Tierras muy raras

 


La tierra tembló de nuevo al amanecer. Fue un remezón leve, como una exhalación subterránea, pero suficiente para que a Gloria le cayera un plato del estante mientras preparaba el té. Desde hacía semanas, los sismos menores se habían vuelto frecuentes, y no eran de origen tectónico. Al menos eso decía su cuñado Javier, ingeniero y conspiranóico profesional. Según él, el culpable era la faena minera de tierras raras que operaba entre los cerros de Penco. La mina Los queules que llevaba con ironía el nombre del árbol que ayudaría a extinguir.

—Van a perforar hasta que se hunda el pueblo —le repetía Javier, cada vez que se lo encontraba en la feria.

Gloria trabajaba en el Cesfam de Penco. No tenía tiempo para teorías, pero algo olía raro desde hacía meses. Un polvo blanco cubría los autos cerca del acceso a la faena, y varios vecinos del sector La Greda habían denunciado que el agua de sus pozos estaba saliendo con un gusto metálico.

Un martes cualquiera, tras el turno de la tarde, Inés decidió tomar un desvío por la ruta costera. Desde un mirador frente al puerto de Lirquén, divisó en la bahía un barco que no había visto antes. No era uno de carga ni de pesca, sino un velero viejo, con velas oscuras, casi deshilachadas. Permanecía inmóvil, como si flotara anclado fuera del tiempo.

Al día siguiente, ya no estaba.

Una semana después, el Cesfam se llenó de trabajadores mineros con síntomas extraños: náuseas, visión doble, mareos, zumbido en los oídos. Una doctora sugirió intoxicación por metales pesados. Un enfermero dijo que podía ser la monacita o la xenotima, minerales que contienen tierras raras.

Javier, que había estado metido hasta el cuello en la Deep web, se acercó a Inés con una carpeta llena de mapas y recortes.

—No es solo minería. Están abriendo algo. La veta se cruza con una línea antigua... precolombina, incluso más vieja. Dicen que esas vetas son puertas —le susurró, mirándola con los ojos encendidos.

Inés lo ignoró. No tenía cabeza para delirios. Pero esa noche, mientras intentaba dormir, soñó con el velero. Estaba más cerca de la orilla, y del casco colgaban sogas trenzadas con algas. Escuchó una voz ronca, como si viniera desde las profundidades:

—No saquen lo dormido.

Comenzaron a desaparecer cosas. Herramientas, generadores, incluso un camión liviano. El gerente del proyecto culpó a bandas organizadas, pero no había huellas, ni testigos. Los animales del sector se pusieron ariscos. Un caballo apareció con los ojos completamente blancos. Y, al amanecer de un sábado, un pescador halló una boya flotando con un símbolo pintado a mano: una espiral invertida, vieja como la marea.

Inés ya no podía ignorar el peso en el pecho que sentía al caminar por la costanera. Javier le mostró una grabación hecha con un dron, sobrevolando la faena minera. En el centro de la toma, en medio del cerro abierto, una forma parecía moverse bajo la tierra. No era máquina. No era humana. Se deslizaba lento, pero seguro. Como si respirara.

—Está despierto —dijo Javier.

—¿Qué cosa?

—No sé, lo que estaba encerrado ahí abajo. El barco lo protege, pero si lo siguen perforando…

Esa noche, Gloria volvió al mirador. El velero había regresado. Estaba más cerca. Esta vez, alcanzó a ver luces que parpadeaban bajo cubierta, como faroles antiguos. Sintió una presencia que le erizó la piel. De repente, una figura emergió del agua. Un hombre —o algo parecido— con la cara cubierta por una red de pesca y ojos brillantes. Levantó la mano en un gesto de advertencia. Gloria retrocedió, tropezó y cayó. Cuando se incorporó, la figura ya no estaba.

Volvió a casa temblando.

Al día siguiente, Javier no contestó su celular. Lo encontraron en su taller, desmayado frente a su computador. En la pantalla, un video pausado mostraba el interior de un túnel de la mina. A lo lejos, una silueta caminaba hacia la cámara, pero no tenía sombra.

