No tengo idea cuando llegó el Terry, pero sí sé que no lo trajo nadie, porque a él no lo traían, él iba donde le daba la gana, tal vez siguiendo a alguien, pero cuando él quería y adonde quisiera.
Creo que llegó con alguien del
local de los gásfiters, puede que fuera con el Bigornia o con el Zapatero. Y
nombro a esos dos porque no me lo imagino siguiendo a otro de los que había
ahí. No hubiera seguido a una mujer, por supuesto.
El asunto es que un día llegó a
los locales y apartamentos de Almirante Acevedo 5220, Vitacura, y se quedó un
rato, volvió al día siguiente, y después, tal vez porque mi madre le dio
comida, o le dijo al Lolo que le diera, la cosa es que se fue quedando y nunca
se fue.
Aunque cuando llegó estaba muy
flaco; era grande, macizo, de patas largas y fuertes, de lomo robusto, hocico
cuadrado y pelaje amarillo fuerte. Por su color y altura, tuvo un antepasado
Labrador o, tal vez, pero más lejano, pudo haber sido un sabueso de San Huberto
(bloodhound, para los anglófilos).
En resumen, era un perrazo de
carácter tranquilo, pero dominante que, como ya dije, llegó, se aguachó y no
volvió a irse. Mi madre le daba agua y de comer y, en la tarde, él se echaba a
los pies de mi padre cuando leía el Mercurio sentado en una banqueta a la
entrada de su negocio, Emporio Don Cano. Al principio pasaba las noches en la
entrada de los apartamentos, pero después se fue acomodando en el descanso de
la escalera y, más tarde, en la puerta del apartamento en el que mi madre tenía
su salón de belleza.
No recuerdo que los vecinos
hayan reclamado por este nuevo inquilino, pero me imagino que a la larga se
acostumbraron a esta alfombra de pelo que encontraban al llegar y salir y, la
verdad, el Terry no era tan idiota para no darse cuenta de que, de esa buena
relación dependía dormir bajo techo todas las noches.
Desde que llegó, nadie le
disputó el terreno, y más bien él salía de tarde en tarde, tal vez porque
asuntos de territorio o de perras lo reclamaban en otro lado. En una de esas
salidas llegó con un perro negro un poco más chico, pero muy flaco, de pelo hirsuto
y andar vacilante, que le seguía los pasos. El Terry se acercó a sus platos, el
del agua y el de la comida, pegó un par de lengüetazos y se volvió para decirle
a su seguidor en dialecto perruno-chileno: “Oye, aquí hay comida, no tengai
miedo”, y el otro, con mucho temblor de patas, se acercó y lamió y comió, y
siguió comiendo hasta que limpió el plato.
Entonces el Lolo, que estaba en
la puerta del emporio, dijo, es perra. Y todos asintieron.
Y era perra, y se llamó Lisa,
porque así estaba escrito. Y desde ese día vivieron juntos, saliendo en la
mañana, por donde solo los perros callejeros saben, para llegar en la tarde a
comer, a echarse a los pies de quien estuviera a mano y a comer caliente y
dormir seco, que dice don Arturo que es un vicio que a los hombres y a los
perros nos cuesta mucho dejar.
Hasta que un viernes, porque siempre hay un día, y a este le tocó ser viernes, volvió Lisa sin Terry. Y yo quisiera acordarme de cómo llegó, de si nos preocupamos y esos detalles, pero
cada uno tenía su vida que vivir y también porque en esos
tiempos los perros callejeros no le quitaban el sueño a nadie y sobre todo,
porque el Terry no había sido nunca niño del coro y perfectamente podía haberse
metido en peligros que no queríamos imaginarnos.
Hasta que apareció, uno o dos
día más tarde, renqueando, con un ojo cerrado y oliendo a mierda. Hay mejores
maneras de decirlo, pero la verdad es que olía a algo como entre excrementos y
queso podrido. Se acercó a comer, pero solo bebió agua, le pusieron otro tazón
y también se lo tragó. Mi madre hizo que el Lolo le trajera la alfombra adonde
dormía, porque los vecinos no iban a tolerar esa fetidez echada a la puerta de
su apartamento y ahí, apenas a la entrada del portal, se echó y ahí durmió esa
noche. Mañana amanece curado, sentenció mi padre.
Amaneció, sí, pero no curado.
Se veía peor, apestaba peor y seguía sin comer. Lisa no se le arrimaba ni él a
ella. Y así pasó ese día. Y el tercer día, que era domingo, como en otra
narración que anda por ahí, doña Blanca, o sea mi madre dijo Canito, ese perro
se va a morir, busquemos quien lo atienda. Y como busquemos quería decir
busque, mi padre sacó la guía telefónica y leyó ahí en Providencia hay un
veterinario y pone el número de su casa. Y lo llamó.
Ya para entonces el Terry no
se levantaba de su alfombra, así que ayudé al Lolo a llevarlo con alfombra y
todo a la trastienda del negocio para que el veterinario no tuviera que ejercer
su profesión en la calle y, a alguna hora de esa mañana, apareció un señor en
su auto, con la cara seria y el maletín que uno espera ver en un médico, pasó
atrás del negocio y allí se arrodilló entre las cajas de botellas de cocacola,
cerveza y sacos de arroz, azúcar y porotos para atender a su paciente.
