13.12.12

El suicidio y el destierro



Dedicado a Neandro Schilling
Recién pisaba la losa del aeropuerto de Arlanda en Estocolmo cuando me suicidé.
Fue casi lo primero que hice cuando caminaba muy desorientado siguiendo al rebaño que se bajaba del avión de SAS. Una sueca que medía como dos metros se abría paso con alguna dificultad caminando contra el tránsito directamente hacia mí como si me conociera y me saludó de manera curiosa: ¡Hola Yúan! Así mismo colocando el acento en la “u”. Me la debo haber quedado mirado de manera extraña porque vaciló e insistió: Tu eres Yúan ¿Verdad?, yo confirmé brevemente: “Sí, soy Juan”, aceptando el nombre que ella me proponía, pero pronunciándolo correctamente.  Eso fue suficiente para que ella se agachara, me abrazara, me besara y dijera: “Bienvenido al Reino de Suecia” y otras cosas de ese estilo protocolar en nombre de su gobierno.
Antes de encontrarme con mi maleta, la funcionaria ya me había entregado un fajo de billetes y un vale para comer esa noche y por supuesto sacó un recibo para que lo firmara. Tomé el lápiz y escribí “Juan Schilling”. Ese fue el momento del suicidio. No sé qué pasó por mi cabeza, pero no coloqué el garabato que empezaba con una ene de Neandro y que había sido hasta ese momento, mi firma.
En rigor este relato debería terminar aquí, pero …
 con ese pequeño acto de firmar el recibo, no solo se había suicidado el joven Neandro, sino que había puesto en escena a un nuevo personaje que aún existe y sigue firmando como lo hizo ese día 28 de abril de 1975 en el aeropuerto de Arlanda.
Luego pasamos por la policía internacional donde tuve que firmar no pocos papeles cosa que hice con mucha más propiedad que al firmar el recibo, momento en que aún la mano que empuñó el lápiz tenía dudas. El paso por la policía fue más rápido que lo que podía suponer alguien que no portaba cédula de identidad ni mucho menos pasaporte, sino solamente el carnet escolar de la Universidad Técnica del Estado, muy práctico para pagar tarifa reducida en Santiago, pero de dudosa utilidad en un largo viaje internacional.
La visa que portaba también era medio rasca, no tenía la firma del embajador porque Harald Edelstam había sido declarado persona non grata por la dictadura en diciembre del 73, la firma era del encargado de negocios, Carl Johan Groth. La habían conseguido mis padres con muchísima suerte y corriendo riesgos enormes.
En el interrogatorio que realizó la policía respondí usando mi nombre completo “Juan Neandro”. Era la última resistencia de Neandro, su agonía quizás.
Juan había nacido en ese momento y aunque todos lo trataran como a un exiliado, en realidad no se sentía como tal, no estaba atado al pasado, sino que venía a conocer un mundo nuevo, a aprender un nuevo idioma, a aprender a vivir solo. Aunque eso de vivir solo es una exageración, porque Juan y Neandro gozaban de la compañía de Mateo otro personaje muy importante en esta historia que ya parece de personalidades múltiples.
Mateo fue alguna vez un nombre político, una chapa, una medida de seguridad de cualquier militante revolucionario, por cierto hubo otras chapas que fueron solo eso y aunque a algunas las recuerdo con cariño, ninguna alcanzó la estatura de Mateo, mi superhéroe favorito, un tipo audaz, imparable, un hombre de acción en toda la extensión de la palabra. Mateo jamás estuvo exiliado, solo se encontraba en la retaguardia y volvería al frente cuando él lo decidiera. Él no estaba en ninguna lista de proscritos que no podían ingresar al país como Neandro e incluso el propio Juan. Su mayor debilidad es que no conocía el miedo, y el miedo es muy necesario para la supervivencia. También es un tanto fanfarrón: le gustaba decir que aún no se había fundido el metal para hacer la bala que le quitaría la vida. Por suerte no decía que era inmortal, aunque me sospecho que está fabricado con materiales no perecibles. En todo caso, lo más importante es que Mateo ha sido para mí una excelente compañía y me ha sacado de alguna situación difícil en no pocas ocasiones.
