9.12.17

Marxista a mi manera



 "Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo"


Yo ya no pertenezco a ningún ismo declara fuerte y claro Fito Páez. Me gusta como lo dice o como lo canta como si fuera mordiendo las palabras yo-ya-no-pertenezco-a-ningún-ismo y cuando ya me tiene medio convencido o hipnotizado por la suave cadencia de su música, de pronto me acuerdo de Marx. Entonces dudo. Quiero estar de acuerdo con Fito Páez, pero Marx es Marx.

En realidad tenía bastante olvidado al viejo barbudo, el más grande antifilósofo de todos los tiempos, pero sin saber cómo, mis pasos me llevaron a la Universidad Humbold en Berlín, donde alguna vez Marx fue profesor, y ahí, en letras de bronce, en el hall central en medio de una escalinata que se abría en dos vi la frase que aunque estaba en alemán, idioma que desgraciadamente no hablo para nada, la pude entender clarito.

Ahí en dos líneas, manda a la puta que los parió a todos los filósofos, alemanes o no, y no solo al señor Feuerbach que le sirve de excusa, les dice clarito que se saquen la chaqueta, la corbata, se arremangen la camisa, se metan al torrente, se mojen el potito o se vayan a la cresta con sus interpretaciones del mundo.

Sí hermano Páez, casi me convences, pero me moriré marxista, aunque sea a mi manera, y lo seguiré siendo hasta en la próxima vida.

26.6.17

El faro de Punta Hualpén


Acuarela de Mayarí Schilling
La lluvia arreciaba contra los cristales y las olas estaban pegando fuerte a los roqueríos. La luz potente de nuestro faro cumplía con avisar a los balleneros de Chome y a los barcos que se dirigían a la Bahía de San Vicente, el peligro de la Punta de Hualpén. El trabajo era importante, pero no sucedían grandes cosas que registrar en la bitácora que debíamos llevar los torreros.
Era noche de temporal y marejada, lo que hacía un poco  más interesante mi turno. Los relámpagos se sucedían y me permitían observar el oleaje que se batía como nunca en su lucha incesante contra los acantilados. De pronto me pareció ver que las rocas estaban vivas. Usé el catalejo y pude distinguir que cada una de las enormes rocas estaba cubierta completamente de bichos que se movían en forma lenta y aparatosa. Pensé que eran ratas, pero luego descarté esa posibilidad porque los movimientos no correspondían a ese tipo de plaga. El aparato óptico no era de los mejores y no me mostraba los detalles que me permitieran identificar de que se trataba. Se movían como pequeños robots en una mala película de terror.
Enfoqué el catalejo en las rocas cercanas y también allí aparecían unos bichos desperdigados que parecían jaibas, y a juzgar por la forma de su movimiento que era igual al que se observaba en las rocas que se internaban en el mar aquellas también podrían ser jaibas, solo que nunca había visto una cantidad tan grande de esos crustáceos.
Quizás tenía una gran necesidad de conversar con alguien esa noche porque no dudé en ir a despertar al turco.
—Despierta turquito, ven a ver lo que pasa afuera, que esto no se ve todos los días—. La reacción no fue inmediata porque no estábamos acostumbrados a ningún tipo de emergencia. La rutina era lo nuestro.
Cuando logré que se acercara al ventanal, le pasé el catalejo. Él lo enfocó hacia el horizonte esperando ver algún barco en problemas.
—Mira las rocas— le dije sin apuro. El obedeció con la facilidad que lo hacen las personas cuando están aún medio dormidas.
—¿Qué son esos bichos? —  y su voz sonaba profunda y asustada.
—Me parecieron jaibas o algún otro tipo de cangrejo, en realidad no sé, por eso te desperté—.
—¿Pero que hacen formadas en batallones? La pregunta  del turco era un tanto desquiciada y temí que no estuviera del todo despierto ni muy bien de la cabeza. Le arrebaté el catalejo y observé. Estuve a punto de repetir lo mismo porque en las rocas sobre las que se asentaba el faro ya no había unas jaibas dispersas, sino que su número había aumentado mucho en los minutos que habían pasado y efectivamente se movían como batallones de robots.
El turco pareció despertar del todo y me dijo simplemente —Hay que hacer algo —, se puso su capa de agua y tomó un escobillón, yo hice lo mismo y tomé una pala, salimos al patio circular que rodeaba el faro cuando llegaban las primeras oleadas de jaibas a invadir nuestro lugar de trabajo.
Pusimos todo nuestro empeño en despejar el patio, pero era inútil, por cada jaiba que expulsábamos llegaban diez o tal vez más. Esa táctica no estaba resultando, así que decidimos volver a la torre y cerrar puertas y ventanas lo más herméticamente posible, confiábamos que esos cangrejos no eran muy aptos para escalar las paredes bastante lisas y elevadas del faro.
Al llegar al ventanal superior, pudimos ver como cientos quizás miles de jaibas usaban sus pinzas para ascender la pared exterior del faro realizando una danza fantástica, el efecto robot que apreciaba en sus movimientos sobre las rocas había desaparecido, ahora desafiaban la gravedad y la fuerza del viento y de la lluvia como en una pesadilla.
No podíamos hacer nada, pero tampoco las hordas invasoras nos afectaban mucho más allá de intranquilizar nuestros espíritus que se enfrentaban a un pequeño misterio casi absurdo. La cosa cambio cuando alcanzaron la linterna y sus cuerpos eclipsaron la luz salvadora de los navíos en peligro. Sin la luz la navegación no era segura y nosotros estábamos obligados a garantizar que los barcos que surcaban esas aguas llegaran a sus puertos. Ése era nuestro deber y sabríamos cumplirlo.
Pusimos a hervir agua no solo en la tetera sino también en el caldero, en el fondo, en las ollas y hasta en las ollitas más pequeñas. Después salimos a la terraza superior con los recipientes y arrojamos agua hirviendo sobre las jaibas que obstruían la luz de la linterna. Costó mucho trabajo, pasamos toda la noche en esa dura tarea, al amanecer las pusimos definitivamente en retirada y luego pudimos darnos un desayuno en cual comimos varias jaibas reinas que habían perecido sancochadas. Mientras devorábamos los crustáceos, acordamos no incluir la extraña invasión en la bitácora. Primera vez que pasaba algo emocionante y tuve que limitarme a anotar: "... a pesar de la tormenta y las marejadas se mantuvo encendida la luz del faro".
Juan Schilling
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18.4.17

