Dedicado a Sonia Monreal a quien nunca di las gracias
Me puse
unos calzoncillos y encima me puse otros calzoncillos, luego pensé “ahora puedo
decir con justicia que llevo un par de calzoncillos”, pensé eso nomás porque no
había tiempo para divagaciones de esas que se me dan tan bien. Luego me puse un
par de calcetines y encima otro y no pensé nada al respecto porque ya había
llegado alguien a buscarme, aunque tuve conciencia que lo que estaba haciendo
era una típica solución Schilling.
Soluciones Schilling® es la marca registrada de
ciertas formas originales –a veces acertadas, otras no tanto- de resolver
problemas sencillos y cotidianos. La primera de estas creaciones que recuerdo
debe haber sido cuando tenía unos tres o cuatro años. Era verano en el campo y
mi hermana mayor y un primo habían planeado una excursión. Yo no me la quería
perder ante todo para ir con los grandes, pero también porque irían al Cerro de
la Cruz y por ahí había un eco bien conversador que a mí me fascinaba. También
había una vertiente donde prepararíamos agua con harina tostada y azúcar para
acompañar unos sanguchotes que contendrían una variedad impresionante de
ingredientes en una combinación bastante original, algo así como mantequilla, miel,
queso, manjar y quesillo, si es que me acuerdo de todos..
El
problema, entonces, era que no me sabía vestir solo y mi hermana mayor no iba a
hacerlo. La solución era fácil, me tenía que poner el piyama sobre la ropa y
así al día siguiente bastaría sacarme el piyama y estaría listo para salir. A
veces una idea brillante se echa a perder por una exageración, parece que en
esta ocasión ese fue el caso porque en medio de la noche desperté muy incómodo,
casi no podía moverme y con una sensación extraña en todo el cuerpo. Me dio
miedo y llamé a mi mamá para que me ayudara y ella descubrió que estaba
durmiendo con zapatos. Eso me pasó por llevar las cosas demasiado lejos, en caso contrario, todo hubiera
andado bien.
Hago un
esfuerzo y mi mente regresa al presente que está fluyendo en forma acelerada.
El problema, en este momento, es llevar una muda de ropa sin ocupar las manos
que deben estar completamente libres en esta excursión que me llevará mucho más
lejos que al Cerro de la Cruz de mi infancia. Pensé en que podía haberme puesto
un tercer par de calzoncillos, pero los que usaba eran de esos chiteco bien gruesos y quizás empezaría a caer en la
exageración y ya había aprendido algo sobre eso.
Terminé
de vestirme con una polera y una camisa, un suéter y una chaqueta liviana. En
la sala me esperaba un cura vestido de negro, con una camisa con cuello redondo
y una biblia grandota. Apenas estreché su mano hice la pregunta más estúpida
del mundo: ¿usted es cura de verdad? Fue
de esas que uno no termina de pronunciar y ya se ha arrepentido tres veces. Sin
embargo, el no se lo tomó mal, sino que lo encontró divertido o aprovechó la
ocasión para bromear, reírse y bajar la tensión que tenía todo el asunto. Yo
creo que la culpa la tuvo mi jefe que andaba con una pinta parecida y dentro de
la biblia llevaba una Colt 45. Por supuesto, mi jefe nunca fue cura.
- ¿Y a
cual embajada nos vamos?- Dije, para seguir con las preguntas inteligentes.
- No te
preocupes, todos los caminos conducen a Roma- respondió dándoselas de
enigmático y agregó- Vamos pronto al carro, queda mucho cosa para hacer- y ahí
mismo me di cuenta que además de cura era gringo.
Abracé
a mi prima Sonia y le dije al oído que la pistola de Octavio estaba en el cajón
de mi velador y partí con el cura.
El
“carro” era una citrola bastante rasca que pasaba piola, pero no serviría para
arrancar si era necesario. Para pensar en otra cosa le pregunté de cuál
congregación era.
- Maryknoll,
no es muy famosa en Chile, pero en Estados Unidos es importante.
Tuve
que reconocer que jamás la había oído nombrar, pero eso no era extraño porque
las cosas de la Iglesia no eran mi fuerte.
Por
suerte, llegamos pronto a un convento o algo así, que quedaba en el
barrio Providencia, donde conocí a quienes serían mis compañeros de aventura:
tres hombres y una mujer, jamás había visto ninguno de esos rostros, lo cual me
extrañó y me inquietó. Otro poco de adrenalina no me venía mal para enfrentar
lo que viniera.
