Apenas
alcancé a entrever unos instantes con mis ojos soñolientos la calle llena de
hojas y pensé en lo puntual que era el otoño en Talca, si aún no terminaba
marzo y ya se notaba con toda su fuerza y me regalaba una alfombra de hojas
doradas, para salir de la casita de mi hermana y entrar en el auto de mi viejo.
Ensimismado, contemplativo y relajado después de una noche sin pesadillas fui
devuelto a la realidad triste y dura que enfrentábamos por la voz de mi madre.
—Súbase
luego al auto Neandrito y no esté ahí pajareando —dijo en el tono más
autoritario que le conocí.
Una vez
que estuve en el asiento trasero del Fiat 125 rojo que mi padre había comprado
poco antes del golpe y que seguramente lo había elegido porque Allende andaba
en uno igualito. En realidad el Presidente y los compañeros del GAP usaban
varios autos iguales, por seguridad, para que no se supiera en cual iba
Allende, mi madre no me dejó que los saludara como un hijo que no los veía hace
tiempo y me dijo que me acostara y me tapara con el charlón que había ahí. Obedecí
sin chistar, desde esa posición miraba las copas de los árboles y me daba
cuenta que íbamos por la Diagonal para tomar luego la Alameda con sus enormes
plátanos orientales, mientras pasábamos frente al Estadio Fiscal en dirección
al río Claro, pensé en que el viejo que no era futbolero, nunca me acompañó a
ver un partido del Rangers y que seguramente eso era algo que jamás haríamos...
y, a pesar de que mi mente volaba por vericuetos interiores me percaté de que
la maniobra era extraña o íbamos hacia ninguna parte.
Cuando
estábamos sobre el puente de una sola vía, pero con unas bahías por si uno se
topaba con otro vehículo, mi padre que había estado silencioso y tenso me dijo
que ya podía sentarme, lo que me permitió ver el río que tanto me gustaba,
mientras se levantaba de él una bruma típica de las mañanas frías. Por fin pude
acariciarles las cabezas a ambos, a modo de saludo, lo que me gustaba hacer
cuando viajaba solo con ellos, sentado al medio del asiento trasero.
Entonces
mi padre me explicó lo que íbamos a hacer:
—Hay
que ir a Santiago, para que te metas a una embajada. La frontera con Argentina
está militarizada y no hay posibilidades ni de acercarse. Solo queda la chance
de las embajadas, así que nos vamos a Santiago.
Para mí
significaba volver al punto de partida, pero no podía cuestionar la lógica de
lo que decía el viejo, solo me preocupaba que las palabras no eran coherentes
con la dirección en que íbamos, nos dirigíamos hacia el poniente, subiendo el
cerro de la Virgen por un camino de ripio medio suelto, excelente para
aporrearse los riñones.
—Está
bien, tenemos que volver a Santiago, pero parece que vamos hacia Pencahue —dije
tratando de no llevarle la contraria, porque notaba que mi padre, estaba un
poco raro, extremadamente conspirativo, como si su cerebro estuviera
funcionando en una frecuencia que no era la de todos los días.
—Todos
los caminos conducen a Roma —respondió confirmando mi apreciación, pero luego
se relajó, se sonrió y me soltó el rollo completo.
—Hoy es
Viernes Santo, y nos vamos a pasar el fin de semana a Llico o Iloca comiendo
pescados y mariscos como Dios manda —dijo como si fuera el más pechoño de los
pechoños—. El Domingo viajamos a Curicó y luego llegamos en la tarde a Santiago
con el choclón de autos que vuelven del fin de semana largo y así no tendremos
problemas —y se quedó esperando mi respuesta, aunque más parecía que
esperara una ovación, porque sabía que el plan era bueno.
Sin embargo,
yo no dije nada, porque estaba un poco alelado tratando de asimilar lo que ocurría.
—Y yo
llamé por teléfono a todas mis amigas y les dije que nos íbamos a Concepción a pasar
la Semana Santa con tu hermano Jano —agregó mi madre.
—Si no
nos damos este paseíto por la costa y nos vamos directo a Santiago, no llegamos
más que hasta el retén de Panguilemo, porque los pacos conocen este auto de
lejos —justificó su acción mi viejo.
—Claro,
como el teléfono debe estar intervenido, porque a veces uno va a hacer una
llamada, levanta el fono y se escucha a una gente hablando y después se quedan
callados, por eso les conté esa historia a mis amigas —explicó mi madre.
La
situación era increíble, los dos viejos estaban actuando con una lucidez, que
parecía que ellos fueran los militantes revolucionarios entrenados para
enfrentar este tipo de problemas y yo fuera un pendejo que no sabía qué hacer y
de hecho estaba mudo, escuchándolos.