El lunes por la noche, un estruendo sacudió la costa. Se sintió desde Tomé hasta Talcahuano. Una sección entera del cerro donde operaba la mina colapsó, como tragada por una boca invisible. No hubo víctimas, pero los informes oficiales hablaron de un “deslizamiento provocado por fallas geológicas no detectadas hasta entonces”. Los mineros dijeron “se sentó el cerro, pero de una forma muy extraña”

En la bahía, el velero se alejó lentamente, deslizándose sin dejar estela y sin emitir ningún sonido. Algunos lo vieron. Otros creen que estaban locos, que nunca hubo barco alguno.

Gloria lo sabía. El Caleuche no aparece sin razón. No recoge vivos porque sí. Se manifiesta cuando el equilibrio se rompe, cuando algo que duerme se agita. Ella lo entendía ahora. Las tierras raras no son solo minerales. Son anclas. Y alguien había roto la cadena.

Desde entonces, Penco duerme más tranquilo. Pero en las noches sin luna, los perros siguen aullando hacia el mar. Y, a veces, en la bruma, un mástil oscuro asoma entre las olas.

En el hospital de Penco, la mujer hallada en la costa ocupaba una sala especial, aislada por precaución. A pesar del frío matinal, no pedía cobijas. No comía. No hablaba. Su piel, tersa y opaca como la de un pez abisal, no mostraba poros ni vello. La llamaban Salina porque eso fue lo único que dijo cuando le preguntaron su nombre, con una voz apenas audible, como si hablara desde una cavidad llena de agua.

Gloria entró a verla por encargo del jefe de turno, quien sospechaba que podía tratarse de un caso psiquiátrico o un efecto neurológico asociado a exposición ambiental. Pero cuando sus ojos se cruzaron, supo que era algo distinto.

Salina la miraba sin parpadear, como si ya la conociera. Luego, sin mover los labios, Inés escuchó una voz en su mente:

Tú lo abriste. Tú debes cerrarlo.

Gloria dio un paso atrás, atónita.

—¿Quién eres?

No soy yo quien importa. Es lo que duerme.

En ese instante, la sala entera se estremeció. No fue un temblor físico, sino algo más sutil: las luces bajaron, el vidrio del ventanal vibró con un zumbido leve, como una resonancia. Salina se incorporó lentamente, como si no pesara nada.

El barco me dejó aquí. Soy aviso, no salvación.

Mientras tanto, en el nuevo frente de extracción, los obreros que operaban retroexcavadoras a más de doscientos cincuenta metros de profundidad toparon con algo inesperado: una pared lisa de roca negra, perfectamente cortada, incrustada en el corazón del cerro.

El supervisor tomó fotos, pero al intentar compartirlas, su celular colapsó. Las cámaras de seguridad también fallaron. Lo único que quedó fue un dibujo hecho a mano por uno de los trabajadores: una serie de símbolos en espiral, dispuestos en patrones concéntricos. Al centro, una figura alargada, encerrada entre líneas.

Javier —ya recuperado parcialmente— los reconoció al ver el dibujo que Gloria le mostró en el hospital.

—Es un sello. Igual a los que aparecen en antiguos mapas náuticos apócrifos... zonas marcadas como “no navegables”. Es el mismo patrón que la espiral pintada en la boya. ¿Tú no ves? Es un sistema de contención.

—¿Contención de qué?

—No lo sé. Pero si esa estructura estaba enterrada y ahora está expuesta… tal vez no lo contenga por mucho tiempo.

Al anochecer, el viento cambió. No era un viento normal: traía olor a yodo, a óxido, a algas secas, incluso a tierra quemada. Los pescadores no salieron esa noche. Las gaviotas desaparecieron. El puerto de Lirquén reportó una falla eléctrica masiva, y desde la rada varios marinos aseguraron haber visto un velero iluminado.

—No debería flotar —dijo un estibador—. Tiene el casco reventado. Vi las tablas podridas.

A la misma hora, Gloria regresó al hospital. La sala de Salina estaba vacía. Las cámaras mostraban una imagen imposible: a las dos veintidós, el vidrio del ventanal pareció licuarse, y la figura de Salina atravesó el muro como si fuera agua. No dejó huellas. Solo una marca espiral dibujada en sal sobre la camilla.

Esa noche, Gloria soñó que caminaba bajo el agua, rodeada de ruinas ciclópeas. Una ciudad hundida. Y en el centro, una criatura ciega, que agitaba su cuerpo largo y blando entre las columnas corroídas. No tenía rostro, pero sí miles de bocas. Y en todas ellas, un solo nombre que no se puede repetir.

