Tierras muy raras

 


La tierra tembló de nuevo al amanecer. Fue un remezón leve, como una exhalación subterránea, pero suficiente para que a Gloria le cayera un plato del estante mientras preparaba el té. Desde hacía semanas, los sismos menores se habían vuelto frecuentes, y no eran de origen tectónico. Al menos eso decía su cuñado Javier, ingeniero y conspiranóico profesional. Según él, el culpable era la faena minera de tierras raras que operaba entre los cerros de Penco. La mina Los queules que llevaba con ironía el nombre del árbol que ayudaría a extinguir.

—Van a perforar hasta que se hunda el pueblo —le repetía Javier, cada vez que se lo encontraba en la feria.

Gloria trabajaba en el Cesfam de Penco. No tenía tiempo para teorías, pero algo olía raro desde hacía meses. Un polvo blanco cubría los autos cerca del acceso a la faena, y varios vecinos del sector La Greda habían denunciado que el agua de sus pozos estaba saliendo con un gusto metálico.

Un martes cualquiera, tras el turno de la tarde, Inés decidió tomar un desvío por la ruta costera. Desde un mirador frente al puerto de Lirquén, divisó en la bahía un barco que no había visto antes. No era uno de carga ni de pesca, sino un velero viejo, con velas oscuras, casi deshilachadas. Permanecía inmóvil, como si flotara anclado fuera del tiempo.

Al día siguiente, ya no estaba.

Una semana después, el Cesfam se llenó de trabajadores mineros con síntomas extraños: náuseas, visión doble, mareos, zumbido en los oídos. Una doctora sugirió intoxicación por metales pesados. Un enfermero dijo que podía ser la monacita o la xenotima, minerales que contienen tierras raras.

Javier, que había estado metido hasta el cuello en la Deep web, se acercó a Inés con una carpeta llena de mapas y recortes.

—No es solo minería. Están abriendo algo. La veta se cruza con una línea antigua... precolombina, incluso más vieja. Dicen que esas vetas son puertas —le susurró, mirándola con los ojos encendidos.

Inés lo ignoró. No tenía cabeza para delirios. Pero esa noche, mientras intentaba dormir, soñó con el velero. Estaba más cerca de la orilla, y del casco colgaban sogas trenzadas con algas. Escuchó una voz ronca, como si viniera desde las profundidades:

—No saquen lo dormido.

Comenzaron a desaparecer cosas. Herramientas, generadores, incluso un camión liviano. El gerente del proyecto culpó a bandas organizadas, pero no había huellas, ni testigos. Los animales del sector se pusieron ariscos. Un caballo apareció con los ojos completamente blancos. Y, al amanecer de un sábado, un pescador halló una boya flotando con un símbolo pintado a mano: una espiral invertida, vieja como la marea.

Inés ya no podía ignorar el peso en el pecho que sentía al caminar por la costanera. Javier le mostró una grabación hecha con un dron, sobrevolando la faena minera. En el centro de la toma, en medio del cerro abierto, una forma parecía moverse bajo la tierra. No era máquina. No era humana. Se deslizaba lento, pero seguro. Como si respirara.

—Está despierto —dijo Javier.

—¿Qué cosa?

—No sé, lo que estaba encerrado ahí abajo. El barco lo protege, pero si lo siguen perforando…

Esa noche, Gloria volvió al mirador. El velero había regresado. Estaba más cerca. Esta vez, alcanzó a ver luces que parpadeaban bajo cubierta, como faroles antiguos. Sintió una presencia que le erizó la piel. De repente, una figura emergió del agua. Un hombre —o algo parecido— con la cara cubierta por una red de pesca y ojos brillantes. Levantó la mano en un gesto de advertencia. Gloria retrocedió, tropezó y cayó. Cuando se incorporó, la figura ya no estaba.

Volvió a casa temblando.

Al día siguiente, Javier no contestó su celular. Lo encontraron en su taller, desmayado frente a su computador. En la pantalla, un video pausado mostraba el interior de un túnel de la mina. A lo lejos, una silueta caminaba hacia la cámara, pero no tenía sombra.

El lunes por la noche, un estruendo sacudió la costa. Se sintió desde Tomé hasta Talcahuano. Una sección entera del cerro donde operaba la mina colapsó, como tragada por una boca invisible. No hubo víctimas, pero los informes oficiales hablaron de un “deslizamiento provocado por fallas geológicas no detectadas hasta entonces”. Los mineros dijeron “se sentó el cerro, pero de una forma muy extraña”

En la bahía, el velero se alejó lentamente, deslizándose sin dejar estela y sin emitir ningún sonido. Algunos lo vieron. Otros creen que estaban locos, que nunca hubo barco alguno.

Gloria lo sabía. El Caleuche no aparece sin razón. No recoge vivos porque sí. Se manifiesta cuando el equilibrio se rompe, cuando algo que duerme se agita. Ella lo entendía ahora. Las tierras raras no son solo minerales. Son anclas. Y alguien había roto la cadena.

Desde entonces, Penco duerme más tranquilo. Pero en las noches sin luna, los perros siguen aullando hacia el mar. Y, a veces, en la bruma, un mástil oscuro asoma entre las olas.

En el hospital de Penco, la mujer hallada en la costa ocupaba una sala especial, aislada por precaución. A pesar del frío matinal, no pedía cobijas. No comía. No hablaba. Su piel, tersa y opaca como la de un pez abisal, no mostraba poros ni vello. La llamaban Salina porque eso fue lo único que dijo cuando le preguntaron su nombre, con una voz apenas audible, como si hablara desde una cavidad llena de agua.

