13.12.12

El suicidio y el destierro



Dedicado a Neandro Schilling
Recién pisaba la losa del aeropuerto de Arlanda en Estocolmo cuando me suicidé.
Fue casi lo primero que hice cuando caminaba muy desorientado siguiendo al rebaño que se bajaba del avión de SAS. Una sueca que medía como dos metros se abría paso con alguna dificultad caminando contra el tránsito directamente hacia mí como si me conociera y me saludó de manera curiosa: ¡Hola Yúan! Así mismo colocando el acento en la “u”. Me la debo haber quedado mirado de manera extraña porque vaciló e insistió: Tu eres Yúan ¿Verdad?, yo confirmé brevemente: “Sí, soy Juan”, aceptando el nombre que ella me proponía, pero pronunciándolo correctamente.  Eso fue suficiente para que ella se agachara, me abrazara, me besara y dijera: “Bienvenido al Reino de Suecia” y otras cosas de ese estilo protocolar en nombre de su gobierno.
Antes de encontrarme con mi maleta, la funcionaria ya me había entregado un fajo de billetes y un vale para comer esa noche y por supuesto sacó un recibo para que lo firmara. Tomé el lápiz y escribí “Juan Schilling”. Ese fue el momento del suicidio. No sé qué pasó por mi cabeza, pero no coloqué el garabato que empezaba con una ene de Neandro y que había sido hasta ese momento, mi firma.
En rigor este relato debería terminar aquí, pero …
 con ese pequeño acto de firmar el recibo, no solo se había suicidado el joven Neandro, sino que había puesto en escena a un nuevo personaje que aún existe y sigue firmando como lo hizo ese día 28 de abril de 1975 en el aeropuerto de Arlanda.
Luego pasamos por la policía internacional donde tuve que firmar no pocos papeles cosa que hice con mucha más propiedad que al firmar el recibo, momento en que aún la mano que empuñó el lápiz tenía dudas. El paso por la policía fue más rápido que lo que podía suponer alguien que no portaba cédula de identidad ni mucho menos pasaporte, sino solamente el carnet escolar de la Universidad Técnica del Estado, muy práctico para pagar tarifa reducida en Santiago, pero de dudosa utilidad en un largo viaje internacional.
La visa que portaba también era medio rasca, no tenía la firma del embajador porque Harald Edelstam había sido declarado persona non grata por la dictadura en diciembre del 73, la firma era del encargado de negocios, Carl Johan Groth. La habían conseguido mis padres con muchísima suerte y corriendo riesgos enormes.
En el interrogatorio que realizó la policía respondí usando mi nombre completo “Juan Neandro”. Era la última resistencia de Neandro, su agonía quizás.
Juan había nacido en ese momento y aunque todos lo trataran como a un exiliado, en realidad no se sentía como tal, no estaba atado al pasado, sino que venía a conocer un mundo nuevo, a aprender un nuevo idioma, a aprender a vivir solo. Aunque eso de vivir solo es una exageración, porque Juan y Neandro gozaban de la compañía de Mateo otro personaje muy importante en esta historia que ya parece de personalidades múltiples.
Mateo fue alguna vez un nombre político, una chapa, una medida de seguridad de cualquier militante revolucionario, por cierto hubo otras chapas que fueron solo eso y aunque a algunas las recuerdo con cariño, ninguna alcanzó la estatura de Mateo, mi superhéroe favorito, un tipo audaz, imparable, un hombre de acción en toda la extensión de la palabra. Mateo jamás estuvo exiliado, solo se encontraba en la retaguardia y volvería al frente cuando él lo decidiera. Él no estaba en ninguna lista de proscritos que no podían ingresar al país como Neandro e incluso el propio Juan. Su mayor debilidad es que no conocía el miedo, y el miedo es muy necesario para la supervivencia. También es un tanto fanfarrón: le gustaba decir que aún no se había fundido el metal para hacer la bala que le quitaría la vida. Por suerte no decía que era inmortal, aunque me sospecho que está fabricado con materiales no perecibles. En todo caso, lo más importante es que Mateo ha sido para mí una excelente compañía y me ha sacado de alguna situación difícil en no pocas ocasiones.
Si escribiera la saga familiar tendría que empezar con la historia de mi bisabuelo Johann Ernst, quien al llegar a Chile en 1869 se hizo llamar Juan, no sé si habrá sido al pisar tierra en el puerto de Talcahuano y pasar por la aduana o cuando se enamoró de mi bisabuela. Lo que sé con certeza es que cuando llegó desde Alemania tenía 24 años, los mismos que tenía Neandro al pisar tierra europea. Una pequeña simetría en el nacimiento de dos Juanes adultos.
Finalmente, llegué al pequeño hotel en el centro de Estocolmo donde tuve que registrarme. Ya no tuve dudas para firmar. Neandro había desaparecido completamente.
Neandro en el futuro sería solo un fantasma que recibía cartas desde Chile y las respondía con la vieja firma que empezaba con un garabato parecido a una ene.
Juan