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Puerto de Kiel |
El viaje fue un fracaso. No estuve ni cerca de cumplir con el objetivo
que había imaginado fácil en el despreocupado optimismo de mis 24 años -casi un
cuarto de siglo- decía, para que sonara como una edad más respetable. El viaje
tenía un itinerario ajustadísimo que me llevaría de Gotemburgo a París y quizá
de regreso a Gotemburgo, por la ruta más económica que podía existir.
El estudio de costos de este viaje lo había realizado Pedro mi nuevo
jefe, un loco muy buena onda que era el encargado del Mir en Gotemburgo. Lo de
loco no es una metáfora, en la tortura le habían dado muchos golpes en la
cabeza y en realidad estaba vivo de milagro. Quienes conocíamos estos hechos
nos dábamos cuenta de lo obsesivo que era y de algunas otras rarezas menores
como tics, fallos en la memoria y mejor no sigo. Le expliqué que quería ir a
París para hablar con Edgardo Enríquez, pero no sabía cómo, ni tenía las
coronas para hacerlo.
–No te preocupes, yo te presto la plata y mañana te doy un plan de
viaje para que te alcance, porque no es mucho lo que tengo.
Al día siguiente, Pedro llegó con las coronas, dos hojas con
indicaciones y un presupuesto según el cual podría estar una semana en París,
tiempo suficiente para hablar con Edgardo y volver o seguir hacia otro destino.
El objetivo de mi viaje era convencer al Jefe del Mir en el exterior de
que me autorizara a recibir instrucción militar y regresar a Chile. A Pedro
también le interesaba lo mismo, pero estaba consciente de que eso sería muy difícil.
Escribió una carta argumentando que, contra todos los rumores que por ahí
corrían, se sentía bien y estaba en condiciones de enfrentar un duro
entrenamiento previo al regreso. Yo debía llevar la carta y además avalar con
mi testimonio que él gozaba de buena salud. Lo de la carta no era problema,
pero esperaba que no me preguntaran por su salud.
Hasta París todo resultó perfecto. Llegué sin retraso a la Gard du Nord donde me esperaba Ximena. Después
de los abrazos, Ximena decidió pasar a un negocio, compró 2 paquetes de dulces,
me los pasó y me dijo:
–Ponlos en tu mochila y cuando lleguemos a casa se los das de regalo a
mis hijos.
Ese ítem no lo habíamos considerado. Lo que no me explico es como supo
que no les llevaba nada.
Lo primero que me enteré es que Edgardo había abandonado París unos
días antes, sin despedidas. Eran muy pocos quienes sabían esto y era mejor no
andar averiguando nada, así que mejor me relajaba e iba a conocer el Barrio
Latino, a pasear por calles cuyos nombres me eran vagamente familiares, porque
en ellas solían encontrarse La Maga y Oliveira y yo jamás me había imaginado
pisando las mismas veredas que esos seres fabulosamente comunes y corrientes, que
de alguna forma nos representaban a todos nosotros, aunque hablaran en
argentino.
No había nada que hacer, salvo hacerle caso a mi amiga y emprender el
regreso que igual tenía un itinerario exacto donde combinaba el viaje en 2
trenes y luego el barco en que cruzaría de Kiel a Gotemburgo. Me hubiera
gustado seguir a Portugal a ver la Revolución de los Claveles. Lo pensé toda
una tarde, pero sin plata y sin conocer a nadie a quien pegarle en la pera no
era ese un destino posible, además los claveles ya habían comenzado a
marchitarse.
Todo anduvo bien desde la Gard
du Nord en París hasta Kiel, salvo por un pequeño detalle que no había
presupuestado aquel loco de Gotemburgo y del que me enteré apenas me bajé del
tren y me fui a las oficinas de Stena Line. No sé como expliqué que quería un
pasaje a Gotemburgo, pero más difícil debe haber sido entender que el barco
había partido hacía una hora y no había otro hasta el día siguiente. En
realidad no es que no pudiera entender, sino más bien no lo podía creer. No fue
complicado sacar la cuenta de que me faltaban 23 horas para abordar el barco de
mis sueños, que aunque fuera un modesto transbordador para mí era un crucero de
lujo.
Las primeras horas fueron fáciles y quizás hasta entretenidas, las
tiendas de un pequeño Centro Comercial estaban abiertas y eran confortables,
calefaccionadas y llenas de cosas lindas que no podría comprar porque después
de adquirir el pasaje quedaron en mis bolsillos unos 10 marcos que era casi
nada para sobrevivir un día y medio contando lo que faltaba para subir al barco
y luego llegar hasta Gotemburgo que en ese momento era volver a casa, aunque
ahora me suene extraño.
Pronto mi nariz detectó un exquisito olor a pan caliente que me llevó
como hipnotizado a una gran panadería, compré una cosa que parecía una tortilla
y me la devoré con ansiedad, lo que me dejó satisfecho, pero medio atorado.
Seguí paseando por las tiendas, tratando de no llamar la atención para que no me fueran a
echar a la calle unos gorilas de uniforme que me parecían policías, aunque bien
podían haber sido vigilantes privados.
