Para
Patricia, en medio de la pandemia y la revuelta.
“Y no me digas pobre
Por ir viajando así
No ves que estoy contento
No ves que voy feliz
Viajando en este tren
En este tren al sur
Por ir viajando así
No ves que estoy contento
No ves que voy feliz
Viajando en este tren
En este tren al sur
Tren al sur
Tren al sur”
Tren al sur”
Los Prisioneros
Habían cruzado una parte extensa de la
ciudad para alcanzar la Estación Central de trenes, lo habían hecho con extremo
cuidado, buscando eventuales refugios en los zaguanes de las antiguas
viviendas, confundiéndose con las sombras proyectadas por los muros para
sortear la vigilancia ejercida por los soldados apostados en diversos puntos de
la urbe o que transitaban en pesados camiones de guerra.
Tanto Ilana como Arrar, así como el
grueso de los habitantes, habían perdido la noción del tiempo y les resultaba
imposible recordar cuándo, en qué preciso momento, hace cuántos meses (¿años?)
ante el advenimiento de la peste y aprovechándose de ella, los gobernantes
civiles habían impuesto el estado de sitio y el toque de queda para impedir los
procesos sociales democratizadores en los que el pueblo exigía justicia,
igualdad de derechos y dignidad después de haber vivido durante décadas una
siniestra dictadura militar.
La prolongada caminata los había
extenuado y la tensión y la incertidumbre se habían exacerbado en ellos.
Observar y recorrer las calles de la ciudad,
donde habían nacido y vivido siempre, ahora plagada de amenazas, sin árboles,
con los parques y plazas depredados por el paso de los carros de asalto, había
conseguido acrecentar en ellos un sentimiento profundo de derrota y la
necesidad de hacer algo, lo que fuera, para cambiar esa situación.
Todo lo experimentado durante ese
tiempo imposible de cuantificar les había conducido de manera irrevocable a la
determinación de alcanzar la estación de trenes y tomar, a como diera lugar, uno
que los condujera a un paraje distinto, liberado de las lacras y fantasmas que imperaban
en la metrópoli.
En pocas horas hicieron los
preparativos: un par de bolsos de mano y sendas mochilas. Antes de abandonar la
vivienda que alquilaban en una población en la periferia de la ciudad, se
pusieron mascarillas protectoras y guantes. Luego salieron a la noche sin
volver la mirada.
Les impresionó ver que la entrada
principal del hospital más importante de la ciudad se encontraba atestado de
ambulancias con pacientes agonizantes en su interior y moribundos tendidos en
las aceras. La peste había llegado súbitamente sobre el territorio y sus
habitantes, tomándolos por sorpresa y trastocando el curso de sus vidas de
manera dolorosa y permanente. La cotidianeidad se había convertido en un
tormento.
Después de recorrer una treintena de
calles y tomando atajos, a pesar del frío y la humedad reinantes sintieron en
sus cuerpos el cosquilleo de una transpiración tibia y pegajosa como resultado
del esfuerzo.
Al llegar, avanzaron subrepticiamente por
los costados del edificio de paredes amarillas y pintura desconchada, hasta
ganar una de las entradas laterales de la estación de trenes cuya techumbre
ferruginosa aumentaba el aspecto fantasmagórico de la estancia sumida aún en
las sombras de la noche.
En el andén principal se encontraba
apostada una locomotora antigua, negra con guarniciones y molduras rojas, más
una docena de vagones acoplados que parecían permanecer flotando en una niebla
dantesca que invadía todo el suelo de la estación sumida en el más absoluto
silencio.
Se miraron buscando cada uno en los
ojos del otro la seguridad que tanto necesitaban para creer y convencerse de
que su acto los llevaría, tarde o temprano, a hacer realidad el sueño de dejar
atrás ese tiempo nefasto. Se devolvieron una mirada esperanzada, cargada de
valor para enfrentar el momento que sobrevendría.
Caminaron sin emitir ruido alguno en
dirección al último carro, el más próximo de la hilera, pero un sonido casi
imperceptible, como un rasguño suave, les llamó la atención, asustándolos. Un
gato cruzó ante ellos mirándolos con curiosidad y, al parecer, un dejo de
complicidad y simpatía.
Antes de llegar a la portezuela del
carro se percataron de una luz verdosa oscilando a cierta distancia por sobre
la niebla que flotaba a ras de piso y, aproximándose a ellos, un hombre grueso,
de mediana estatura y cargado de hombros, de rostro pálido, desdentado y mirada
oculta tras lentes oscuros, que con gesto agresivo les detuvo e interpeló:
—¿Dónde van? ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Qué significa esto?
—Vamos al sur… —respondió Ilana, con
voz segura. Tenemos nuestros pasajes.
—Pero entonces tendrán que esperar…,
este tren no va al sur ni al norte, no va a ninguna parte… Además, esos pasajes
no son oficiales, seguramente falsos, inservibles…—aseguró el hombre, mostrando
sus dientes corroídos.
—Tenemos pasajes y, según se nos dijo,
este es el tren que nos corresponde— repuso Arrar.
—Miren, yo sé todo lo que pasa o no
pasa aquí, nadie me va a venir a decir otra cosa. Si les estoy diciendo que no
hay ningún tren que vaya al sur es por algo, ¿entendieron?
