18.7.06

Trauma Acústico

El tren trepaba hacia la cumbre agarrándose como podía de los helados rieles, el humo se hacía más negro, por el esfuerzo de las máquinas que lanzaban dos penachos paralelos o quizás solo era una ilusión provocada por el paisaje que se volvía blanco y majestuoso. En cada curva veía ennegrecerse los fierros de las nobles locomotoras, que bufaban con sordina, temerosas de la montaña que imponía silencio y respeto, aunque no a todos, porque Oscar no podía quedarse callado ni ante la montaña que nos mostraba su grandeza. Para él todo era estímulo a su libido, probablemente las montañas blancas cubiertas de una nieve que parecía suave le recordaran los senos de una mujer. La blanca alfombra de nieve que se formaba con los copos que se estrellaban en el suelo sin emitir el menor sonido, podría ser la metáfora de sábanas cómplices de la mejor aventura de su vida.
– ¿Es verdad que las argentinas son así de tetonas? – me preguntó Oscar, rompiendo la magia de la contemplación en que me había sumido, para hacerme regresar de golpe a su mundo donde lo más importante era el posible polvo echado a la rápida con una camarera.
Era imposible seguir en mi mundo, aunque tuve el impulso de hacerlo callar de mala manera, terminé dejándome arrastrar a esa conversación de minas que proponía con esa pregunta ingenua y esa mímica graciosa hecha a dos manos. Siempre sucedía de ese modo, la simpatía de Oscar me sacaba de mi conversación interior para llevarme a su mundo elemental, práctico y vital.
– Y tu crees que vamos a un hotel de cinco estrellas, si lo más seguro es que nos alojen en la escuela de los che y no veamos ni a una vieja siquiera.
La conversa tomaba los cauces previsibles: especulaciones sobre como lo íbamos a pasar en Buenos Aires, planes para tirarnos a una minita decente, pero calentona, que terminaría seducida por nuestros uniformes de gala y nuestro mejor bla bla y si eso no funcionaba había un plan "B" basado en unos datos sobre unas casas de putas espectaculares que había en Buenos Aires.
– Si estás tan negativo no te va a resultar nada, mejor me duermo – dijo Oscar.
– No es mala idea – le respondí, y nos quedamos en silencio como si nos hubiéramos dormido de golpe. Yo al menos me quedé divagando entre los recientes recuerdos del cruce de la cordillera mezclado con los temores de mi madre a que desafiáramos a las montañas cruzándolas en pleno invierno. Hacía frío por cierto, pero no habíamos tenido ni el menor problema ahora las dos locomotoras nos llevaban volando, porque el terreno se había vuelto plano y cuando despertáramos ya estaríamos cerca de Buenos Aires.
El sueño que tenía era intermitente, a cada rato me despertaba. No estaba intranquilo, solo debía estar echando de menos el duro camarote de la Escuela Militar, lo cual me resultaba bastante extraño porque cuando estaba en Escuela solía extrañar la cama de mi casa, ahora no, no sé que daría por estar en mi camarote.
El ruido de acero contra acero de los frenos del tren era de esos agudos en extremo, que me resultan insoportables, pero fue útil, ya que atiné a sujetarme de la barra que estaba cerca de mi cabeza con mi mano izquierda, famosa porque con esa nadie me aguantaba de pie un golpe dado en el pecho, y fue justo a tiempo para evitar ser lanzado como proyectil contra otro asiento, contra el techo o contra lo que fuera. Después hubo algunos corcoveos de caballo chúcaro, de bestia sin amansar y luego ya nada estuvo en su lugar. Sentía que dábamos vueltas sin parar, tantas que hasta me podría marear. Sentí un terror de pesadilla y quise inútilmente despertar, pero eso era imposible porque me encontraba completamente despierto seguramente desde antes del frenazo. No quería aceptar que estábamos sufriendo un accidente tremendo.
– Oscar, Oscar ¿Dónde estás? – pregunté.
Me respondió un quejido, en el que no pude reconocer a mi amigo.
– Oscar, Oscar ¿Dónde estás? – insistí.
El quejido que escuchaba me ayudó a orientarme en la semioscuridad, me acerqué al lugar de donde venía y encontré a Oscar. Tenía destrozado su brazo derecho. Era él quien se quejaba de esa forma que yo jamás había escuchado. Tomé su mano izquierda que estaba terriblemente helada como un fierro más. Lo vi tan mal que no me salió palabra. Fue él quien me preguntó como estaba yo y luego que qué había pasado. Rápidamente le expliqué que estábamos en algún lugar entre Mendoza y Buenos Aires que habíamos descarrilado y que ya vendrían con ayuda que no se preocupara.
– Estoy mal – me dijo – así no voy a poder tirarme ni una argentinita. Te va a tocar a ti sacar la cara por Chile.
– No hables tonteras, ahora, guarda tus energías para salvarnos de ésta. Te voy a mover un poco para sacarte del carro.
– No creo que me puedas mover, parece que mis piernas están aplastadas y casi no las siento.
De pronto hubo algo más de claridad y pude examinarle las piernas. Un fierro las aplastaba a la altura de la ingle.
– Voy a buscar ayuda, no te preocupes – y salí por la ventana.
Inmediatamente comprendí que poca ayuda iba a encontrar porque de todas partes surgían gritos que pedían socorro, solo dos cadetes estaban afuera y miraban atontados sin saber que hacer. Muy cerca de nosotros una llama salía del carro. Era un incendio que comenzaba.