Con tanto caminar, la tortilla bajó demasiado pronto y el hambre
empezó a molestar una vez más, pero debía ser cauteloso con los gastos, aún
quedaban muchas horas hasta mi destino, aunque prefería pensar solo en las
horas que faltaban para subirme al transbordador, porque tenía el
presentimiento que en cuanto pusiera un pié en la nave de mis sueños todo se
habría arreglado. No sé de donde habría sacado esa idea loca, pero como se
trataba de una idea útil no la dejaba alejarse de mi mente que divagaba más de
lo normal.
El almuerzo lo había pasado por alto con gran displicencia sin dejarme
llevar a la depresión. Había encontrado un baño, lo que significó un alivio
para las tripas y el descubrimiento de que el agua disimulaba bastante el
creciente apetito que sentía y aprendí el verdadero significado de la palabra
empiparse.
A la hora de tomar onces me compré otra tortilla y un café, pero en
esta ocasión fui más precavido y solo comí un pequeño trozo de ese pan extraño
al que le decía tortilla solo para sentirme en casa, el resto lo guarde en la
misma bolsita en que me lo habían entregado.
Para mí la noche cayó cuando cerraron las tiendas y el Centro
Comercial mismo. Sospecho que había empezado antes que me viera
expulsado del único refugio tibio que había en esa ciudad que desde ese momento en
adelante sería la más inhóspita que he conocido, sin contar por supuesto a mi “Santiago
ensangrentada” entrañablemente inhóspita y querida. No me quedaba más que la
calle fría y silenciosa. Hasta ese momento había estado escuchando todo el día,
sin darme cuenta, esa música neutra, sin gusto a nada, típica de las tiendas y los
supermercados. Ahora me esperaba el silencio, estaba cansado pero había que
caminar hacia donde fuera, pero sin alejarme demasiado de los sitios que
ubicaba que eran solo 2 además del ya cerrado Centro Comercial, estos eran la
Estación de trenes donde había llegado esa mañana y el Puerto del que no había
podido partir.
La noche era mi amiga, desde que me había reconciliado con ella al
dejar atrás mi infancia en la que le temía sin motivo. Como adolescente fui su
amigo y ya en la juventud había empezado a amarla, pero esa noche silenciosa,
solitaria y fría no era para nada atractiva. Me sentía traicionado, esa porquería
no podía ser la noche amiga, la noche querida y esperada cada día, durante todo
el día.
No había un alma en esas calles escarchadas donde la nieve derretida
se había convertido en enormes carámbanos, caprichosas esculturas de hielo
afirmadas de cualquier manera, recostadas en los muros y los postes de la luz
que por fortuna funcionaban. La noche era suficientemente obscura para que se
agravara con luces apagadas.
Mis pasos me llevaron sin planearlo al punto de partida de esa
aventura solitaria: la Estación de Ferrocarriles. Ésta estaba completamente
solitaria, pero con sus puertas abiertas para pasar a los andenes, las salas de
espera estaban cerradas. Pero ahí en una línea había un tren enorme
completamente iluminado y de entre sus ruedas salían unas nubecitas de vapor
que le daban vida y anunciaban alguna tibieza. En la punta del andén un letrero
indicaba su destino: Moscau decía o
algo así, después de todo ya han pasado 37 años desde esa noche y no me voy a
acordar de cada detalle, pero era clarísimo que el destino era Moscú la capital
del Imperio del Este.
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Estación Central de Kiel |
Me acerqué al tren pisando en la punta de mis helados pies, pues la
estación tendía a amplificar los sonidos lo que multiplicaba las posibilidades
de tener un encuentro cercano con un ser casi humano vestido de uniforme. Subí
sigiloso y rápido y me senté por fin en un comodísimo asiento. El tren estaba
calefaccionado, lo que me parecía un milagro. Mis ojos empezaron a dar unos
parpadeos cada vez más largos y comprendí que estaba al borde del sueño que me
arrastraba con la fuerza de una locomotora. No podía darme el lujo de dormirme
y despertar en Moscú sin un rublo en los bolsillos y sin una palabra ruso en mi boca.
De pronto me vi transportado a una clase de francés con Monsieur Aguilera. El Tercero A en pleno
cantaba La Place Rouche était vide,
devant moi marchait Nathalie, Il avait un joli nom mon guide Nathalie pero tristemente
llegamos a lo de boire et chocolat y me quedé pegado en la idea del chocolate
caliente, la comida puede convertirse
fácilmente en una obsesión cuando escasea.
Después de esa ensoñación me di cuenta que la lucha por no dormirme
sería dura y requería toda mi concentración, sobre todo si me atrevía a cerrar
los ojos por algunos segundos. En eso estaba cuando apareció ante mí un abominable
ser que profería insultos terribles en la lengua de mis antepasados y aunque de
alemán no sabía nada los entendía clarito como si tuviera telepatía. Me paré
antes que Hulk llegara hasta mí y salté de su porquería de tren. Acaso tenía
ganas de ir a pasar hambre donde el camarada Brezhnev que además era un cagón
que no había querido prestarle plata al compañero Allende para no enemistarse con el
Imperio del Oeste. Otra cosa era Lenin, pero ya hacía mucho tiempo que estaba
enterrado y su tumba convertida en atracción para los turistas y a pesar
de eso, era lo único rojo que quedaba en esa Plaza Roja enorme y vacía, La Place Rouche était vide…
Salí con paso firme de esa Estación haciendo resonar por todo lo alto
los gruesos zapatos que me protegían del frío, con la esperanza de
interrumpirle el sueño a algún cabrón, ojalá al jefe del que me había sacado
del tren, para que despertara de mal humor y lo insultara por cualquier motivo.
