Dedicado a Neandro
Schilling
Recién
pisaba la losa del aeropuerto de Arlanda en Estocolmo cuando me suicidé.
Fue
casi lo primero que hice cuando caminaba muy desorientado siguiendo al rebaño
que se bajaba del avión de SAS. Una sueca que medía como dos metros se abría
paso con alguna dificultad caminando contra el tránsito directamente hacia mí
como si me conociera y me saludó de manera curiosa: ¡Hola Yúan! Así mismo
colocando el acento en la “u”. Me la debo haber quedado mirado de manera
extraña porque vaciló e insistió: Tu eres Yúan ¿Verdad?, yo confirmé
brevemente: “Sí, soy Juan”, aceptando el nombre que ella me proponía, pero
pronunciándolo correctamente. Eso fue
suficiente para que ella se agachara, me abrazara, me besara y dijera: “Bienvenido
al Reino de Suecia” y otras cosas de ese estilo protocolar en nombre de su
gobierno.
Antes
de encontrarme con mi maleta, la funcionaria ya me había entregado un fajo de
billetes y un vale para comer esa noche y por supuesto sacó un recibo para que
lo firmara. Tomé el lápiz y escribí “Juan Schilling”. Ese fue el momento del
suicidio. No sé qué pasó por mi cabeza, pero no coloqué el garabato que
empezaba con una ene de Neandro y que había sido hasta ese momento, mi firma.
En
rigor este relato debería terminar aquí, pero …
con ese pequeño acto de firmar el recibo, no
solo se había suicidado el joven Neandro, sino que había puesto en escena a un
nuevo personaje que aún existe y sigue firmando como lo hizo ese día 28 de abril
de 1975 en el aeropuerto de Arlanda.
Luego
pasamos por la policía internacional donde tuve que firmar no pocos papeles
cosa que hice con mucha más propiedad que al firmar el recibo, momento en que
aún la mano que empuñó el lápiz tenía dudas. El paso por la policía fue más
rápido que lo que podía suponer alguien que no portaba cédula de identidad ni
mucho menos pasaporte, sino solamente el carnet escolar de la Universidad
Técnica del Estado, muy práctico para pagar tarifa reducida en Santiago, pero
de dudosa utilidad en un largo viaje internacional.
En el interrogatorio
que realizó la policía respondí usando mi nombre completo “Juan Neandro”. Era
la última resistencia de Neandro, su agonía quizás.
Juan
había nacido en ese momento y aunque todos lo trataran como a un exiliado, en
realidad no se sentía como tal, no estaba atado al pasado, sino que venía a
conocer un mundo nuevo, a aprender un nuevo idioma, a aprender a vivir solo.
Aunque eso de vivir solo es una exageración, porque Juan y Neandro gozaban de
la compañía de Mateo otro personaje muy importante en esta historia que ya
parece de personalidades múltiples.
Mateo
fue alguna vez un nombre político, una chapa, una medida de seguridad de
cualquier militante revolucionario, por cierto hubo otras chapas que fueron
solo eso y aunque a algunas las recuerdo con cariño, ninguna alcanzó la
estatura de Mateo, mi superhéroe favorito, un tipo audaz, imparable, un hombre
de acción en toda la extensión de la palabra. Mateo jamás estuvo exiliado, solo
se encontraba en la retaguardia y volvería al frente cuando él lo decidiera. Él
no estaba en ninguna lista de proscritos que no podían ingresar al país como
Neandro e incluso el propio Juan. Su mayor debilidad es que no conocía el
miedo, y el miedo es muy necesario para la supervivencia. También es un tanto
fanfarrón: le gustaba decir que aún no se había fundido el metal para hacer la
bala que le quitaría la vida. Por suerte no decía que era inmortal, aunque me
sospecho que está fabricado con materiales no perecibles. En todo caso, lo más
importante es que Mateo ha sido para mí una excelente compañía y me ha sacado
de alguna situación difícil en no pocas ocasiones.
Si
escribiera la saga familiar tendría que empezar con la historia de mi bisabuelo
Johann Ernst, quien al llegar a Chile en 1869 se hizo llamar Juan, no sé si
habrá sido al pisar tierra en el puerto de Talcahuano y pasar por la aduana o
cuando se enamoró de mi bisabuela. Lo que sé con certeza es que cuando llegó desde
Alemania tenía 24 años, los mismos que tenía Neandro al pisar tierra europea.
Una pequeña simetría en el nacimiento de dos Juanes adultos.
Finalmente,
llegué al pequeño hotel en el centro de Estocolmo donde tuve que registrarme.
Ya no tuve dudas para firmar. Neandro había desaparecido completamente.
Neandro
en el futuro sería solo un fantasma que recibía cartas desde Chile y las
respondía con la vieja firma que empezaba con un garabato parecido a una ene.