La princesa mora


C
abellos negros, ojos azabache, boca como fruto maduro…

Perseguida en el sur del Mediterráneo, en un galope desenfrenado forzó a muerte su caballo. Cayó el animal... Corrió ella hacia el mar y saltó en una barca donde la esperaban doce remeros. 

Voló la barca sobre las olas hasta llegar al sur de España.

Perseguida también allí por una emir que la quería como esclava, cogió vestidos de hombre y como marinero en un velero se embarcó. 

Allí todo dejó, solo llevó el puñal que una hechicera le regaló cuando ella nació.

Navegó hasta el Nuevo Mundo. Desembarcó en tierras extrañas.

El gobernador la quiso para él. 

Ella, la princesa mora, revistió vestidos de hombre y navegó rumbo al sur. Muchos fueron los días y tantas las noches. Del calor pasó al frío. Faltaba el agua. En un fiordo el velero botó el ancla. 

―A buscar agua― ordenó el capitán.

Cargaba un barril y al cinto su cuchillo.

Un lobo de mar se alzó cuando ella, vestida de marinero, en su dominio entró, entonces el lobo atacó.

La nieve se tiñó de rojo. Una vida allí quedó.

Al atardecer, cuando caía el sol, en lo alto de un peñón, su figura apareció, cargaba un pesado barril.

En el mar, ella su cuchillo lavó. Se manchó el agua con sangre animal.

Pasó el estrecho del Sur y entró en otro mar. Cuando desembarcó, cansada allí se quedó. 

Entre los hombres de los árboles, los llamados pehuenches, se instaló.

Habitaba en una larga faja de tierra que desde el desierto baja hasta el mar. 

Allí ella se quedó hasta que también allí, la sangre corrió vertida por la violencia de un general.

La princesa mora de nuevo partió. En tierras del Norte se instaló. 

Desenvainó el puñal y con un gesto de magia antigua lo transformó. En la mano de la princesa mora ahora había un pincel.

Le robó colores a las rosas, a la hierba, a las montañas, a la noche y también al sol y con una nube hizo su tela para pintar.

Un viento que por allí pasó, cuenta en una lengua que solo los pájaros conocen, que a la princesa mora vio. Pinta cuadros de una extraña belleza con un pincel que fue puñal.             Pato X

Un juego terrorífico

 

Hace viento y está oscuro.

El cielo amenaza lluvia y las hojas de los árboles se remueven desesperadas, como queriendo huir del paisaje tenebroso y fantasmal que parece advertir que nuestro juego es inconveniente y peligroso.

Juana me ha desafiado a hacer lo que su imaginación, un tanto desquiciada, considera un acto de atrevimiento y aventura.

Ahora estamos los dos a la entrada del cementerio de nuestro pueblo y faltan cinco minutos para la medianoche.

El juego consiste en que uno debe caminar hasta el centro del camposanto y permanecer ahí por lo menos hasta que el otro cuente hasta 30.

Lo grave es que he sido yo el que ha resultado perdedor cuando echamos a suerte quién debiera ir primero.

Avanzo lentamente, mirando las copas de los árboles que oscurecen cada vez más la senda borrosa.

Paso a paso avanzo y observo a los costados las tumbas abrazadas por las sombras.

Juana permanece fuera, asegurándose que no me escabulla por uno de los recodos retorcidos del camino.

Comienza a llover y el cielo es un techo de nubes bajando precipitadamente para devorar la tierra.

Siento frío y miedo. Doy otro paso.

Una ráfaga de viento y agua me da en la cara, doy un brinco y la piel se me eriza.

No quiero mirar atrás, sólo avanzo.

Estoy en el centro del cementerio, es un círculo de piedras y alrededor tumbas y nichos y dos o tres mausoleos de los ricos del pueblo.

De pronto una luz estalla al frente. Es un relámpago surgido de entre las tumbas. Tiemblo.

Giro rápidamente y pretendo volver sobre mis pasos. Pero estoy atornillado al suelo. Grito con desesperación: ¡Juana! ¡Juana!

Por toda respuesta una nueva ráfaga de viento, lluvia y frío me estremece. Logro avanzar, el viento me impide hacerlo con prontitud.

Siento lágrimas en el rostro.

Resbalo sobre las piedras mojadas. Tengo la ropa empapada  y siento los pies húmedos.

Estoy a pasos de la entrada. Alcanzaré la salida, estiro los brazos queriendo alcanzar de una vez la salida del cementerio. Falta sólo un par de pasos…

Es cuando siento el grito de mi mujer despertándome, porque he tenido una pesadilla.

Ella me grita: ¡Despierta Ramón, estás soñando, despierta!

Me mira fijamente con los ojos desorbitados, pálida, el pelo desgreñado, sucia. Estamos en una plaza pública, al descampado, tapados con diarios, somos habitantes indeseados, ciudadanos marginados o, como ahora se dice: personas en situación de calle.

Entonces abrazo a la Juana y lloro desconsoladamente.

Renard X