– Apaguen eso, antes de que se quemen todos los heridos – grité a los cadetes, a pesar de no tener mando sobre ellos y me lancé nuevamente dentro del carro para sacar a Oscar.
En el interior encontré a Oscar con toda la lucidez que les faltaba a los cadetes a quienes había ordenado apagar el fuego. Él había comprendido cabalmente su situación y me tendía su revolver de servicio. Mira el fierro destrozó mis piernas y tengo la mano derecha quebrada No me dejes morir quemado, siempre quise morir de bala, aquí tienes mi revolver cargado, dispárame al corazón y listo.
– ¿Y si mejor te vuelo los pocos sesos que tienes, por decir güevadas?
Oscar no entendió mi broma y me contestó en serio:
– No, a la cabeza no porque uno queda muy feo y no quiero que me vea así mi mamá.
Oscar no hablaba así. Él decía “mi vieja” para creerse canchero con nosotros o “mi madre” cuando hablaba ante algún oficial para darse más importancia y nunca mi mamá, porque lo consideraba infantil y de verdad cuando dijo “mi mamá” le sonó verdaderamente como a un niño, fue algo tan raro que sentí miedo y percibí lo terrible que nos estaba ocurriendo, también pensé en mi mamá, pero sentí que eso me ablandaba y reaccioné volviendo de golpe al aquí y ahora, al humo, los gritos, los vidrios rotos y la sangre que se apozaba bajo el cuerpo de mi amigo.
– Mejor no hables si vas a decir estupideces El golpe parece que te terminó de joder las neuronas... con este fierro voy a hacer una palanca y te sacaré de aquí.
– Inténtalo, pero no me dejes morir quemado.
– Si alguien me ayudara, te podría sacar, ¡grita por ayuda! – le ordené con toda la autoridad del compañero, del amigo y de los dos meses mayor que yo era.
– Ya no tengo fuerzas y nadie va a venir con toda la confusión, si no pueden ni apagar el fuego. Ven ayúdame con el arma si amartillas el revolver yo mismo me podré disparar, para que no te metas en un lío por mi culpa.
– Con tu cháchara no me dejas concentrarme en lo que tengo que hacer – respondí, aunque cada vez tenía más claro que no lograría sacar a Oscar y que el fuego se acercaba. No quería mirar hacia el lugar de donde venía el calor, pero sabía que estaba cada vez más cerca.
– Guerra, Guerra, no tienes una botella de algo – preguntó Oscar usando esa deformación de mi apellido y que solo usaba en medio de una juerga cuando empezaba a cambiarle nombre a todo el mundo solo por que se le antojaba.
Caí en su juego, me acerqué a él y le recordé que nos habían allanado hasta el bolsillo perro para que no lleváramos licor. “Ley seca” había dicho el mayor…
– Ahora que estás aquí jala el martillo hacia atrás y yo me encargo del resto.
– Si amartillo tu arma, ¿me dejarás trabajar tranquilo?
– Te lo prometo – me dijo y lo hice sin pensarlo más, para no perder más tiempo, puse en sus manos el revolver con el martillo hacia atrás. Ahora el esfuerzo para dispararlo sería mucho menor, pero yo ya no tendría que pensar en eso, sino en sacar pronto a Oscar de ese trance.
Con energías que no sé de donde salían intenté nuevamente liberarlo de la trampa que lo tenía atrapado, pero se necesitaba la fuerza de unos diez para lograrlo. No, ya no podría. La única esperanza es que los demás lograran controlar el fuego, pero este avanzaba de prisa.
– Guerra, Guerra – llamó nuevamente con voz desesperada – ya no hay tiempo ya casi me quemo y no tengo fuerzas para disparar con mi mano izquierda. Tienes que ayudarme.
– ¿Quieres que te mate? – pregunté como si no hubiese entendido hace rato que ese momento llegaría.
– Yo puedo apuntar hacia mi corazón, pero tú tienes que ayudarme a apretar el gatillo.
El fuego estaba realmente cerca, era poco el tiempo que quedaba, lo abracé para decirle que realmente eran unos maricones los que nos habían confiscado la botella de pisco, que seguramente se la había terminado tomando ellos mismos, que lo de la “ley seca” no se lo tragaba nadie. Tomé su mano izquierda y de inmediato salió el tiro, yo no jalé el gatillo, solo tomé su mano izquierda. Salí por la ventana con mis ropas humeando, con los ojos anegados en lágrimas, los cadetes que estaban afuera las apagaron con golpes que no sentía. Mi gloriosa zurda colgaba sin fuerzas y de ella colgaba un revolver que resbalaba y yo no podría evitar que cayera, aunque pusiera todo mi empeño en hacerlo, la gravedad fue más persistente y el revolver se desprendió de mi mano, cayó sobre una roca y pareció convertirse en un copo de nieve, porque lo hizo sin emitir un solo sonido, cuando vi la llamarada salir por el cañón comprendí que algo andaba mal, no escuchar un tiro casi en mis pies no podía ser real, tuve la esperanza que todo fuera una pesadilla, pero no. Lo que ocurría es que no escuchaba nada.
Esa noche tuvimos 12 bajas, yo tenía quemaduras en mis manos y trauma acústico severo, fui considerado herido leve, de esos que aún podían marchar y que marcharíamos, tal como fue la orden de mi General. Perdí varias veces el paso, me costaba seguir el ritmo porque mi oído no quería escuchar y no escuchó la ovación que nos brindaba Buenos Aires. No escuchó nada nada, - ni jota - diría mi compadre, hasta que una camarera me murmuró dulcemente al oído: “Ven, quiero estar con un valiente como tú” y la seguí.