Si escribiera la saga familiar tendría que empezar con la historia de mi bisabuelo Johann Ernst, quien al llegar a Chile en 1869 se hizo llamar Juan, no sé si habrá sido al pisar tierra en el puerto de Talcahuano y pasar por la aduana o cuando se enamoró de mi bisabuela. Lo que sé con certeza es que cuando llegó desde Alemania tenía 24 años, los mismos que tenía Neandro al pisar tierra europea. Una pequeña simetría en el nacimiento de dos Juanes adultos.
Finalmente, llegué al pequeño hotel en el centro de Estocolmo donde tuve que registrarme. Ya no tuve dudas para firmar. Neandro había desaparecido completamente.
Neandro en el futuro sería solo un fantasma que recibía cartas desde Chile y las respondía con la vieja firma que empezaba con un garabato parecido a una ene.
Juan

17.6.12

23 horas en Kiel

Puerto de Kiel
El viaje fue un fracaso. No estuve ni cerca de cumplir con el objetivo que había imaginado fácil en el despreocupado optimismo de mis 24 años -casi un cuarto de siglo- decía, para que sonara como una edad más respetable. El viaje tenía un itinerario ajustadísimo que me llevaría de Gotemburgo a París y quizá de regreso a Gotemburgo, por la ruta más económica que podía existir.
El estudio de costos de este viaje lo había realizado Pedro mi nuevo jefe, un loco muy buena onda que era el encargado del Mir en Gotemburgo. Lo de loco no es una metáfora, en la tortura le habían dado muchos golpes en la cabeza y en realidad estaba vivo de milagro. Quienes conocíamos estos hechos nos dábamos cuenta de lo obsesivo que era y de algunas otras rarezas menores como tics, fallos en la memoria y mejor no sigo. Le expliqué que quería ir a París para hablar con Edgardo Enríquez, pero no sabía cómo, ni tenía las coronas para hacerlo.
–No te preocupes, yo te presto la plata y mañana te doy un plan de viaje para que te alcance, porque no es mucho lo que tengo.
Al día siguiente, Pedro llegó con las coronas, dos hojas con indicaciones y un presupuesto según el cual podría estar una semana en París, tiempo suficiente para hablar con Edgardo y volver o seguir hacia otro destino.
El objetivo de mi viaje era convencer al Jefe del Mir en el exterior de que me autorizara a recibir instrucción militar y regresar a Chile. A Pedro también le interesaba lo mismo, pero estaba consciente de que eso sería muy difícil. Escribió una carta argumentando que, contra todos los rumores que por ahí corrían, se sentía bien y estaba en condiciones de enfrentar un duro entrenamiento previo al regreso. Yo debía llevar la carta y además avalar con mi testimonio que él gozaba de buena salud. Lo de la carta no era problema, pero esperaba que no me preguntaran por su salud.
Hasta París todo resultó perfecto. Llegué sin retraso a la Gard du Nord donde me esperaba Ximena. Después de los abrazos, Ximena decidió pasar a un negocio, compró 2 paquetes de dulces, me los pasó y me dijo:
–Ponlos en tu mochila y cuando lleguemos a casa se los das de regalo a mis hijos.
Ese ítem no lo habíamos considerado. Lo que no me explico es como supo que no les llevaba nada.
Lo primero que me enteré es que Edgardo había abandonado París unos días antes, sin despedidas. Eran muy pocos quienes sabían esto y era mejor no andar averiguando nada, así que mejor me relajaba e iba a conocer el Barrio Latino, a pasear por calles cuyos nombres me eran vagamente familiares, porque en ellas solían encontrarse La Maga y Oliveira y yo jamás me había imaginado pisando las mismas veredas que esos seres fabulosamente comunes y corrientes, que de alguna forma nos representaban a todos nosotros, aunque hablaran en argentino.
No había nada que hacer, salvo hacerle caso a mi amiga y emprender el regreso que igual tenía un itinerario exacto donde combinaba el viaje en 2 trenes y luego el barco en que cruzaría de Kiel a Gotemburgo. Me hubiera gustado seguir a Portugal a ver la Revolución de los Claveles. Lo pensé toda una tarde, pero sin plata y sin conocer a nadie a quien pegarle en la pera no era ese un destino posible, además los claveles ya habían comenzado a marchitarse.
