28.1.13

Todos los caminos conducen a Roma

Dedicado a Sonia Monreal a quien nunca di las gracias
Me puse unos calzoncillos y encima me puse otros calzoncillos, luego pensé “ahora puedo decir con justicia que llevo un par de calzoncillos”, pensé eso nomás porque no había tiempo para divagaciones de esas que se me dan tan bien. Luego me puse un par de calcetines y encima otro y no pensé nada al respecto porque ya había llegado alguien a buscarme, aunque tuve conciencia que lo que estaba haciendo era una típica solución Schilling.
Soluciones Schilling® es la marca registrada de ciertas formas originales –a veces acertadas, otras no tanto- de resolver problemas sencillos y cotidianos. La primera de estas creaciones que recuerdo debe haber sido cuando tenía unos tres o cuatro años. Era verano en el campo y mi hermana mayor y un primo habían planeado una excursión. Yo no me la quería perder ante todo para ir con los grandes, pero también porque irían al Cerro de la Cruz y por ahí había un eco bien conversador que a mí me fascinaba. También había una vertiente donde prepararíamos agua con harina tostada y azúcar para acompañar unos sanguchotes que contendrían una variedad impresionante de ingredientes en una combinación bastante original, algo así como mantequilla, miel, queso, manjar y quesillo, si es que me acuerdo de todos..
El problema, entonces, era que no me sabía vestir solo y mi hermana mayor no iba a hacerlo. La solución era fácil, me tenía que poner el piyama sobre la ropa y así al día siguiente bastaría sacarme el piyama y estaría listo para salir. A veces una idea brillante se echa a perder por una exageración, parece que en esta ocasión ese fue el caso porque en medio de la noche desperté muy incómodo, casi no podía moverme y con una sensación extraña en todo el cuerpo. Me dio miedo y llamé a mi mamá para que me ayudara y ella descubrió que estaba durmiendo con zapatos. Eso me pasó por llevar las cosas demasiado lejos, en caso contrario, todo hubiera andado bien.
Hago un esfuerzo y mi mente regresa al presente que está fluyendo en forma acelerada. El problema, en este momento, es llevar una muda de ropa sin ocupar las manos que deben estar completamente libres en esta excursión que me llevará mucho más lejos que al Cerro de la Cruz de mi infancia. Pensé en que podía haberme puesto un tercer par de calzoncillos, pero los que usaba eran de esos chiteco bien gruesos y quizás empezaría a caer en la exageración y ya había aprendido algo sobre eso.
Terminé de vestirme con una polera y una camisa, un suéter y una chaqueta liviana. En la sala me esperaba un cura vestido de negro, con una camisa con cuello redondo y una biblia grandota. Apenas estreché su mano hice la pregunta más estúpida del mundo: ¿usted es  cura de verdad? Fue de esas que uno no termina de pronunciar y ya se ha arrepentido tres veces. Sin embargo, el no se lo tomó mal, sino que lo encontró divertido o aprovechó la ocasión para bromear, reírse y bajar la tensión que tenía todo el asunto. Yo creo que la culpa la tuvo mi jefe que andaba con una pinta parecida y dentro de la biblia llevaba una Colt 45. Por supuesto, mi jefe nunca fue cura.
- ¿Y a cual embajada nos vamos?- Dije, para seguir con las preguntas inteligentes.
- No te preocupes, todos los caminos conducen a Roma- respondió dándoselas de enigmático y agregó- Vamos pronto al carro, queda mucho cosa para hacer- y ahí mismo me di cuenta que además de cura era gringo.
Abracé a mi prima Sonia y le dije al oído que la pistola de Octavio estaba en el cajón de mi velador y partí con el cura.
El “carro” era una citrola bastante rasca que pasaba piola, pero no serviría para arrancar si era necesario. Para pensar en otra cosa le pregunté de cuál congregación era.
- Maryknoll, no es muy famosa en Chile, pero en Estados Unidos es importante.
Tuve que reconocer que jamás la había oído nombrar, pero eso no era extraño porque las cosas de la Iglesia no eran mi fuerte.
Por suerte, llegamos pronto a un convento o algo así, que quedaba en el barrio Providencia, donde conocí a quienes serían mis compañeros de aventura: tres hombres y una mujer, jamás había visto ninguno de esos rostros, lo cual me extrañó y me inquietó. Otro poco de adrenalina no me venía mal para enfrentar lo que viniera.
