Un viernes, más aburrido que
de costumbre, con el cansancio de toda una semana y con aquel reloj traidor,
apatronado que se arrastra como soldado herido y se niega a marchar con la
velocidad de mis deseos. De seguir así me veré obligado a aplicar la Operación
Water, que es el último recurso para acortar la jornada. Ya me he tomado media
docena de cafecitos con el mismo propósito, pero en realidad no hay alternativa
y son las cuatro de la tarde, mi hora favorita para hacer la digestión -así se
dice para no llamar las cosas por su nombre- además tengo un libro excelente en
mi bolsillo, que hará volar esta última hora de esclavitud asalariada.
El sitio en que me encuentro sentado, leyendo
(además de... ), es bastante apropiado a sus funciones, pequeño y sin ventanas,
con un extraño parecido a los que hay en los trenes, lo que me produce alguna
nostalgia de mis tiempos de estudiante provinciano, eterno viajero de los fines
de semana en que escapaba de las pensiones para volver a la casa.
El tiempo vuela con un libro
y aquel era sin duda apasionante, tanto que recién pude encontrar un punto
donde hacer un alto casi al filo de las cinco. Debe aclarar que la hora es
según mi sexto sentido ya que uso mi reloj en la muñeca de mi compañera porque
me produce una alergia que no estoy seguro que se deba al roce.
Después de las operaciones
que no son gratas de describir, empujo la puerta con la fuerza normalmente
necesaria, pero ésta se resiste a ser abierta, a pesar que la manilla ha girado
como siempre, vuelvo a girarla y la noto un poco floja, se ha soltado y no
acciona el mecanismo y la puerta no cede, se empecina y permanece inmóvil como
una montaña. Mis esfuerzos son tenaces y poco inteligentes, concentro todas las
energías de mis músculos sin hacer el menor ruido porque la situación me parece
ridícula e inaceptable. El esfuerzo me agota y me obliga a sentarme nuevamente
ésta vez a meditar sobre mi lamentable situación, me he pasado todo el día
resolviendo problemas lógicos y ahora no sé que hacer ante este problema vital
y en apariencia sencillo, pero soy optimista y siempre guardo para estas
ocasiones un cuartico de esperanza. Es la hora de salida y seguramente alguien
vendrá a este sagrado lugar, por lo tanto a esperar tranquilo.
Traté de retomar la lectura,
pero ya no podía concentrarme. Dejé vagar la vista por la puerta que crecía
ante mis narices y no encontré nada escrito, ni una sola obscenidad, sólo un
par de cuerpos femeninos sin pies ni manos ni cabeza, bellos y estilizados,
como los animales dibujados en las paredes de las cavernas por nuestros
milenarios antepasados, ellos dibujaban y así ya tenían en parte al animal
cazado, quizás en este caso el artista necesariamente anónimo también cumpliera
un rito para conquistar a su hembra.
A pesar de lo poco grata que
es la situación, puedo alegrarme de que no sea mi compañera la que esté en mi
lugar, pues ella siente cierta angustia en los ascensores y en los túneles, es
claustrofobia adquirida en prisión, más de un año en cárceles de la dictadura y
algunas semanas incomunicada o en celdas de castigo tenían que dejar su huella.
Yo, a pesar de que no
participé menos de todo aquello que llamábamos “la lucha”, jamás he sido
detenido ni siquiera por borracho o por una infracción de tránsito, lo más
cercano a una detención fue aquella vez en que Jaime me llevaba en bicicleta,
un policía nos sorprendió y como era un celoso cumplidor de su deber y estaba
prohibido andar de a dos, se llevó a Jaime y a la bicicleta detenidos y yo que
quedé milagrosamente libre, tuve que correr a casa a movilizar la influencia
paterna para conseguir la libertad de mi amigo y de mi bicicleta. Esta vieja e
infantil historia es sólo el anuncio de que la Santa me había regalado el don
de la libertad, aunque para conservarla haya debido huir de mi país.