Todo anduvo bien desde la Gard du Nord en París hasta Kiel, salvo por un pequeño detalle que no había presupuestado aquel loco de Gotemburgo y del que me enteré apenas me bajé del tren y me fui a las oficinas de Stena Line. No sé como expliqué que quería un pasaje a Gotemburgo, pero más difícil debe haber sido entender que el barco había partido hacía una hora y no había otro hasta el día siguiente. En realidad no es que no pudiera entender, sino más bien no lo podía creer. No fue complicado sacar la cuenta de que me faltaban 23 horas para abordar el barco de mis sueños, que aunque fuera un modesto transbordador para mí era un crucero de lujo.
Las primeras horas fueron fáciles y quizás hasta entretenidas, las tiendas de un pequeño Centro Comercial estaban abiertas y eran confortables, calefaccionadas y llenas de cosas lindas que no podría comprar porque después de adquirir el pasaje quedaron en mis bolsillos unos 10 marcos que era casi nada para sobrevivir un día y medio contando lo que faltaba para subir al barco y luego llegar hasta Gotemburgo que en ese momento era volver a casa, aunque ahora me suene extraño.
Pronto mi nariz detectó un exquisito olor a pan caliente que me llevó como hipnotizado a una gran panadería, compré una cosa que parecía una tortilla y me la devoré con ansiedad, lo que me dejó satisfecho, pero medio atorado. Seguí paseando por las tiendas, tratando de  no llamar la atención para que no me fueran a echar a la calle unos gorilas de uniforme que me parecían policías, aunque bien podían haber sido vigilantes privados.
Con tanto caminar, la tortilla bajó demasiado pronto y el hambre empezó a molestar una vez más, pero debía ser cauteloso con los gastos, aún quedaban muchas horas hasta mi destino, aunque prefería pensar solo en las horas que faltaban para subirme al transbordador, porque tenía el presentimiento que en cuanto pusiera un pié en la nave de mis sueños todo se habría arreglado. No sé de donde habría sacado esa idea loca, pero como se trataba de una idea útil no la dejaba alejarse de mi mente que divagaba más de lo normal.
El almuerzo lo había pasado por alto con gran displicencia sin dejarme llevar a la depresión. Había encontrado un baño, lo que significó un alivio para las tripas y el descubrimiento de que el agua disimulaba bastante el creciente apetito que sentía y aprendí el verdadero significado de la palabra empiparse.
A la hora de tomar onces me compré otra tortilla y un café, pero en esta ocasión fui más precavido y solo comí un pequeño trozo de ese pan extraño al que le decía tortilla solo para sentirme en casa, el resto lo guarde en la misma bolsita en que me lo habían entregado.
Para mí la noche cayó cuando cerraron las tiendas y el Centro Comercial mismo. Sospecho que había empezado antes que me viera expulsado del único refugio tibio que había en esa ciudad que desde ese momento en adelante sería la más inhóspita que he conocido, sin contar por supuesto a mi “Santiago ensangrentada” entrañablemente inhóspita y querida. No me quedaba más que la calle fría y silenciosa. Hasta ese momento había estado escuchando todo el día, sin darme cuenta, esa música neutra, sin gusto a nada, típica de las tiendas y los supermercados. Ahora me esperaba el silencio, estaba cansado pero había que caminar hacia donde fuera, pero sin alejarme demasiado de los sitios que ubicaba que eran solo 2 además del ya cerrado Centro Comercial, estos eran la Estación de trenes donde había llegado esa mañana y el Puerto del que no había podido partir.
La noche era mi amiga, desde que me había reconciliado con ella al dejar atrás mi infancia en la que le temía sin motivo. Como adolescente fui su amigo y ya en la juventud había empezado a amarla, pero esa noche silenciosa, solitaria y fría no era para nada atractiva. Me sentía traicionado, esa porquería no podía ser la noche amiga, la noche querida y esperada cada día, durante todo el día.
No había un alma en esas calles escarchadas donde la nieve derretida se había convertido en enormes carámbanos, caprichosas esculturas de hielo afirmadas de cualquier manera, recostadas en los muros y los postes de la luz que por fortuna funcionaban. La noche era suficientemente obscura para que se agravara con luces apagadas.
Mis pasos me llevaron sin planearlo al punto de partida de esa aventura solitaria: la Estación de Ferrocarriles. Ésta estaba completamente solitaria, pero con sus puertas abiertas para pasar a los andenes, las salas de espera estaban cerradas. Pero ahí en una línea había un tren enorme completamente iluminado y de entre sus ruedas salían unas nubecitas de vapor que le daban vida y anunciaban alguna tibieza. En la punta del andén un letrero indicaba su destino: Moscau decía o algo así, después de todo ya han pasado 37 años desde esa noche y no me voy a acordar de cada detalle, pero era clarísimo que el destino era Moscú la capital del Imperio del Este.