El hombre los miró fijamente, con
rabia contenida, como si encarnasen el desacato y la rebeldía ante su mandato.
Mas, de pronto un rumor, al principio leve y lejano, pero pronto sordo y
creciente, atrajo la atención de los tres.
Por las puertas laterales del recinto,
una silenciosa columna de personas, mujeres, hombres, niños, viejos y jóvenes, comenzó
a ingresar al gigantesco galpón de la estación, en dirección al andén donde se
encontraban. El ruido que hacía la que poco a poco se fue convirtiendo en una multitud era similar al de la resaca que
producen las mareas, envolvente y expansivo.
El hombre de la linterna, que en algún momento se nombró a sí mismo guardagujas, se adelantó hacia la columna de personas con la intención de detenerlos, interponiéndose con su farol de luz verdosa a modo de amenaza. La mujer que encabezaba la marcha lo hizo a un lado con un fuerte empujón y continuó avanzando hasta subir al carro junto con todos los demás.
Los recién llegados, sin excepción,
marchaban premunidos de mascarillas y guantes plásticos, algunos llevaban un
parche cubriéndoles un ojo. Arrar e Ilana sabían que esto último se debía a la
represión ejercida por carabineros durante las manifestaciones previas al
desencadenamiento de la peste.
Finalmente ellos, tomándose del
pasamanos, subieron al carro y avanzaron de vagón en vagón hasta encontrar un
sitio en el penúltimo. Nadie hablaba. Un silencio sepulcral predominaba en el
ambiente y en todo el tren.
Ilana comentó al oído de su compañero:
—¿Cuánto tendremos que esperar?
—Creo que tendremos que armarnos de
paciencia para saberlo —respondió Arrar.
Por la ventanilla vislumbraron el
exterior aún plagado de sombras. La niebla rasante seguía flotando y en medio
de ella vieron al hombre de la linterna gesticulando en dirección al convoy e
inmediatamente después corriendo hacia la puerta de la estación. Allí, en un
rincón, tomó con furia el auricular de un teléfono, alertando a las fuerzas
represivas.
En ese momento, al interior del carro,
dos mujeres y dos hombres, sin quitarse las mascarillas de sus rostros, anunciaron
que era hora de actuar en forma coordinada, rápida y eficiente, para poder
iniciar el viaje.
Luego, uno de los hombres instruyó a
los pasajeros en la necesidad de arrancar los asientos de madera para proveer de
combustible a la locomotora. La multitud, aleccionada, inició una febril
actividad en todos los carros del convoy. Arrar y su compañera hicieron otro
tanto, sumándose a lo que les permitiría alcanzar su sueño que, ahora estaban
seguros, era colectivo.
Al cabo de pocos minutos, alguien dio
la voz de alarma:
—¡¡Vienen soldados y policías…,
soldados y policías…!! ¡¡Hay que arrancar, hay que arrancar!! ¡¡Pongan el tren
en marcha o será demasiado tarde!!
El
grito se perdió en medio de un resonar de botas sobre el suelo de la estación,
al mismo tiempo que un estremecimiento recorrió a todo lo largo el convoy y un intenso
ruido de entrechocar de metales y engranajes conmocionó el recinto.
El estallido de un balazo resonó, con
múltiples ecos, en la techumbre abovedada y un aleteo de palomas y murciélagos
crispó la atmósfera enrarecida por el creciente hedor a pólvora y humo. El
tren, la oscura mole de la locomotora y la docena de carros que constituían el
convoy, comenzó a moverse lenta, pero ciertamente.
Mientras el tren avanzaba y aceleraba
su marcha, atrás, ya en el andén, la soldadesca —rodilla en tierra— comenzaba a
disparar, pero la andanada se incrustó en el acero de los carros o rebotó sin
conseguir su efecto letal.
Los pasajeros permanecían inclinados, evitando
ser alcanzados por los disparos, a la vez que un canto suave y progresivamente
más alto y menos triste, se elevaba desde sus gargantas.
Cuando los suburbios de la urbe comenzaban
a hundirse definitivamente en la oscuridad, en la niebla espesa que aun flotaba
rasante, los pasajeros miraban a través de las ventanillas y lo que veían confirmaba
sus peores temores. Ya fuera del ámbito urbano constataron la feroz
desertificación que hacía estragos en los campos y alrededores: el territorio
se había convertido en un desierto, una tierra envenenada y desolada, cuarteada
y seca. No crecía una brizna de hierba y en lontananza era posible adivinar el
perfil monstruoso de la refinería y usinas contaminantes.
Mucho después (¿días, semanas,
meses?), en algún momento de un día luminoso, alguien advirtió matas de
arbustos y, poco más allá, los primeros árboles, la tierra fértil y los animales
paciendo, mientras una lluvia sanadora comenzaba a caer suavemente.
Fue entonces que Ilana, mirando en los
ojos aún tristes de Arrar, le dijo, acariciándole su rostro de barba crecida:
—Me gustaría leer ese libro que
alguien nos recomendó, ese que tiene un nombre que me pareció maravilloso: “La
Vida Secreta de los Árboles”.
Arrar asintió, la estrechó entre sus
brazos y ambos dejaron que el traqueteo del tren en los durmientes los acunara,
adormeciéndolos.
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