La ruta
era un duro camino de ripio, no muy ancho, que subía y bajaba y tenía una
cantidad de curvas incontables, ya que íbamos por las crestas de la Cordillera
de la Costa hacia el norte, si hubiéramos
ido hacia el poniente cruzaríamos rápidamente la cordillera y se
acabarían las curvas que ya me iban mareando, pero en dirección norte esto
parecía interminable. Llegamos a Curepto y pasamos solo a poner bencina, nada
de pararse a tomar una bebida. Parecía como si alguien nos fuera persiguiendo o
tuviéramos que llegar a cierta hora a Iloca o a Llico ya que no estaba definido
cual de los dos balnearios las dos caletas de pescadores sería
nuestro destino. Más allá de Curepto encontramos una buena sombra y nos
detuvimos, mi madre traía un picnic de primera con sánguches de pollo y huevos
duros y un termo de té, cuando nos bajamos ya me sentí adolorido por el viaje,
pero no me quejé, si ellos soportaban esto como si tratara de un paseo, no
sería yo el que se lamentara de nada.
El
descanso fue corto, proseguimos el viaje que ya llevaba varias horas, no porque
las distancias fueran muy largas sino porque la velocidad con que avanzábamos
era mínima. Afortunadamente después de una gran curva quedamos mirando al
poniente y se inició el descenso que nos llevaría por un camino más suave que
corría paralelo al mar.
Mi
padre sacó el tema que más de una vez se lo había escuchado, de que había que
construir una carretera por la costa desde Arica a Punta Arenas. Esta era una
de sus visiones favoritas de país y le dio tema hasta llegar a Iloca donde
conseguimos una pensión donde alojarnos.
De
Iloca recuerdo una playa enorme (¿o era Llico?) donde caminamos con mi padre
que me abrazó en silencio para darme ánimo y dárselo él también, porque sabía
muy bien que faltaba lo más peligroso y ninguno de nosotros tenía verdaderamente
una idea clara de cómo podría llegar a una embajada.
Así
íbamos conversando telepáticamente, cuando nos interrumpieron unos pescadores
que traían un lenguado de dimensiones descomunales que alcanzaría para
alimentar a toda la caleta y a sus escasos visitantes.
—Voy a
tener que volver a ésta playa para ver si pesco uno de esos —me dijo con mucha
convicción. Sé por mi hermano que años más tarde mi padre ya viejo había
logrado enganchar un pez enorme, tanto que no lo pudo sacar del agua. Cuando mi
hermano lo encontró tomándose las píldoras para el corazón él le había dicho:
"era el lenguado más grande que he visto en mi vida" y estaba muy
abatido quizás porque no lo había podido capturar o quizás porque se acordó de
aquel paseo conmigo que me encontraba lejos.
El gran
lenguado le había dado tema para hablar de uno de sus proyectos comercial que
nunca realizaría, el cual consistía en tener camiones frigoríficos, para llevar
los productos del mar a los grandes centros de consumo y conseguir utilidades
fabulosas, eso sí pagándoles un precio justo a los pescadores artesanales.
Al día
siguiente, mi madre quería llegar hasta Bucalemu un poco más al norte donde nos
encontrábamos, ya que tenía hermosos recuerdos de su niñez comiendo unos erizos
enormes y del tío Armando comiéndose las piñachas vivitas y pataleando que se
encontraban en su interior y quería
revivirlos. Sin embargo, desistimos de partir hacia allá porque nos dijeron que
el camino estaba muy malo. No sabíamos que Pinochet, tenía por ahí una
propiedad y podría estar lleno de milicos, aunque quizás todavía no la tenía
porque aún era 1975 y su fortuna no había crecido lo suficiente. En vez de ir a
Bucalemu salimos a recorrer el Lago Vichuquén que estaba más cerca, era lindo y
ya habíamos estado allí veraneando años atrás, cuando era un adolescente.
Ese paseo trajo a mi memoria el
día en que mi padre se había enojado al encontrar cerrado un paso a un lugar
con una vista hermosísima. Había un letrero:
NO
ENTRAR
PROPIEDAD
PRIVADA
y él se había sacado su furia
agregándole con un lápiz pasta: que muera
el roto oligarca, al estilo de Pepo, el dibujante de Condorito, con su
célebre que muera el roto Quezada, si
solo faltó que dibujara a Washington orinándole encima, y yo preguntándole que qué significaba oligarca y así recibí una
de mis primeras lecciones políticas y había empezado a formarse en mi una idea
de libertad que me convertiría con los años en militante del MIR.
Le recordé aquel momento para
ver que decía.
—Todos tenemos nuestro día de
furia —comentó el viejo acordándose de ese día y quizás de muchos otros que yo
no conocí.
Esa debe haber sido la Semana
Santa más tranquila que recuerdo y, por una vez, fue cierto aquello de que
estuvo destinada más que nada a la reflexión. Almorzamos temprano en la
pensión, un exquisito plato de lenguado y a la hora del café y del cigarrito,
cuando ya estábamos con un pié en el estribo, aparecieron 2 pacos a caballo, venían
a preguntarnos hacia donde nos dirigíamos, a lo cual mi padre respondió que a
Curicó, lo cual era una media verdad, pero en realidad a ellos les interesaba
si íbamos a pasar por Hualañé porque querían enviarle un sobre al retén de esa
localidad. Recibimos el sobre y nos comprometimos a entregarlo. No había pasado
nada, pero la paz se había roto.