Mientras
tomábamos once, el cura que me había recogido nos explicó que éramos los cinco
más complicados de un grupo de unos treinta que tenía que ingresar a la
Nunciatura Apostólica –la embajada del Vaticano por si no lo saben- el problema
principal era que por fuera de la embajada había vigilancia policial –dos pacos
de punto fijo y con metralleta– dijo en perfecto chileno.
El plan
que nos explicó era simple e inteligente. Atrás de la Nunciatura
estaba la Embajada de Francia que ya no recibía refugiados y por eso no tenía
vigilancia policial, además el acceso era por una calle bastante secundaria
donde no habría muchas personas circulando. Tendríamos que escalar por el
portón de metal y guiándonos por un mapa, que nos entregó en ese momento, debíamos ubicar la
muralla divisoria con la Nunciatura, saltarla y quedar esperando hasta el día
siguiente y cuando llegara un cura debíamos pedirle asilo. En la Embajada de
Francia había un cuidador que sabía lo que haríamos y no escucharía
absolutamente nada. Seguramente era él quien había hecho el mapa que llevaba en
el bolsillo de mi camisa.
Nuestra
versión debía ser que entramos por la
reja del frente de la Nunciatura Apostólica, en un descuido de los carabineros
que la custodiaban. De este modo guardaríamos el secreto del acceso a través de
Francia porque el segundo grupo debía ingresar por la misma ruta.
Los organizadores
de la operación darían la noticia de nuestro asilo a las agencias
internacionales de noticias, para hacer más improbable la acción de la Dina que temíamos llegase a violar la inmunidad diplomática.
Todo se
veía bien, la hora de partida debía ser apenas empezara a obscurecer para que no nos
sorprendiera el toque de queda que debe haber sido a las 10 de la noche. El vehículo:
una Volkswagen Combi medio hippie. El chofer: el cura gringo.
El plan
estaba bien pensado, la distancia que recorrimos fue pequeña, apenas algunas
cuadras hasta llegar a la Embajada de Francia. La Volkswagen se detuvo justo
frente al portón negro.
- Ahora
deben saltar el portón y guiarse con el mapa. ¡Qué Dios los bendiga!
Esa fue
toda la despedida. Nosotros bajamos en silencio, murmuramos un adiós y nos
enfrentamos a un portón altísimo y muy liso, no había de donde agarrarse, no
sabía como iba a subir cuando un grandote me agarró y me lanzó hacia arriba con
tal fuerza que casi paso de vuelo hasta el otro lado. Me alcance a tomar del
borde y dejarme caer al otro lado sin problemas. La primera barrera había sido
superada.
Los
cinco estábamos bien y del lado correcto del portón. El cuidador tiene que haber sabido muy bien eso de hacerse el sordo, o quizás era sordo de verdad, eso no lo explicó muy bien el cura. El portón metálico había sonado como cinco truenos de la mejor tormenta que pudieramos imaginar y nadie dio señales de vida. Yo tenía el mapa y trataba
de entenderlo, pero no correspondía exactamente con lo que veíamos. Seguramente
el mapa no había sido dibujado por el cuidador, sino por alguien que lo había hecho de memoria y que no tenía
tan buena memoria porque la muralla señalada no iba dar a la casa de atrás como
nos habían explicado sino más bien a una casa del lado. Expliqué mi teoría a
los demás y estuvieron de acuerdo. Decidimos entonces saltar a la casa de
atrás, aunque no fuera la ruta señalada en el mapa.
Llegamos
a una especie de parque con grandes árboles, donde había una cancha de bochas,
más allá había una mansión que parecía deshabitada, un jardín con rosas y un
enorme césped que invitaba a jugar una pichanga, todo esto terminaba en una
reja y luego la calle donde dos carabineros armados con subametralladoras Karl
Gustav se paseaban lentamente.
Este
último detalle nos confirmó que habíamos tomado la decisión correcta. Sólo nos
quedaba ocultarnos entre los árboles y esperar la llegada del día. La noche fue
larga, el amanecer lento. El primero en cruzar la reja fue un hombre alto
delgado y de piel muy obscura, casi negra. Pensé que era africano, pero su
rostro era muy fino y sus rasgos definitivamente europeos. Correspondía a la descripción del Secretario de la Embajada, es decir el segundo después
del Nuncio.
Nos
presentamos ante él y le contamos la historia que teníamos preparada.
Neandro
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