Para mi compañero, siempre
El carro
del tren está ya dispuesto en la Estación Alba cuando llego de la mano de mis
padres muy temprano en la mañana, entusiasmada pensando no sólo en las próximas
vacaciones en la playa, sino también en una de mis debilidades: los ricos panes
amasados con palta y queso que vamos a comprar por la ventanilla cuando paremos
en Quillota.
No me doy
mucha cuenta lo rápido que avanzamos, solo siento de pronto que las manos que
tengo entre las mías no son las de mis padres, sino las de las dos niñas, y que
desde el asiento de enfrente estás mirándome con una sonrisa dulce en el rostro
y los ojos llenos de amor. Hemos vuelto, me dices, cuando a lo lejos veo que
nos aproximamos a la Estación Cénit.
Pero
seguimos avanzando, rápido, rápido. El suave traqueteo del tren desplazándose
sobre los rieles nos adormece y percibo entre sueños que las niñas, ya crecidas
y con una pequeña entre ambas, toman sus bolsos y sin darme cuenta siquiera, en
algún momento descienden o quizás sólo van hacia otro carro.
Qué
extraño, pienso, cómo ha cambiado el paisaje desde que subí a este loco tren,
que a pesar de haber disminuido la velocidad, no se ha detenido en ninguna
estación.
Tú, sentado
ahora a mi lado, entrelazas tus manos con las mías, a ambos se nos dibujan
fuertemente las venas por entre esas pecas que nos aparecieron de pronto,
cuando vemos que por el pasillo se aproxima el inspector anunciando la llegada
a la última estación de este recorrido, en la que los que aún quedamos en el
carro deberemos descender: Estación Ocaso.
Patricia
Guillén
Julio 2020
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