Estación Central de Kiel
Me acerqué al tren pisando en la punta de mis helados pies, pues la estación tendía a amplificar los sonidos lo que multiplicaba las posibilidades de tener un encuentro cercano con un ser casi humano vestido de uniforme. Subí sigiloso y rápido y me senté por fin en un comodísimo asiento. El tren estaba calefaccionado, lo que me parecía un milagro. Mis ojos empezaron a dar unos parpadeos cada vez más largos y comprendí que estaba al borde del sueño que me arrastraba con la fuerza de una locomotora. No podía darme el lujo de dormirme y despertar en Moscú sin un rublo en los bolsillos y sin una palabra  ruso en mi boca.
De pronto me vi transportado a una clase de francés con Monsieur Aguilera. El Tercero A en pleno cantaba La Place Rouche était vide, devant moi marchait Nathalie, Il avait un joli nom mon guide Nathalie pero tristemente llegamos a lo de boire et chocolat y me quedé pegado en la idea del chocolate caliente, la comida puede convertirse fácilmente en una obsesión cuando escasea.
Después de esa ensoñación me di cuenta que la lucha por no dormirme sería dura y requería toda mi concentración, sobre todo si me atrevía a cerrar los ojos por algunos segundos. En eso estaba cuando apareció ante mí un abominable ser que profería insultos terribles en la lengua de mis antepasados y aunque de alemán no sabía nada los entendía clarito como si tuviera telepatía. Me paré antes que Hulk llegara hasta mí y salté de su porquería de tren. Acaso tenía ganas de ir a pasar hambre donde el camarada Brezhnev que además era un cagón que no había querido prestarle plata al compañero Allende para no enemistarse con el Imperio del Oeste. Otra cosa era Lenin, pero ya hacía mucho tiempo que estaba enterrado y su tumba convertida en atracción para los turistas y a pesar de eso, era lo único rojo que quedaba en esa Plaza Roja enorme y vacía, La Place Rouche était vide…
Salí con paso firme de esa Estación haciendo resonar por todo lo alto los gruesos zapatos que me protegían del frío, con la esperanza de interrumpirle el sueño a algún cabrón, ojalá al jefe del que me había sacado del tren, para que despertara de mal humor y lo insultara por cualquier motivo.
Después de todo, había capeado el frío por algunas horas y me sentía bastante recuperado. Caminé por la callejera exposición de esculturas de hielo acercándome al Puerto, tarareando los trozos más recordados de la canción de Gilbert Bécaud. La Place Rouche était blanche, la neige faisait un tapis, si por lo menos hubiera nieve Kiel se vería más suave y bonita, así es la nieve a diferencia del hielo que produce unas figuras retorcidas de una belleza terrible.
Il avait des cheveux blonds, mon guide Nathalie, Nathalie … bueno si me encontrara con una rubia por aquí la cosa no estaría tan mal y si fuera mi guía y me llevara a los lugares amables que debía haber en cualquier lugar del mundo todo mejoraría bastante y si se llamara Nathalie…
Llegué a un sector donde terminaban los edificios y había algunas casas rodantes aparcadas, al acercarme salieron a recibirme algunas damas de melenas rubias y de faldas demasiado cortas para enfrentar ese duro clima, se acercaron y me hablaron en distintos idiomas, pero sobre todo en el universal lenguaje del ofrecimiento sexual.  A esas alturas del cansancio y del frío que no me dejaban sentir ni hambre tenía más interés por la cama que por el sexo y las pocas monedas que tenía en mi bolsillo, solo hubieran servido para ofender a la más indigna de las putas.
–¿Celui qui de vous s'appelle Nathalie?– pregunté sin saber porque lo hacía.
–Je suis votre Nathalie, mon amour– respondió la rubia de la melena más larga
C'est un joli nom, mon amour– le dije como si eso lo explicara todo y continué mi camino, callando que no tenía plata ni para hacer cantar un ciego.
Esas frases, en el francés del Liceo apenas refrescado por una semana en París, eran lo único que había dicho a otro ser humano desde hacía muchas horas, por suerte se me había ocurrido cantar, de lo contrario a esas alturas ya habría perdido la capacidad de articular palabras.