Un grupo de trabajadores, armados con luces portátiles, desciende por una galería que no figura en los planos. Llegan a una cámara natural, silenciosa, húmeda. En el centro hay un pozo negro, sin fondo visible. Desde allí, un sonido emerge: no metálico, no animal, sino humano. Como una misa antigua. Como un coro de voces que no deberían existir.

Uno de los mineros —Roberto, joven, escéptico— se acerca demasiado. Y el pozo respira. Un aliento denso, salado, lleno de memoria marina, lo envuelve. Entonces, algo lo arrastra. Solo su linterna queda flotando en el aire.

El cielo sobre Penco se tornó ceniza. No había lluvia, pero el aire estaba húmedo, cargado de olor a cochayuyo. La marea bajó de forma irregular y dejó al descubierto formaciones extrañas en la costa: un plesiosaurio de piedra y caminos sumergidos que iban desde la punta de Lirquén hacia mar adentro.

Javier, ahora recuperado del todo, regresó al mirador donde Gloria había visto por primera vez el velero. Ella lo esperaba, con el cuaderno en que había copiado la bitácora anónima y el dibujo del sello encontrado en la mina.

¿Y si lo que duerme ahí abajo es peor que cualquier tormenta? —preguntó ella.

—En ese caso, parece que estamos a punto de soltarlo —dijo Javier—. Y el barco ha venido por la última persona que puede cerrarlo.

Gloria lo miró, comprendiendo sin palabras. Ella era el vínculo. Desde que vio el velero, desde que escuchó la voz de Salina, algo había cambiado en su sangre. Soñaba con marea, con cantos, con profundidades. Ella era parte del ciclo.

A las tres treinta y tres de la madrugada, la grieta bajo la mina se abrió. No fue un derrumbe. Fue una expansión. Como si algo desde abajo respirara por última vez y luego emergiera.

La faena desapareció. No quedó maquinaria, ni galerías, ni suelo firme. Solo un cráter negro, hondo, como un ojo ciego abierto hacia el cielo. Desde ahí se escuchó un canto: múltiple, gutural, hipnótico. No tenía idioma. Era llamado, no palabra.

Las olas comenzaron a subir sin viento. Desde el fondo del mar, frente al puerto, una figura ascendió: el Caleuche, completo, majestuoso, iluminado con antorchas azules, cubierto de redes vivas y cuerdas que goteaban algas brillantes. En su proa, una figura humana observaba la costa.

Era Salina. A su lado, un ancla tallada con el símbolo espiral brillaba como hierro recién forjado.

Gloria cruzó la ciudad a pie, como si supiera exactamente a dónde ir. A medida que se acercaba a la costa, las luces se apagaban a su paso. Las casas temblaban, pero no por sismo: el mar caminaba con ella.

Al llegar al muelle, Salina ya la esperaba. Sin hablar, le ofreció el ancla. No pesaba. Estaba tibia al tacto. Un segundo después, Gloria ya no estaba en tierra.

Despertó dentro del barco. El Caleuche olía a madera podrida y sal. El interior era un laberinto de corredores sin lógica, con escotillas que daban a túneles, y túneles que terminaban en cielos estrellados. El corazón del navío latía.

En el centro del casco, una cámara sellada contenía el vínculo con lo que dormía bajo Penco. Una entidad hecha de tiempo, oscuridad y agua estancada: el sin nombre, el sin forma, el que puede corromper el tiempo.

Salina habló por última vez:

El hombre despertó lo que la marea olvidó. Ahora tú debes volver a encerrarlo. Pero tendrás que elegir.

Gloria comprendió: podía sacrificarse, quedarse en el umbral, usar el ancla como sello vivo… o dejar que el mundo enfrentara el avance del sin nombre.

Al amanecer, el mar estaba calmo. El cráter de la mina se había sellado. La empresa abandonó sus operaciones en silencio. Penco volvió lentamente a la normalidad, aunque algunos decían que la arena tenía un brillo extraño.

Inés nunca regresó. Ni su cuerpo. Ni su ropa. Ni sus huellas.

Javier se convirtió en un ermitaño de la costa, observando el mar cada noche, por si acaso. Salina tampoco fue vista de nuevo.

Pero los viejos del pueblo dicen que, cuando baja la niebla, puede verse un velero oscuro en la bahía. Que suena una campana. Y que una mujer en la proa, con los ojos glaucos, sostiene un ancla entre las manos.

Mateo Juan

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