Mientras tomábamos once, el cura que me había recogido nos explicó que éramos los cinco más complicados de un grupo de unos treinta que tenía que ingresar a la Nunciatura Apostólica –la embajada del Vaticano por si no lo saben- el problema principal era que por fuera de la embajada había vigilancia policial –dos pacos de punto fijo y con metralletadijo en perfecto chileno.
El plan que nos explicó era simple e inteligente. Atrás de la Nunciatura estaba la Embajada de Francia que ya no recibía refugiados y por eso no tenía vigilancia policial, además el acceso era por una calle bastante secundaria donde no habría muchas personas circulando. Tendríamos que escalar por el portón de metal y guiándonos por un mapa, que nos entregó en ese momento, debíamos ubicar la muralla divisoria con la Nunciatura, saltarla y quedar esperando hasta el día siguiente y cuando llegara un cura debíamos pedirle asilo. En la Embajada de Francia había un cuidador que sabía lo que haríamos y no escucharía absolutamente nada. Seguramente era él quien había hecho el mapa que llevaba en el bolsillo de mi camisa.
Nuestra versión debía ser que entramos por la reja del frente de la Nunciatura Apostólica, en un descuido de los carabineros que la custodiaban. De este modo guardaríamos el secreto del acceso a través de Francia porque el segundo grupo debía ingresar por la misma ruta.
Los organizadores de la operación darían la noticia de nuestro asilo a las agencias internacionales de noticias, para hacer más improbable la acción de la Dina que temíamos llegase a violar la inmunidad diplomática.
Todo se veía bien, la hora de partida debía ser apenas empezara a obscurecer para que no nos sorprendiera el toque de queda que debe haber sido a las 10 de la noche. El vehículo: una Volkswagen Combi medio hippie. El chofer: el cura gringo.
El plan estaba bien pensado, la distancia que recorrimos fue pequeña, apenas algunas cuadras hasta llegar a la Embajada de Francia. La Volkswagen se detuvo justo frente al portón negro.
- Ahora deben saltar el portón y guiarse con el mapa. ¡Qué Dios los bendiga!
Esa fue toda la despedida. Nosotros bajamos en silencio, murmuramos un adiós y nos enfrentamos a un portón altísimo y muy liso, no había de donde agarrarse, no sabía como iba a subir cuando un grandote me agarró y me lanzó hacia arriba con tal fuerza que casi paso de vuelo hasta el otro lado. Me alcance a tomar del borde y dejarme caer al otro lado sin problemas. La primera barrera había sido superada.
Los cinco estábamos bien y del lado correcto del portón. El cuidador tiene que haber sabido muy bien eso de hacerse el sordo, o quizás era sordo de verdad, eso no lo explicó muy bien el cura. El portón metálico había sonado como cinco truenos de la mejor tormenta que pudieramos imaginar y nadie dio señales de vida. Yo tenía el mapa y trataba de entenderlo, pero no correspondía exactamente con lo que veíamos. Seguramente el mapa no había sido dibujado por el cuidador, sino por alguien que lo había hecho de memoria y que no tenía tan buena memoria porque la muralla señalada no iba dar a la casa de atrás como nos habían explicado sino más bien a una casa del lado. Expliqué mi teoría a los demás y estuvieron de acuerdo. Decidimos entonces saltar a la casa de atrás, aunque no fuera la ruta señalada en el mapa.
Llegamos a una especie de parque con grandes árboles, donde había una cancha de bochas, más allá había una mansión que parecía deshabitada, un jardín con rosas y un enorme césped que invitaba a jugar una pichanga, todo esto terminaba en una reja y luego la calle donde dos carabineros armados con subametralladoras Karl Gustav se paseaban lentamente.
Este último detalle nos confirmó que habíamos tomado la decisión correcta. Sólo nos quedaba ocultarnos entre los árboles y esperar la llegada del día. La noche fue larga, el amanecer lento. El primero en cruzar la reja fue un hombre alto delgado y de piel muy obscura, casi negra. Pensé que era africano, pero su rostro era muy fino y sus rasgos definitivamente europeos. Correspondía a la descripción del Secretario de la Embajada, es decir el segundo después del Nuncio.
Nos presentamos ante él y le contamos la historia que teníamos preparada.
Neandro

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