Seguí caminando en dirección al puerto y milagrosamente lo encontré abierto, la sala de espera era fría y no se parecía en nada al tibio tren que me había cobijado, pero servía para aguantar hasta que llegara el transbordador. Entretanto encontré en mi bolsillo un pedazo de pan que sabiamente había guardado y empecé a comerlo despacito. Mala idea. Cuando subí a bordo llevaba un hambre de león y solo 2 marcos en el bolsillo. Eso alcanzaba para un café que aunque le pusiera mucha azúcar dejaría el hambre intacta y mis tripas definitivamente no querían eso. Me acerqué a la maquinita de casino que había en el restorán del transbordador, metí un marco en la ranura, bajé la palanca y … tup-tup una pera, … tup-tup un trozo de sandía, … tup-tup una naranja, … tup-tup un plátano, ... tup-tup un racimo de uva y nada, el tutti frutti no sirvió para nada, ni siquiera para salvar mi moneda, lo que consideré injusto porque era difícil no tener ni una fruta repetida, pero no iba a discutir con una máquina. Ahora ya no había marcha atrás un marco no alcanzaba para nada, así es que no dudé. Saqué el último marco cerré los ojos y bajé la palanca … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup … … y seguía con los ojos cerrados, después del silencio … empecé a escuchar una música maravillosa: plink, plink, plank, plunk, plink y más plink y más plink… abrí los ojos y vi un montón de relucientes monedas, suficiente para comprar un plato caliente, un kuchen y un chocolate con leche. Era hora del desayuno, siempre he escuchado que es la comida más importante del día y ese día lo fue.
Epílogo soñado
Dormí como un bebé mecido por las olas del Báltico viajando hacia Gotemburgo durante 13 horas. Cuando duermo de día no tengo pesadillas, solo buenos sueños. Después de lo pasado tuve uno de los mejores de mi vida. Soñé que casi desbancaba un casino flotante, compraba un avión extraliviano y volaba a Chile para llevarle plata a los compañeros.
Aunque no hay nada que lo confirme, debe haber sido la noche en que mi hermana Esmeralda tuvo una pesadilla en la que yo llegaba a su casa de Chillán, en un pequeño avión y ella tenía tremendo lío para esconder la navecita en su garaje, después de desmontarle las alas que fue lo que más trabajo nos dio.  Su angustia era, no sólo porque me pudiera haber visto algún sapo, sino porque tenía que explicarle a sus hijos que no podían contar a nadie que su tío había regresado.
Juan

23.2.12

Amanecer en Alvesta


Campamento de refugiados latinoamericanos en Alvesta, Suecia - foto Miguel Sapiaín

a Mónica "la Gringa" (la rubia de la foto) que se fue sin despedirse... 
 y a Miguel Sapiaín quien le siguió los pasos.
Yo soy de esos que cuando despiertan abren un ojo y largos minutos después abren el otro, el despertar es un proceso arduo. Pero en esa ocasión ambos ojos se abrieron al unísono, aunque eso del unísono es pura ficción, porque no hubo ningún ruido ni menos una campanilla de despertador que desencadenara el insólito fenómeno de estar  completa y repentinamente despierto. En verdad no contaba entre mis pertenencias -que cabían exactamente en una maleta no muy grande- con un reloj, aunque mi madre me había entregado en la despedida su reloj de oro, para mí ese objeto no contaba como instrumento para medir el tiempo, sino solo como prueba de su inmenso amor, para ella tampoco era un reloj el que me entregó, sino un objeto que podría vender para comer y sobrevivir en ese mundo extraño al que debería enfrentarme solo.
A pesar de que la pieza estaba bastante obscura, se filtraba una delgada línea de luz por el borde de la cortina, Estiré la mano y pude darme cuenta de lo gruesa que era y que si la hubiese dejado bien cerrada no se hubiera colado ni el menor rayo de sol. Corrí un poco la extraña tela y un chorro de luz que no esperaba me encegueció, con algún esfuerzo pude ver que había un maravilloso día de primavera, el lugar era hermoso, rodeado de árboles y prados bien cuidados. Los colores eran tan brillantes que parecían recién inventados y resultaba todo un descubrimiento que el cielo fuera azul y el césped verde, Estaba extasiado con esas simples maravillas cuando observé que el sol estaba bastante alto por lo que debían ser más de las nueve de la mañana y yo era bueno calculando la hora al ojímetro como cualquiera que no tiene reloj.
