda para impedir los procesos sociales democratizadores en los que el pueblo exigía justicia, igualdad de derechos y dignidad después de haber vivido durante décadas una siniestra dictadura militar.
          La prolongada caminata los había extenuado y la tensión y la incertidumbre se habían exacerbado en ellos. Observar y recorrer las calles de la  ciudad, donde habían nacido y vivido siempre, ahora plagada de amenazas, sin árboles, con los parques y plazas depredados por el paso de los carros de asalto, había conseguido acrecentar en ellos un sentimiento profundo de derrota y la necesidad de hacer algo, lo que fuera, para cambiar esa situación.
          Todo lo experimentado durante ese tiempo imposible de cuantificar les había conducido de manera irrevocable a la determinación de alcanzar la estación de trenes y tomar, a como diera lugar, uno que los condujera a un paraje distinto, liberado de las lacras y fantasmas que imperaban en la metrópoli.
          En pocas horas hicieron los preparativos: un par de bolsos de mano y sendas mochilas. Antes de abandonar la vivienda que alquilaban en una población en la periferia de la ciudad, se pusieron mascarillas protectoras y guantes. Luego salieron a la noche sin volver la mirada.
          Les impresionó ver que la entrada principal del hospital más importante de la ciudad se encontraba atestado de ambulancias con pacientes agonizantes en su interior y moribundos tendidos en las aceras. La peste había llegado súbitamente sobre el territorio y sus habitantes, tomándolos por sorpresa y trastocando el curso de sus vidas de manera dolorosa y permanente. La cotidianeidad se había convertido en un tormento.
          Después de recorrer una treintena de calles y tomando atajos, a pesar del frío y la humedad reinantes sintieron en sus cuerpos el cosquilleo de una transpiración tibia y pegajosa como resultado del esfuerzo.
          Al llegar, avanzaron subrepticiamente por los costados del edificio de paredes amarillas y pintura desconchada, hasta ganar una de las entradas laterales de la estación de trenes cuya techumbre ferruginosa aumentaba el aspecto fantasmagórico de la estancia sumida aún en las sombras de la noche.
          En el andén principal se encontraba apostada una locomotora antigua, negra con guarniciones y molduras rojas, más una docena de vagones acoplados que parecían permanecer flotando en una niebla dantesca que invadía todo el suelo de la estación sumida en el más absoluto silencio.
          Se miraron buscando cada uno en los ojos del otro la seguridad que tanto necesitaban para creer y convencerse de que su acto los llevaría, tarde o temprano, a hacer realidad el sueño de dejar atrás ese tiempo nefasto. Se devolvieron una mirada esperanzada, cargada de valor para enfrentar el momento que sobrevendría.    
          Caminaron sin emitir ruido alguno en dirección al último carro, el más próximo de la hilera, pero un sonido casi imperceptible, como un rasguño suave, les llamó la atención, asustándolos. Un gato cruzó ante ellos mirándolos con curiosidad y, al parecer, un dejo de complicidad y simpatía.
          Antes de llegar a la portezuela del carro se percataron de una luz verdosa oscilando a cierta distancia por sobre la niebla que flotaba a ras de piso y, aproximándose a ellos, un hombre grueso, de mediana estatura y cargado de hombros, de rostro pálido, desdentado y mirada oculta tras lentes oscuros, que con gesto agresivo les detuvo e interpeló:
          —¿Dónde van?  ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Qué significa esto? 
          —Vamos al sur… —respondió Ilana, con voz segura. Tenemos nuestros pasajes.
          —Pero entonces tendrán que esperar…, este tren no va al sur ni al norte, no va a ninguna parte… Además, esos pasajes no son oficiales, seguramente falsos, inservibles…—aseguró el hombre, mostrando sus dientes corroídos.
          —Tenemos pasajes y, según se nos dijo, este es el tren que nos corresponde— repuso Arrar.
          —Miren, yo sé todo lo que pasa o no pasa aquí, nadie me va a venir a decir otra cosa. Si les estoy diciendo que no hay ningún tren que vaya al sur es por algo, ¿entendieron?
          El hombre los miró fijamente, con rabia contenida, como si encarnasen el desacato y la rebeldía ante su mandato. Mas, de pronto un rumor, al principio leve y lejano, pero pronto sordo y creciente, atrajo la atención de los tres.
          Por las puertas laterales del recinto, una silenciosa columna de personas, mujeres, hombres, niños, viejos y jóvenes, comenzó a ingresar al gigantesco galpón de la estación, en dirección al andén donde se encontraban. El ruido que hacía la que poco a poco se fue convirtiendo en una  multitud era similar al de la resaca que producen las mareas, envolvente y expansivo.