El rey de los pidenes

Acuarela de Mayarí Schilling
Un pájaro casi azul, en todo caso de un tornasol oscuro, con patas rojas y un pico de tamaño considerable salió con cierta timidez de entre las ramas del pajonal. Yo estaba quieto y silencioso. Apunté y disparé mi cámara. El siguió caminado con indiferencia. Por eso se me ocurrió interpelarlo con cierta dureza.

- Pidén – le dije, ya que el mencionado pájaro era un pidén – ¿porqué andas por ahí sin hacer nada cuando están rellenando tu humedal? ¡Mira! están arrojando toneladas de arena sobre tu propia casa y tu no haces nada.

El pidén se puso a comer unas algas sabrosas como para desmentir mi acusación de que no estaba haciendo nada.

- Sí ya veo que estás comiendo, pero me refiero a que no haces nada por salvar tu casa, por salvarte tu mismo. Me da rabia verte tan resignado.

Mis acusaciones debieron parecerle impertinentes, porque después de pensar un momento me respondió: “Viva el Rey”. Esa fue toda su respuesta, yo quedé esperando algo más, pero eso fue todo.

Su respuesta, bastante críptica, parecía invitar a una discusión más profunda. Así que intenté rebatirle con un verso – Chile, “No ha sido por rey jamás regido ni a extranjero dominio sometido”.

El pidén me miró socarronamente e insistió con su ¡Viva el Rey!, pero esta vez, me sonó muy irónico.

-Bueno – le dije – reclámale a Ercilla si no estás de acuerdo. Pero no nos salgamos del tema pronto estarás con la arena al cuello y será demasiado tarde. Ya no habrá algas ni guarisapos a quienes tirarles un picotazo.

- ¡Viva el Rey! – gritó con fuerza el pidén. Me miró directo a los ojos, desafiante infló su pecho y repitió – ¡Viva el Rey!

El sol de la tarde me encandiló un instante y pude adivinar su corona.

Desde el pajonal surgieron mil voces que repitieron con él: ¡Viva el Rey!, ¡Viva el Rey!, ¡Viva el Rey!
                                                                                        Juan Sin Agua

21.1.17

α y Ω



“la flecha va de la mano al blanco:
no hay mitad de camino”
Julio Cortázar

Dibujo de Edelmira Carrillo
Por fin, la pretenciosa tortuga ha sido puesta en su lugar. Aquiles le gana limpiamente la carrera y eso mismo sucede en todos los desafíos de velocidad entre superhéroes y tortugas, lo cual vale como demostración práctica de que no existe la mitad de camino. La descabellada idea de la existencia de ese punto imaginario, mágico y poderoso es atribuida a la Gran Tortuga que Sostiene al Mundo, quien la ha concebido con el inconfesable propósito de fastidiar a sus eternos rivales los guepardos.