leer de preferencia después de Todos los Caminos Conducen a Roma
La sonrisa dibujada en la cara de monseñor no se
borraba en ningún momento. En realidad fue sabio entregarle la tarea de
explicar la forma en que entramos a la Nunciatura, a la única mujer del grupo.
Ella no se puso nerviosa, a pesar que la sonrisa de monseñor no correspondía a
la situación que si bien no era directamente dramática, si tenía un trasfondo
muy serio. Yo trataba de darme una explicación silenciosa de lo que estábamos observando
y se me ocurrió que el que había planeado todo y a lo mejor hasta era el autor
del plano, era justamente quien escuchaba la historia con una sonrisa que ahora
me parecía culpable. Culpable de haber inventado una mentira que ahora le
tocaba escuchar pacientemente. Culpable como me sentía yo mismo de estar
haciendo que esa compañera mintiera por todos nosotros.
-Los carabineros se habían metido debajo del techito
que hay frente a la entrada de autos y nosotros vinimos por la otra punta y
saltamos la reja, los cinco al mismo tiempo. Cuando ellos se dieron cuenta ya
estábamos adentro y aunque nos apuntaron con sus armas no podían hacernos
nada.- explicaba Marta al sacerdote. Una historia que hacía agua de
principio a fin, pero que mantenía en resguardo la verdadera ruta de ingreso a
través de la Embajada de Francia y que usarían pronto otros compañeros
Como diplomático que era, el cura, escuchó el relato
sin hacer preguntas ni emitir juicios, solo esa sonrisa que estaba fuera de
lugar. Luego nos pidió la documentación que llevábamos para poder hacer una
solicitud escrita de asilo político y nos invitó a desayunar, lo que nos sonó
simplemente maravilloso, después de una noche en la que no pegamos los ojos ni
un momento.
Después a cumplir con la burocracia, hacer nuestra
solicitud manuscrita y presentar los papeles que teníamos. El que no tenía nada,
nada de documentación era un compañero que se había escapado del campo de
concentración de Ritoque. Yo al menos tenía mi carnet escolar y mi visa para
viajar a Suecia, el carnet de conducir y mi cédula de identidad los había hecho
desaparecer poco tiempo atrás, cuando mi hermano me dio los suyos.
Una vez terminada la burocracia inicial, fuimos a lo
doméstico y tomamos posesión de un departamento que contaba con una pieza y un
baño que estaba fuera del edificio de la embajada y que parecía destinado a un
cuidador, el cual estaba desocupado y fue rápidamente “amoblado” con cinco
colchonetas con sus respectivas frazadas, las cuales inauguramos rápidamente
con una siesta para recuperarnos un poco de la noche insomne y fría que
habíamos pasado.
De a poco fuimos intercambiando nuestras historias,
con mucha desconfianza por supuesto, como podíamos confiar en un fugado de un
campo de concentración, cosa poco creíble en un país que era una prisión del
tamaño del territorio. Nadie había oído hablar de una fuga exitosa por aquel
tiempo, pero también queríamos creer que era posible y preguntábamos lo menos
posible. Cada uno contaba lo que quería y ocultaba otro tanto.
Esa misma noche iniciamos una vigilia en espera del
segundo grupo que debía llegar dentro de poco, usando la misma ruta que
habíamos estrenado nosotros. Sabíamos el camino y la hora que debía ser cercana
al toque de queda, pero desconocíamos el día de la operación. Tuvimos que
esperar unos días para que se materializara la llegada de los otros compañeros.
Esto nos había mantenido expectantes y preocupados. Entretanto habíamos
aprendido a jugar a las bochas un juego italiano que se parecía un poco a la
rayuela, pero que no se jugaba con tejos sino con unas bolas de madera y
monseñor nos llevaba todos los días El Mercurio que nos repartíamos, leíamos,
comentábamos e intentábamos hacer análisis de la situación política a partir de
esa información incompleta sesgada y manipulada, pero que era la única
información con la que contábamos.
Cinco noches después llegó un grupo de nueve
compañeros que era menor a lo que esperábamos. Nos reunimos para explicarles a
los recién llegados que era lo que debíamos hacer cuando nos enteramos que el
grupo que había llegado era solo la mitad, había otro grupo de nueve compañeros
que ya deberían estar allí porque habían salido antes que ellos. Esto nos
alarmó a todos, porque no entendíamos que podía haberles pasado. Nos quedamos
despiertos y vigilantes en espera de que en algún minuto llegaran los que
faltaban. A mí me preocupaba muchísimo que entre los nueve recién llegados no
hubiera ninguna cara conocida.
–¿Aquí es la Nunciatura?– preguntó un chico con más
cara de despistado que ninguno. No sabíamos distinguir si era del grupo de los
nueve recién llegados o no, pero la
pregunta a esas alturas era extraña, no correspondía.
–Si weón –respondió el negro y echando la talla, agregó: –Yo soy el Nuncio.
El chico se devolvió unos pasos se trepó a la tapia
por donde habíamos ingresado y lanzó un chiflido como para despertar a toda la
manzana.
–Vengan acá, aquí es la Nunciatura– dicho esto se
descolgó del muro y fue a conversar con nosotros que lo abrazamos y recibimos
como compañeros.
–¿Y cuál de ustedes es el Nuncio? –preguntó el chico
haciéndonos reír a todos, porque a esa
hora solo queríamos relajarnos después de tanta tensión–.
Finalmente, el grupo había llegado y de a poco nos
fuimos enterando de lo que había pasado con los nueve que se hicieron esperar.
Ellos, como todos, entraron por la Embajada de Francia, pero luego saltaron
hacia otra casa que no era la Nunciatura, pero era grande y estaba vacía, la
recorrieron en silencio y encontraron una libreta de teléfonos con la insignia
de Carabineros, eso que debería haber bastado para que salieran rajando de ese
lugar, fuera de toda lógica, les picó la curiosidad y se pusieron a buscar documentos, información
que le serviría a nadie. Así encontraron documentos que nos hicieron
pensar que estuvieron en la casa de un General de Carabineros. Por cierto, las
mansiones de ese barrio obligaban a pensar que sólo un General podría darse ese
lujo.
Luego habían saltado a otra casa por suerte también
vacía y luego de comprobar que no había nadie, se asomaron a una tercera casa, donde
si había luces y un perro que ladraba diciendo claramente que esa no era la Nunciatura,
las explicaciones eran muy claras y no mencionaban a ningún perro. En ese punto
habían decidido retroceder hasta la Embajada de Francia y enviar un explorador saltando
una muralla distinta a la de la primer intento. Este explorador era el chico
que se había encontrado con nosotros.
A alguien se le ocurrió que nos contáramos para
estar seguros de que no faltaba nadie. Éramos 23, la cuenta estaba correcta,
solo faltaba decidir quién le diría la mentira al cura. El chico se ofreció de
voluntario. Preparó bien su historia, que era aún más inverosímil que la
anterior, porque 18 personas saltando la reja que ahora estaba custodiada por 2
parejas de carabineros hubiera terminado con una masacre. Sin embargo, esta vez
monseñor no hizo preguntas, les dijo que tenían que hacer una solicitud escrita
de asilo y nos invitó a todos a desayunar. Las tazas alcanzaron para todos al igual
que el pan y el queso, por lo que seguí sospechando que él era parte de la
operación. No hice ningún comentario sobre esto, si tenía razón era mejor que nadie
sospechara que contábamos con la ayuda del Secretario de la Embajada del Vaticano.
Un final feliz para una noche tensa que pudo
terminar en un drama más, de los miles que vivió Chile en esos años.
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