Lolo, quédese para sujetar al
Terry y que no muerda al doctor; los demás para afuera, sentenció mi madre. Así
que salimos. Pero el Terry no estaba para morder a nadie, así que al rato el
Lolo salió con cara compungido y un balde en sus manos, lo llenó en el baño y
volvió a entrar. Yo seguía ayudando a mis padres a atender el negocio,
concurrido en esa mañana de domingo y, ante mis gestos de consulta, el Lolo
volvía la cara y se perdía de regreso en la bodega.
De atrás salían débiles
quejidos y la Lisa, siempre muy disciplinada y consciente de que el negocio no
estaba dentro de sus límites permitidos, trataba de meterse entre las piernas
de los clientes para escurrirse hacia la bodega.
Al fin salió el veterinario,
sin saco y con la camisa sucia. El Lolo le asistió en el baño para lavarse
escrupulosamente las manos hasta los codos, mi madre corrió a traerle jabón y
crema de su salón de belleza, le alcanzó una toalla doblada y perfumada y él,
después de darle instrucciones a su improvisado auxiliar para que también se
lavara apropiadamente, empezó a hablarle a mis padres con la seriedad que yo
esperaría de alguien que me atienda en un trance parecido.
Este animalito, supongo que es agresivo, ¿verdad? Como pusieron cara de culpables siguió. Miren, por lo que veo lo atacaron de una manera muy brutal. Tiene en el cuello marcas de que lo amarraron, tal vez con alambre. En el lomo sufrió unas heridas pequeñas, pero profundas, como punzonazos. Estaba todo manchado con excrementos humanos. Y tiene varias otras contusiones.
Yo supongo que una persona, o varias, lo amarraron del
cuello, lo golpearon, le hicieron esas heridas con un chuzo o algo parecido, y
después le tiraron excrementos para que muriera de septicemia. Ese es el olor
que él despide.
A mis viejos no les cabía que
existiera tanta inmundicia en la mente humana, así que el veterinario aclaró,
me doy cuenta de que esto es terrible de imaginar, por eso les pregunto si el
perrito es muy agresivo, porque eso puede haber sido una venganza. Mi viejo
volvió a ver al Lolo y él, no sé, tal vez mostrarle los dientes a algún
curadito, pero no… no
creo.
Pero bueno, le
lavamos y desinfectamos las heridas que pudimos, y les voy a dejar una receta
de un antiséptico muy fuerte, a ver si con eso lo salvamos. Y de ahora en
adelante, mejor ténganlo encerrado.
De nuevo mis
viejos se miraron, …pero doctor, el animal no es nuestro… nosotros le damos
comida, duerme aquí, pero no se deja encerrar, ya hemos probado.
¿Y me llamaron
por un animal que no es de ustedes?
¿… qué íbamos
a hacer? No podíamos dejarlo morir, él nos acompaña… esa perrita que está allá
afuera gimiendo… es como su pareja.
Es de aquí, de
los locales… aclaró el Lolo. De todos.
El veterinario
recogió su maletín y se colgó el saco del hombro. Mi viejo, hombre práctico,
trajo de regreso el tema a la tierra.
Doctor, le
agradecemos mucho que haya venido hasta aquí un domingo, ¿cuánto le debemos?
El veterinario
sonrió, insistiendo ¿…y no es de ustedes? Mi viejo se encogió de hombros, como
disculpándose, con las manos metidas en las bolsas en su guardapolvo. Ya ve,
doctor.
¿Cómo se le
ocurre que le voy a cobrar, señor? Al contrario, gracias a ustedes. Hasta
luego, y, haciendo gesto de discúlpenme que no les dé la mano, saludó a todos y
salió caminando hacia su automóvil.
Todos nos
quedamos clavados al piso, con la cara de quien acaba de ver un platilllo
volador, hasta que mi madre dijo con urgencia: ¡CANITO!
Y antes de que
el veterinario llegara a su automóvil, lo alcanzaban mi viejo y el Lolo
llevando unas botellas del mejor vino, una caja de chocolates y no sé qué más.
Ahí lo ayudaron a cargarlas, mi padre le estrechó las manos aun húmedas, le
dijo algo que no escuché, pero que le salía de muy adentro y hasta el Lolo le
extendió la diestra con una leve reverencia.
Al final, el
antiséptico salvó al Terry, tiempo después la Lisa quedó embarazada, pero
perdió la camada porque seguro su cuerpo había sufrido mucho antes de llegar a
vivir con nosotros, y la vida, siempre la vida, siguió echándonos las pequeñas
y grandes alegrías y tragedias que nos tiene reservadas.
Y así terminó esa tarde de domingo. Cuando el boliche se fue
vaciando, mi madre anunció que se iba a la casa a cocinar, sentenciando a la
salida: Lolo, hoy duermen los dos en la bodega. Y como a Lisa ya la habíamos
dejado entrar a acompañar al enfermo para terminar con esa lloradera, no hubo
necesidad de decir nada.
Ninguno dijo siquiera que
acabábamos de conocer a un hombre bueno, porque no hacía falta. Solo pasó un
instante por nuestras vidas, dejando una estela blanca, como esas que deja una
locomotora a vapor, pero más suavecita y que dura mucho tiempo en deshacerse.
Tal vez toda una vida.
Juan Sepúlveda
San Pablo de Heredia, agosto de 2025
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