         
El hombre de la linterna, que en algún momento se nombró a sí mismo guardagujas, se adelantó hacia la columna de personas con la intención de detenerlos, interponiéndose con su farol de luz verdosa a modo de amenaza. La mujer que encabezaba la marcha lo hizo a un lado con un fuerte empujón y continuó avanzando hasta subir al carro junto con todos los demás.  
          Los recién llegados, sin excepción, marchaban premunidos de mascarillas y guantes plásticos, algunos llevaban un parche cubriéndoles un ojo. Arrar e Ilana sabían que esto último se debía a la represión ejercida por carabineros durante las manifestaciones previas al desencadenamiento de la peste.
          Finalmente ellos, tomándose del pasamanos, subieron al carro y avanzaron de vagón en vagón hasta encontrar un sitio en el penúltimo. Nadie hablaba. Un silencio sepulcral predominaba en el ambiente y en todo el tren.
          Ilana comentó al oído de su compañero:
          —¿Cuánto tendremos que esperar?
          —Creo que tendremos que armarnos de paciencia para saberlo —respondió  Arrar.
          Por la ventanilla vislumbraron el exterior aún plagado de sombras. La niebla rasante seguía flotando y en medio de ella vieron al hombre de la linterna gesticulando en dirección al convoy e inmediatamente después corriendo hacia la puerta de la estación. Allí, en un rincón, tomó con furia el auricular de un teléfono, alertando a las fuerzas represivas.
          En ese momento, al interior del carro, dos mujeres y dos hombres, sin quitarse las mascarillas de sus rostros, anunciaron que era hora de actuar en forma coordinada, rápida y eficiente, para poder iniciar el viaje.
          Luego, uno de los hombres instruyó a los pasajeros en la necesidad de arrancar los asientos de madera para proveer de combustible a la locomotora. La multitud, aleccionada, inició una febril actividad en todos los carros del convoy. Arrar y su compañera hicieron otro tanto, sumándose a lo que les permitiría alcanzar su sueño que, ahora estaban seguros, era colectivo.
          Al cabo de pocos minutos, alguien dio la voz de alarma:
          —¡¡Vienen soldados y policías…, soldados y policías…!! ¡¡Hay que arrancar, hay que arrancar!! ¡¡Pongan el tren en marcha o será demasiado tarde!!
El grito se perdió en medio de un resonar de botas sobre el suelo de la estación, al mismo tiempo que un estremecimiento recorrió a todo lo largo el convoy y un intenso ruido de entrechocar de metales y engranajes conmocionó el recinto.
          El estallido de un balazo resonó, con múltiples ecos, en la techumbre abovedada y un aleteo de palomas y murciélagos crispó la atmósfera enrarecida por el creciente hedor a pólvora y humo. El tren, la oscura mole de la locomotora y la docena de carros que constituían el convoy, comenzó a moverse lenta, pero ciertamente.
          Mientras el tren avanzaba y aceleraba su marcha, atrás, ya en el andén, la soldadesca —rodilla en tierra— comenzaba a disparar, pero la andanada se incrustó en el acero de los carros o rebotó sin conseguir su efecto letal.
          Los pasajeros permanecían inclinados, evitando ser alcanzados por los disparos, a la vez que un canto suave y progresivamente más alto y menos triste, se elevaba desde sus gargantas.
          Cuando los suburbios de la urbe comenzaban a hundirse definitivamente en la oscuridad, en la niebla espesa que aun flotaba rasante, los pasajeros miraban a través de las ventanillas y lo que veían confirmaba sus peores temores. Ya fuera del ámbito urbano constataron la feroz desertificación que hacía estragos en los campos y alrededores: el territorio se había convertido en un desierto, una tierra envenenada y desolada, cuarteada y seca. No crecía una brizna de hierba y en lontananza era posible adivinar el perfil monstruoso de la refinería y usinas contaminantes.      
          Mucho después (¿días, semanas, meses?), en algún momento de un día luminoso, alguien advirtió matas de arbustos y, poco más allá, los primeros árboles, la tierra fértil y los animales paciendo, mientras una lluvia sanadora comenzaba a caer suavemente.
          Fue entonces que Ilana, mirando en los ojos aún tristes de Arrar, le dijo, acariciándole su rostro de barba crecida:
          —Me gustaría leer ese libro que alguien nos recomendó, ese que tiene un nombre que me pareció maravilloso: “La Vida Secreta de los Árboles”.
          Arrar asintió, la estrechó entre sus brazos y ambos dejaron que el traqueteo del tren en los durmientes los acunara, adormeciéndolos.
Renard Betancourt M.