Partimos en silencio, pasándonos
todos los rollos posibles, llegamos a Hualañé y mi madre se bajó del auto
entregó el maldito sobre y volvió corriendo. Esta pequeña historia le quedó tan
grabada en su memoria que la recordó el día antes de su muerte a pesar del Alzheimer
avanzado que padecía.
Mi padre esperó que ella
volviera para comunicarnos el repentino cambio de planes en el que había venido
pensando todo el rato: No iríamos hacia Curicó, sino hacia San Fernando. Para
eso enfiló hacia el norte en el primer cruce que encontramos y comentó que con
un poco de suerte el sabría encontrar el camino. Sus ojos tenían un brillo
especial y había rejuvenecido demasiado.
Como nos veía un poco tensos
empezó por contarnos que él, en otro tiempo, siendo aún un alumno del Liceo
había conocido bien esos caminos porque un verano se había fugado de su casa
enrolándose como chofer de un circo que pasó por San Fernando y se perdió luego
por los pequeños pueblos que había entre Santa Cruz y el mar. Ese había sido su
primer trabajo y las duras condiciones que conoció ahí le habían ayudado a
ponerle el hombro y estudiar medicina. Esa debe haber sido la única ocasión que
manejó un camión y la experiencia ahora le servía para aventurarse por esas
rutas sin un modesto mapa carretero. Yo me quedé boquiabierto al enterarme de
esa historia y aún pienso que deben haber muchas otras que jamás conocí y que
tendré que pedirle me las cuente la próxima vez que nos encontremos por otros
caminos mucho más lejanos.
El viejo manejaba el Fiat rojo
con más seguridad que si usara un GPS, manejaba con la temeridad de un
adolescente que se estuviera luciendo ante la muchacha que quería conquistar,
mantuvo el rumbo por caminos que no tenían letrero alguno, o si los había, el
óxido y el viento los había vuelto ilegibles mucho tiempo atrás. Mi madre se
aprovechó de la historia recién contada por mi padre para cobrarle unos celos
retroactivos, suponiendo que para la fuga debió existir algún incentivo más
fuerte que manejar un camión, algo así como una trapecista a quien le gustaban
los jovencitos. El viejo se fue de negativa, pero en sus ojos brillaba una
sonrisa adolescente que decía claramente que las suposiciones tenían muchas
posibilidades de haber acertado medio a medio. Yo me imaginaba a mi padre
adolescente con una trapecista algo mayor que le enseñaba todos los vuelos de
su repertorio.
Yo me sentía tan fascinado con
esta historia que hasta había olvidado que tenía miedo. Para colmo mi madre le
dio un giro inesperado a la conversación porque empezó a interrogarme si yo
tenía algún hijo, porque si era así este era el momento para que se lo contara,
que así ellos podrían cuidarlo y bla, bla, bla.
—Pero si no tengo ni polola
—dije para salir del lío y en ese momento me di cuenta que menos mal, porque si
hubiera tenido una pareja todo sería más complicado y más triste.
Volví a recordar el miedo cuando
llegamos a San Fernando y el viejo evitó pasar por la casona de su familia
donde aún vivían sus hermanas. En realidad no quería que ellas se enteraran del
apuro en que estábamos y prefirió continuar hasta Santiago a la casa de Germán
su hermano menor.
A pesar del fin de semana largo
por Angostura había un control de carabineros donde nos pidieron mostrar los
documentos, me alegré mucho de andar con los de mi hermano los cuales
funcionaron sin problemas. Nos devolvieron los documentos al viejo y a mí, pero
no los de mi mamá, que teníamos que esperar un poco. Era sumamente extraño que
justamente a ella que solo había sido presidenta de la JAP tuviera algún
problema, después de un rato suficientemente largo para pasarnos cualquier
rollo, pero en silencio, felizmente llegó un cabo y le devolvió los documentos
—Había una señora con
características similares a usted con orden de captura —comentó el cabo en el
tono que se usa para decir que el tiempo ha estado bueno, aunque un poco frío.
Continuamos el viaje especulando
con quien la habrían confundido y me acordé de que los Fiat 125 del GAP estaban
inscritos a nombre de la Payita y que eso debió ser lo que estuvieron
chequeando los pacos.
Fue el último sustito antes de
llegar a Santiago. El tío Germán nos recibió en su casa, pero al enterarse del
motivo nos recomendó que buscáramos ayuda con alguien que no tuviera el mismo
apellido porque lo más probable es que me fueran a buscar en las casas de mis
parientes más directos. Tenía razón en sus argumentos, pero también me pareció
que tenía miedo, lo cual no era extraño ni reprochable, solo era instinto de
conservación.
Al día siguiente me fui a casa
de mi prima Sonia y mis viejos empezaron a recorrer Santiago golpeando puertas muy
peligrosas hasta encontrar la puerta mágica que me permitió salir de Chile.
Neandro
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