Antes de asilarme hubo para mi otra salvada
milagrosa, la visita a una casa recién allanada y los perros de la dictadura no
se habían quedado acechando como acostumbran. La cita a que fallé porque no me
fiaba de ésa persona que entregó a la policía a todos los que tenían contacto
con ella, la trampa que evité porque casualmente supe que fulano había caído.
La escapada más increíble la
supe años mas tarde, ya fuera de Chile, alguien entregó en la tortura el lugar,
la fecha y la hora en que debíamos encontrarnos, llegó la Dina, pero un
semáforo los detuvo, me alcanzaron a ver en la esquina entre la gente, pero no
quisieron hacer mucho escándalo: esperaron el cambio de luz, cuando la luz
verde les permitió llegar a la esquina yo no estaba, ellos no lograron
comprenderlo, yo tampoco.
También me encontré con
ella, la que había cambiado de bando, era mi hermana inventada (para justificar
nuestros encuentros) y me miró desde la camioneta de los torturadores con una
mirada vacía, dirigida hacia mi, pero que me traspasaba como si mirase a una
persona detrás de mi, a pesar de que mi espalda se apoyaba contra un muro. Yo
no pude evitar mirarla fijamente, la camioneta se puso en marcha y
desapareció, no supe si me vio y no me
delató o si simplemente no me vio porque en ese momento soñaba.
El prodigio mayor que tuvo
que realizar la Santa, fue aquella vez que los perros de la dictadura llegaron
a poner sus garras sobre mí, pero ella estaba atenta a la maniobra y en ese
mismo instante me convirtió en mi hermano, como me encapucharon ahí mismo, no
se dieron cuenta de mi transformación, claro que con eso no se arreglaba todo,
así durante el largo viaje de Talcahuano a Santiago, en la oscuridad de la
noche y del saco negro en que encerraron mi cabeza, fui cargando mi espíritu de
amor, única arma, único refugio que me permitiría enfrentar la tortura y no
decir el lugar en que yo me ocultaba.
Cada golpe recibido solo me
haría más bobo y más ignorante de mi paradero, a pesar de que esos golpes
fueron furiosos por su inconcebible fracaso. Su furia se redobló cuando les
respondí lo que había averiguado por los otros prisioneros, estoy en un centro
de torturas que se llama Villa Grimaldi.
Finalmente supieron que
había saltado los muros de una embajada y que ya nada podían hacerme, así me
bajaron de una camioneta sin olvidarse de darme una patada de despedida y me
dejaron allí en medio de la calle solitaria sin saber que hacer. Decidí ir a la
casa de mis parientes pinochetistas para estar más protegido y, de paso, que vieran
como me habían dejado.
Años más tarde supe que en
Villa Grimaldi estuve encerrado en una celda del tamaño de este baño, pero no
estaba solo, me acompañaban un viejo y un joven que no tuvieron la suerte que
yo tuve. Ambos estaban muy malheridos. El aire era difícil de respirar y tuve
que colocarme con las patas hacia arriba para poder acercar la nariz a la
juntura entre el piso y la puerta por donde entraba un poquito de aire.
Contándole estas historias a
una amiga de estas tierras me dijo – “seguro que tu rezas La Magnífica, o
alguien la ha rezado por ti”– le dije que ni siquiera se rezar, pero sentía
curiosidad por conocerla y le pedí que me la enseñara. –“Bueno, si quieres
anotarla...” – y con voz de oración empezó–:
“Madrecita magnifica, yo te
pido:
Haz que la mano enemiga no
me toque
Qué mis pasos sean más
veloces
para que aquellos jamás me alcancen.
Qué el ojo enemigo no me
vea.
Qué su oído no escuche ni mi voz ni mis pasos.”.
–Tienes que rezarla todas las noches y con
mucha fe –fue su última recomendación–.
Yo no soy supersticioso,
pero en este momento quisiera tocar madera tres veces, para que no me vaya a
ocurrir alguna vez eso de caer preso, pero aquí
todo lo que me rodea es cemento, loza, azulejo, metal y plástico, ni siquiera
la puerta es de madera. Estoy jodido, mejor debiera pensar en otra cosa, tratar
de salir por ejemplo. Debe haber alguna manera, la ventilación quizás. He visto
muchas películas en las que el héroe huye por el laberinto de la ventilación,
pero aquí es pequeña y está en el techo casi inalcanzable para mi. Mejor
descartarla de una vez.