Después de todo, había capeado
el frío por algunas horas y me sentía bastante recuperado. Caminé por la
callejera exposición de esculturas de hielo acercándome al Puerto, tarareando
los trozos más recordados de la canción de Gilbert Bécaud. La Place Rouche était blanche, la neige faisait un tapis, si por lo
menos hubiera nieve Kiel se vería más suave y bonita, así es la nieve a
diferencia del hielo que produce unas figuras retorcidas de una belleza
terrible.
Il avait des cheveux blonds, mon guide Nathalie, Nathalie … bueno si me encontrara con una rubia por aquí
la cosa no estaría tan mal y si fuera mi guía y me llevara a los lugares
amables que debía haber en cualquier lugar del mundo todo mejoraría bastante y
si se llamara Nathalie…
Llegué a un sector donde terminaban los edificios y había algunas
casas rodantes aparcadas, al acercarme salieron a recibirme algunas damas de
melenas rubias y de faldas demasiado cortas para enfrentar ese duro clima, se
acercaron y me hablaron en distintos idiomas, pero sobre todo en el universal lenguaje
del ofrecimiento sexual. A esas alturas
del cansancio y del frío que no me dejaban sentir ni hambre tenía más interés por
la cama que por el sexo y las pocas monedas que tenía en mi bolsillo, solo
hubieran servido para ofender a la más indigna de las putas.
–¿Celui qui de vous s'appelle Nathalie?– pregunté sin saber porque lo hacía.
–Je suis votre Nathalie, mon amour– respondió la rubia de la melena
más larga
–C'est un joli nom, mon amour– le dije como si eso lo explicara todo
y continué mi camino, callando que no tenía plata ni para hacer cantar un ciego.
Esas frases, en el francés del Liceo apenas refrescado por una semana
en París, eran lo único que había dicho a otro ser humano desde hacía muchas
horas, por suerte se me había ocurrido cantar, de lo contrario a esas alturas ya
habría perdido la capacidad de articular palabras.
Seguí caminando en dirección al puerto y milagrosamente lo encontré
abierto, la sala de espera era fría y no se parecía en nada al tibio tren que
me había cobijado, pero servía para aguantar hasta que llegara el transbordador.
Entretanto encontré en mi bolsillo un pedazo de pan que sabiamente había
guardado y empecé a comerlo despacito. Mala idea. Cuando subí a bordo llevaba
un hambre de león y solo 2 marcos en el bolsillo. Eso alcanzaba para un café
que aunque le pusiera mucha azúcar dejaría el hambre intacta y mis tripas
definitivamente no querían eso. Me acerqué a la maquinita de casino que había
en el restorán del transbordador, metí un marco en la ranura, bajé la palanca y
… tup-tup una pera, … tup-tup un trozo de sandía, … tup-tup una naranja, … tup-tup un plátano, ... tup-tup
un racimo de uva y nada, el tutti frutti no sirvió para nada, ni siquiera para salvar mi moneda,
lo que consideré injusto porque era difícil no tener ni una fruta repetida, pero
no iba a discutir con una máquina. Ahora ya no había marcha atrás un marco no
alcanzaba para nada, así es que no dudé. Saqué el último marco cerré los ojos y
bajé la palanca … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup, … tup-tup … … y seguía con los ojos cerrados, después del silencio … empecé a escuchar una música maravillosa: plink, plink, plank, plunk,
plink y más plink y más plink… abrí los ojos y vi un montón de relucientes monedas, suficiente
para comprar un plato caliente, un kuchen y un chocolate con leche. Era hora
del desayuno, siempre he escuchado que es la comida más importante del día y
ese día lo fue.
Epílogo soñado
Dormí como un bebé mecido por las olas del Báltico viajando hacia
Gotemburgo durante 13 horas. Cuando duermo de día no tengo pesadillas, solo
buenos sueños. Después de lo pasado tuve uno de los mejores de mi vida.
Soñé que casi desbancaba un casino flotante, compraba un avión extraliviano y
volaba a Chile para llevarle plata a los compañeros.
Aunque no hay nada que lo confirme, debe haber sido la noche en que mi
hermana Esmeralda tuvo una pesadilla en
la que yo llegaba a su casa de Chillán, en un pequeño avión y ella tenía
tremendo lío para esconder la navecita en su garaje, después de desmontarle las
alas que fue lo que más trabajo nos dio. Su angustia era, no sólo porque me pudiera haber
visto algún sapo, sino porque tenía que explicarle a sus hijos que no podían
contar a nadie que su tío había regresado.
Juan