Recordé de pronto que la noche anterior me habían advertido que el desayuno se servía entre las ocho y las nueve por lo que seguramente ya había perdido mi chance de tomarme un café con algún sanguchito que las tripas añoraban, ya que habíamos llegado demasiado tarde para cenar y solo habíamos tomado café con galletas antes de dormir.
Me duché de prisa, para probar suerte con el desayuno y salí corriendo del barracón donde estaba mi pieza hacia el casino que estaba casi al lado. Mi decepción fue grande al ver que éste estaba completamente cerrado, al igual que la pequeña oficina en la cual había firmado unos papeles la noche anterior. En el corto trayecto no me había cruzado con nadie y por ahí tampoco se divisaba ni un alma a quien preguntarle por si se podía tomar un café en otra parte, para eso tenía cincuenta dólares en mi bolsillo y un montón coronas que me había entregado una funcionaria en el aeropuerto..
Pensé que por tratarse del Primero de Mayo las cosas estarían un poco fuera de lo normal, aunque no tenía idea que era lo normal en un campamento para refugiados latinoamericanos en el pequeño pueblo sueco de Alvesta. Decidí entonces dar un paseo más largo, seguro de que por ahí encontraría a alguien, así llegué hasta una ladera donde comenzaba un bosque y desde donde se veía todo: a una lado había diez barracas grandes iguales, yo había alojado en una de ellas, pero ahora no sabía exactamente en cual. Al centro estaba el casino y la oficina y al otro lado unas casitas pequeñas, mucho más bonitas que las barracas.
Recorrí varias veces todo el perímetro del campamento, pues no me animaba a caminar más allá, ya me empezaba a angustiar la situación como para hacer que empeorara internándome en un bosque desconocido en un país desconocido. Pronto me di cuenta que la cosa estaba mal, que nada concordaba, que aunque los latinoamericanos seamos unos flojos no podía ser que con el sol tan alto no apareciera nadie, debía ser que yo mismo estaba profundamente dormido y soñaba mi primera pesadilla del exilio, solo había que esperar un poco para despertar y que toda la angustia se desvaneciera, ya conocía el proceso: la angustia aumentaba hasta llegar a un punto insoportable que me hacía despertar, por cierto la angustia iba en aumento, pero también veía cosas interesantes como unos feísimos pájaros negros que graznaban de forma espantosa, aunque no me producían suficiente miedo como para despertar de una vez por todas, pero eran inquietantes… casi una mala señal. Cansado de dar vueltas me senté en la escalera del casino a esperar el momento en que abriera realmente los ojos, despertara y las cosas siguieran una secuencia de normalidad, no como ahora en que todo lo que me rodeaba tenía apariencia inofensiva, pero la ausencia de personas, la desaparición de toda la gente me oprimía el corazón, pensé que podía apresurar el proceso regresando a mi habitación y acostándome de nuevo y casi lo hago, pero me di cuenta que me había duchado y eso significaba que debía estar despierto. Otra estrategia que se me ocurrió fue ponerme a gritar, porque si estaba soñando no me saldría la voz y con el esfuerzo me despertaría, pero estaba la posibilidad que mi grito se escuchara fuerte y claro y terminara en un manicomio.
Decidí entonces que no me podía despertar, simplemente porque no estaba dormido, pero estaba solo, terriblemente solo, lejos de mi madre y de mi padre, lejos de mis compañeros, lejos de Chile, lejos de cualquier ser humano y cuando estaba con mi cara tapada y a punto de hacer pucheritos, escuché a mi lado una voz con acento extraño.
- Hejsan, madrugador, tú debes ser el que llegó anoche.
Yo reprimí mis deseos de abrazarlo y le pregunté simplemente la hora.
- Son las siete y media, vengo a preparar las cosas para el desayuno.
Lo miré incrédulo y apunté con mi índice al sol que arrojaba sus rayos casi verticalmente sobre nuestras cabezas.
- Ahh, es que ahora ya es primavera- me sonrió y agregó -el sol sale como a las dos de la mañana.
Tardé un rato en entender que esa era mi primera pesadilla en el destierro y la primera vez que tenía una pesadilla perfectamente despierto.
Juan Schilling