Mi pensamiento se fuga
nuevamente recordando a los muchos que no tuvieron mi suerte, que salí de Chile
sin haber pisado una cárcel. Mi memoria los recuerda a todos y sólo acepta una
trampa, a los muertos sólo los recuerdo de tarde en tarde y vivos y en nuestros
mejores momentos, si no la tristeza me ahoga.
Mis ojos se detienen a
observar la luz e instantáneamente el miedo me golpea ¿Qué pasará si la apagan?
Si está encendida significa que hay alguien en la empresa, pero la angustia
sube y aquí no hay nada que reconforte, que ayude a relajarse como el toc-toc
que se escucha venir de una celda vecina y que significa tantas cosas, por
ejemplo: “compañero”, o los mensajes que se pueden encontrar en los muros
inútilmente tratados de borrar, para eliminar cualquier palabra de aliento
escrita por el anterior eslabón de esa interminable cadena de prisioneros
¿cuándo romperemos para siempre esa cadena?
Aunque la luz no se fue, el
miedo y la desesperación crecieron por su cuenta y me movieron finalmente de mi
asiento. Me paré en él, llevé mi pie izquierdo hasta la manilla de la puerta y
mientras buscaba un buen apoyo para hacer fuerza me di cuenta que el amortiguador que cierra
la puerta con suavidad podía ser desarmado. Era una pequeña bomba con un brazo
que podía ser desatornillado. Contentísimo con mi descubrimiento, muy rápido lo
desarmé sin saber exactamente que haría con ese tubo de metal. Pero una idea
engendra la otra y la facilidad con que logré mi primer objetivo me entusiasmó
para arremeter contra las bisagras. Con mi improvisada herramienta saqué una
por una todas las bisagras y luego pude abrir la puerta usando el mismo
instrumento como palanca.
Respirando hondo salí hacia
el departamento de computación a recoger mis papeles; eran las diez y media de
la noche según el maldito reloj de pared que no tenía ninguna culpa de mi
rabia.
El frío cañón de una
escopeta que alguien metió entre mis costillas, me hizo dar una salto. Eran los
vigilantes, les expliqué lo más rápido posible que aunque no era empleado de
esa empresa estaba allí porque ellos habían comprado una computadora y yo debía
adaptar los programas hechos en Estados Unidos a las necesidades de ellos, que
había comenzado esa misma semana, que por eso no me conocían y que no me
siguieran apuntando que ya estaba suficientemente nervioso y que ahí estaban
mis documentos
Debe haber sido demasiado
larga y complicada mi explicación o quizás fueran extremadamente cortos de entendedera.
Sólo les quedó claro que yo era extranjero, a pesar de que yo no lo había
dicho.
–Así que eres argentino –me
dijo el que se creía más vivo–. Me sorprendió tanto que no me reconocieran como
chileno que me dio risa, lo cual en esas circunstancias solo podía empeorar las
cosas. En efecto, procedieron a esposarme sin demasiada violencia porque yo no
me resistí, después de todo era sólo un mal entendido fácil de aclarar. Me
hicieron salir caminando entre ellos dos. Al bajar las escaleras el que se creía
más vivo debe haberse sentido ofendido por mi risa, porque con disimulo me hizo
una zancadilla solo por divertirse viendo como rodaba escaleras abajo con mis
manos esposadas a la espalda. En el último escalón mi cabeza se azotó de lleno,
ellos deben haber escuchado un golpe seco, yo sólo silencio y todo se volvió
negro...
Abrí los ojos, me dolía la
cabeza. Estaba en un cuartel de la policía. Sin duda, éste era mi "viernes
negro"*.
Juan, Caracas, mil
novecientos ochenta y tantos
* para los venezolanos de mi generación el
viernes negro es el día en que se paralizó la actividad bancaria en espera que
el tipo de cambio fijo de 4,30 bolívares por dólar pasara al sistema de cambio
regulado por el mercado y que fue el preludio de penurias sin fin.