El Mercedes negro del Nuncio Apostólico, con sus metales
pulidos y brillantes, iba con feroz
escolta: un carabinero en moto abría la comitiva, otros dos en cada flanco y
atrás una patrulla. Sin embargo, a bordo no viajaba monseñor. Al volante iba un
señor correctamente vestido de chofer, a su lado el Secretario de la Embajada,
un cura indio que había sido nuestro anfitrión durante el mes que estuvimos en
la embajada, vestía un impecable terno negro y el cuello blanco cerrado que
indicaba que era un sacerdote. Era la primera vez que lo veíamos vestido así.
Para bajar un poco la tensión nos explicó: “este cuello redondo como los
grillos de hierro de los esclavos, representa que soy un siervo del Señor, pero
en este caso lo uso para hacerme respetar un poco más por estos señores de
verde”. En el asiento trasero, forrado en cuero negro de verdad, íbamos los
tres refugiados que abandonábamos la Nunciatura con nuestros respectivos
salvoconductos, sintiéndonos pequeñitos y con el alma apretada en ese enorme
auto y rodeados de tantos policías.
A pesar de la niebla de esa madrugada, podíamos ver las
caras de los que iban en la patrulla que
nos seguía y a veces la de algún motorista que se rezagaba. Todos los rostros
eran de piedra y no conocían la sonrisa. Con el tiempo supe que el 27 de abril
era el Día del Carabinero y deben haber estado muy choreados por haber tenido
que madrugar para escoltar a tres terroristas de mierda que volaban hacia la
libertad, en lugar de llevarlos a algún obscuro lugar donde se encerraba y
torturaba a los prisioneros en aquel año terrible de 1975.
A mí me preocupaban más otros señores sin uniforme que
deberían estar esperándonos en la aduana y aunque sabía que las cosas no estaban
como para que la dictadura quisiera comprarse un problema internacional,
secuestrando a tres jóvenes (dos mujeres y un hombre) que se encontraban bajo
la protección diplomática de El Vaticano, no pasaba por alto el hecho que el
Nuncio no estaba presente y nunca fue a la embajada para no tener contacto con
nosotros por lo que suponíamos que era derechista, algunos aseguraban que era
Opus Dei, pero en realidad no teníamos idea.
Para distraerme, si es que eso era posible, mi mente que
tiene mucha autonomía voló a la noche anterior que fue noche de despedida.
Habíamos logrado organizar un pequeño carrete. Los que nos íbamos vaciamos
nuestros bolsillos de los escudos que serían inservibles fuera de Chile y se
hizo una cucha que permitió contrabandear unas botellas de pisco que tomamos
agregándole chorritos al mate que nos servía para conversar cada noche y para
variar tuvimos unos sánguches de queso de ese que regalaba Cáritas, que no era
malo, pero después de un mes ya nos estaba patiando un poco.
La variación de esa noche fue que una bruja dijo que sabía
ver la suerte con el naipe y por cierto los tres que partíamos teníamos que
enterarnos de lo que nos depararía el destino. La cosa era fácil, a todos nos
salía un largo viaje que se iniciaría muy pronto, para lo cual no se necesitaba
una cartomántica ni tampoco un naipe. La bruja me dijo también que un familiar
cercano tendría problemas con la justicia, cosa que aunque no era tan segura
como el viaje, tenía una alta probabilidad de ser cierta. Le contesté que en
todo caso sería con la Injusticia, porque en Chile la Justicia había desaparecido
hacia tiempo, para oponerme así de alguna forma a su vaticinio, pero guardé en
mi corazón el temor de que fuera mi padre quien sufriera la venganza de la DINA
y sabía que eso significaría muy probablemente su muerte debido a la enfermedad
coronaria que ya le había provocado un infarto un par de años antes.
Al final de la sesión cartomántica teníamos la posibilidad
de hacer una pregunta que las cartas responderían como un oráculo con un sí
o con un no, sin posibilidades intermedias.
Cómo temía por mi padre, lo lógico era preguntar si sería él
quien tendría problemas con la Injusticia, pero no quería saber si pasaba eso
así que hice la pregunta chueca: ¿Será mi hermano el de los problemas? Y las
cartas dijeron: sí. Mi preocupación bajó un poco total mi hermano era más joven
que yo y tenía buena salud y por último las cartas eran solo un juego para
hacer pasar la noche sin dormir. En noches como ésa el amanecer se hace esperar
un poco, pero al fin llega y con él los treinta y tantos abrazos y las hermosas
palabras de despedida.
La velocidad que llevábamos era demasiado lenta, o al menos
eso me parecía y me hacía temer que perdiéramos el avión, aunque eso no era lo
más grave que podría pasar, pero los pacos se desplazaban con lentitud
deliberada, ¿Querrían que perdiéramos nuestro vuelo a la libertad o simplemente
la espesa niebla, que parecía aumentar en la medida que nos internábamos por
Barrancas alejándonos de Santiago, no les permitía ir más rápido? Fue, sin duda,
un largo viaje el que hicimos entre la Nunciatura que quedaba cerca de Plaza
Italia y el aeropuerto de Pudahuel.
El primero en bajar del auto fue el Secretario de la
Embajada quien abrió una puerta trasera y nos pidió que todos bajáramos por ese
lado no quería que nos alejáramos ni un metro de él, y así nos condujo a una
sala donde me abrazó mi familia en pleno: mi madre, mi padre, mis dos hermanas
y mi hermano. Las mujeres lloraban y los hombres tragábamos saliva. Les pedí
que dejaran las lágrimas para cuando hubiera partido el avión para que
aprovecháramos mejor el tiempo. Por suerte me hicieron caso porque estaba a
punto de contagiarme y dar un lamentable espectáculo delante de los agentes de
la DINA que debían estar por ahí y que serían fáciles de reconocer porque estarían
echando espuma por la boca porque se les escapaban tres codiciadas presas.
Me entregaron una pequeña maleta con mi ropa, un billete de
$ 50 dólares (SIC) que era todo lo que habían podido reunir y como estaban
conscientes de que era muy poco lo acompañaron con un reloj de oro de mi madre
un anillo de mi hermana mayor las colleras y un recuerdo del bautismo masónico
de mi padre.
Mi hermano me contó que había estado como 10 días en Villa
Grimaldi, que no le había pasado nada y que memorizara algunos nombres de
compañeros que se encontraban allí, así que anoté en mi mente varios nombres que ahora no recuerdo.
Le conté lo de la bruja, él se rió y estuvo de acuerdo
conmigo, en que en realidad había tenido problemas con la Injusticia. Después
se puso serio y me dijo: “con el destino no se juega”. Años después me contó
una versión más realista de su paso por Villa Grimaldi. Yo pasé mucho tiempo
sin volver a verme la suerte.
Cuando partió el avión deben haber rodado un par de lágrimas
por mis mejillas, pero Mateo ya estaba ocupado en la escala que haríamos en
Río de Janeiro donde nos podría acechar el próximo peligro.
Neandro
Veronica Seguel.- Bello y ameno como siempre, amigo. Escribes con tanta facilidad como si el lápiz se deslizara.... no comentes que ya no se usa el lápiz...
ResponderBorrarPamela Andrea Aguirre Guzmán.-
ResponderBorrarNaveguemos
María Kristina Ruiz.- Excelente, como siempre, espero la continuación! Un abrazo!
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