13.8.13

Vacaciones en El Vaticano



leer de preferencia después de Todos los Caminos Conducen a Roma
La sonrisa dibujada en la cara de monseñor no se borraba en ningún momento. En realidad fue sabio entregarle la tarea de explicar la forma en que entramos a la Nunciatura, a la única mujer del grupo. Ella no se puso nerviosa, a pesar que la sonrisa de monseñor no correspondía a la situación que si bien no era directamente dramática, si tenía un trasfondo muy serio. Yo trataba de darme una explicación silenciosa de lo que estábamos observando y se me ocurrió que el que había planeado todo y a lo mejor hasta era el autor del plano, era justamente quien escuchaba la historia con una sonrisa que ahora me parecía culpable. Culpable de haber inventado una mentira que ahora le tocaba escuchar pacientemente. Culpable como me sentía yo mismo de estar haciendo que esa compañera mintiera por todos nosotros.
-Los carabineros se habían metido debajo del techito que hay frente a la entrada de autos y nosotros vinimos por la otra punta y saltamos la reja, los cinco al mismo tiempo. Cuando ellos se dieron cuenta ya estábamos adentro y aunque nos apuntaron con sus armas no podían hacernos nada.- explicaba Marta al sacerdote. Una historia que hacía agua de principio a fin, pero que mantenía en resguardo la verdadera ruta de ingreso a través de la Embajada de Francia y que usarían pronto otros compañeros
Como diplomático que era, el cura, escuchó el relato sin hacer preguntas ni emitir juicios, solo esa sonrisa que estaba fuera de lugar. Luego nos pidió la documentación que llevábamos para poder hacer una solicitud escrita de asilo político y nos invitó a desayunar, lo que nos sonó simplemente maravilloso, después de una noche en la que no pegamos los ojos ni un momento.
Después a cumplir con la burocracia, hacer nuestra solicitud manuscrita y presentar los papeles que teníamos. El que no tenía nada, nada de documentación era un compañero que se había escapado del campo de concentración de Ritoque. Yo al menos tenía mi carnet escolar y mi visa para viajar a Suecia, el carnet de conducir y mi cédula de identidad los había hecho desaparecer poco tiempo atrás, cuando mi hermano me dio los suyos.
Una vez terminada la burocracia inicial, fuimos a lo doméstico y tomamos posesión de un departamento que contaba con una pieza y un baño que estaba fuera del edificio de la embajada y que parecía destinado a un cuidador, el cual estaba desocupado y fue rápidamente “amoblado” con cinco colchonetas con sus respectivas frazadas, las cuales inauguramos rápidamente con una siesta para recuperarnos un poco de la noche insomne y fría que habíamos pasado.
De a poco fuimos intercambiando nuestras historias, con mucha desconfianza por supuesto, como podíamos confiar en un fugado de un campo de concentración, cosa poco creíble en un país que era una prisión del tamaño del territorio. Nadie había oído hablar de una fuga exitosa por aquel tiempo, pero también queríamos creer que era posible y preguntábamos lo menos posible. Cada uno contaba lo que quería y ocultaba otro tanto.
Esa misma noche iniciamos una vigilia en espera del segundo grupo que debía llegar dentro de poco, usando la misma ruta que habíamos estrenado nosotros. Sabíamos el camino y la hora que debía ser cercana al toque de queda, pero desconocíamos el día de la operación. Tuvimos que esperar unos días para que se materializara la llegada de los otros compañeros. Esto nos había mantenido expectantes y preocupados. Entretanto habíamos aprendido a jugar a las bochas un juego italiano que se parecía un poco a la rayuela, pero que no se jugaba con tejos sino con unas bolas de madera y monseñor nos llevaba todos los días El Mercurio que nos repartíamos, leíamos, comentábamos e intentábamos hacer análisis de la situación política a partir de esa información incompleta sesgada y manipulada, pero que era la única información con la que contábamos.
Cinco noches después llegó un grupo de nueve compañeros que era menor a lo que esperábamos. Nos reunimos para explicarles a los recién llegados que era lo que debíamos hacer cuando nos enteramos que el grupo que había llegado era solo la mitad, había otro grupo de nueve compañeros que ya deberían estar allí porque habían salido antes que ellos. Esto nos alarmó a todos, porque no entendíamos que podía haberles pasado. Nos quedamos despiertos y vigilantes en espera de que en algún minuto llegaran los que faltaban. A mí me preocupaba muchísimo que entre los nueve recién llegados no hubiera ninguna cara conocida.
–¿Aquí es la Nunciatura?– preguntó un chico con más cara de despistado que ninguno. No sabíamos distinguir si era del grupo de los nueve recién llegados o no, pero  la pregunta a esas alturas era extraña, no correspondía.
–Si weón –respondió el negro y echando la talla, agregó: –Yo soy el Nuncio.
El chico se devolvió unos pasos se trepó a la tapia por donde habíamos ingresado y lanzó un chiflido como para despertar a toda la manzana.
–Vengan acá, aquí es la Nunciatura– dicho esto se descolgó del muro y fue a conversar con nosotros que lo abrazamos y recibimos como compañeros.
–¿Y cuál de ustedes es el Nuncio? –preguntó el chico haciéndonos reír  a todos, porque a esa hora solo queríamos relajarnos después de tanta tensión–.
Finalmente, el grupo había llegado y de a poco nos fuimos enterando de lo que había pasado con los nueve que se hicieron esperar. Ellos, como todos, entraron por la Embajada de Francia, pero luego saltaron hacia otra casa que no era la Nunciatura, pero era grande y estaba vacía, la recorrieron en silencio y encontraron una libreta de teléfonos con la insignia de Carabineros, eso que debería haber bastado para que salieran rajando de ese lugar, fuera de toda lógica, les picó la curiosidad y se pusieron a buscar documentos, información que le serviría a nadie. Así encontraron documentos que nos hicieron pensar que estuvieron en la casa de un General de Carabineros. Por cierto, las mansiones de ese barrio obligaban a pensar que sólo un General podría darse ese lujo.
Luego habían saltado a otra casa por suerte también vacía y luego de comprobar que no había nadie, se asomaron a una tercera casa, donde si había luces y un perro que ladraba diciendo claramente que esa no era la Nunciatura, las explicaciones eran muy claras y no mencionaban a ningún perro. En ese punto habían decidido retroceder hasta la Embajada de Francia y enviar un explorador saltando una muralla distinta a la de la primer intento. Este explorador era el chico que se había encontrado con nosotros.
A alguien se le ocurrió que nos contáramos para estar seguros de que no faltaba nadie. Éramos 23, la cuenta estaba correcta, solo faltaba decidir quién le diría la mentira al cura. El chico se ofreció de voluntario. Preparó bien su historia, que era aún más inverosímil que la anterior, porque 18 personas saltando la reja que ahora estaba custodiada por 2 parejas de carabineros hubiera terminado con una masacre. Sin embargo, esta vez monseñor no hizo preguntas, les dijo que tenían que hacer una solicitud escrita de asilo y nos invitó a todos a desayunar. Las tazas alcanzaron para todos al igual que el pan y el queso, por lo que seguí sospechando que él era parte de la operación. No hice ningún comentario sobre esto, si tenía razón era mejor que nadie sospechara que contábamos con la ayuda del Secretario de la Embajada del Vaticano.
Un final feliz para una noche tensa que pudo terminar en un drama más, de los miles que vivió Chile en esos años.

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