Gloria entró a verla por encargo del jefe de turno, quien sospechaba que podía tratarse de un caso psiquiátrico o un efecto neurológico asociado a exposición ambiental. Pero cuando sus ojos se cruzaron, supo que era algo distinto.

Salina la miraba sin parpadear, como si ya la conociera. Luego, sin mover los labios, Inés escuchó una voz en su mente:

Tú lo abriste. Tú debes cerrarlo.

Gloria dio un paso atrás, atónita.

—¿Quién eres?

No soy yo quien importa. Es lo que duerme.

En ese instante, la sala entera se estremeció. No fue un temblor físico, sino algo más sutil: las luces bajaron, el vidrio del ventanal vibró con un zumbido leve, como una resonancia. Salina se incorporó lentamente, como si no pesara nada.

El barco me dejó aquí. Soy aviso, no salvación.

Mientras tanto, en el nuevo frente de extracción, los obreros que operaban retroexcavadoras a más de doscientos cincuenta metros de profundidad toparon con algo inesperado: una pared lisa de roca negra, perfectamente cortada, incrustada en el corazón del cerro.

El supervisor tomó fotos, pero al intentar compartirlas, su celular colapsó. Las cámaras de seguridad también fallaron. Lo único que quedó fue un dibujo hecho a mano por uno de los trabajadores: una serie de símbolos en espiral, dispuestos en patrones concéntricos. Al centro, una figura alargada, encerrada entre líneas.

Javier —ya recuperado parcialmente— los reconoció al ver el dibujo que Gloria le mostró en el hospital.

—Es un sello. Igual a los que aparecen en antiguos mapas náuticos apócrifos... zonas marcadas como “no navegables”. Es el mismo patrón que la espiral pintada en la boya. ¿Tú no ves? Es un sistema de contención.

—¿Contención de qué?

—No lo sé. Pero si esa estructura estaba enterrada y ahora está expuesta… tal vez no lo contenga por mucho tiempo.

Al anochecer, el viento cambió. No era un viento normal: traía olor a yodo, a óxido, a algas secas, incluso a tierra quemada. Los pescadores no salieron esa noche. Las gaviotas desaparecieron. El puerto de Lirquén reportó una falla eléctrica masiva, y desde la rada varios marinos aseguraron haber visto un velero iluminado.

—No debería flotar —dijo un estibador—. Tiene el casco reventado. Vi las tablas podridas.

A la misma hora, Gloria regresó al hospital. La sala de Salina estaba vacía. Las cámaras mostraban una imagen imposible: a las dos veintidós, el vidrio del ventanal pareció licuarse, y la figura de Salina atravesó el muro como si fuera agua. No dejó huellas. Solo una marca espiral dibujada en sal sobre la camilla.

Esa noche, Gloria soñó que caminaba bajo el agua, rodeada de ruinas ciclópeas. Una ciudad hundida. Y en el centro, una criatura ciega, que agitaba su cuerpo largo y blando entre las columnas corroídas. No tenía rostro, pero sí miles de bocas. Y en todas ellas, un solo nombre que no se puede repetir.

Un grupo de trabajadores, armados con luces portátiles, desciende por una galería que no figura en los planos. Llegan a una cámara natural, silenciosa, húmeda. En el centro hay un pozo negro, sin fondo visible. Desde allí, un sonido emerge: no metálico, no animal, sino humano. Como una misa antigua. Como un coro de voces que no deberían existir.

Uno de los mineros —Roberto, joven, escéptico— se acerca demasiado. Y el pozo respira. Un aliento denso, salado, lleno de memoria marina, lo envuelve. Entonces, algo lo arrastra. Solo su linterna queda flotando en el aire.

El cielo sobre Penco se tornó ceniza. No había lluvia, pero el aire estaba húmedo, cargado de olor a cochayuyo. La marea bajó de forma irregular y dejó al descubierto formaciones extrañas en la costa: un plesiosaurio de piedra y caminos sumergidos que iban desde la punta de Lirquén hacia mar adentro.

Javier, ahora recuperado del todo, regresó al mirador donde Gloria había visto por primera vez el velero. Ella lo esperaba, con el cuaderno en que había copiado la bitácora anónima y el dibujo del sello encontrado en la mina.

¿Y si lo que duerme ahí abajo es peor que cualquier tormenta? —preguntó ella.

—En ese caso, parece que estamos a punto de soltarlo —dijo Javier—. Y el barco ha venido por la última persona que puede cerrarlo.

Gloria lo miró, comprendiendo sin palabras. Ella era el vínculo. Desde que vio el velero, desde que escuchó la voz de Salina, algo había cambiado en su sangre. Soñaba con marea, con cantos, con profundidades. Ella era parte del ciclo.

A las tres treinta y tres de la madrugada, la grieta bajo la mina se abrió. No fue un derrumbe. Fue una expansión. Como si algo desde abajo respirara por última vez y luego emergiera.

La faena desapareció. No quedó maquinaria, ni galerías, ni suelo firme. Solo un cráter negro, hondo, como un ojo ciego abierto hacia el cielo. Desde ahí se escuchó un canto: múltiple, gutural, hipnótico. No tenía idioma. Era llamado, no palabra.

Las olas comenzaron a subir sin viento. Desde el fondo del mar, frente al puerto, una figura ascendió: el Caleuche, completo, majestuoso, iluminado con antorchas azules, cubierto de redes vivas y cuerdas que goteaban algas brillantes. En su proa, una figura humana observaba la costa.

Era Salina. A su lado, un ancla tallada con el símbolo espiral brillaba como hierro recién forjado.

Gloria cruzó la ciudad a pie, como si supiera exactamente a dónde ir. A medida que se acercaba a la costa, las luces se apagaban a su paso. Las casas temblaban, pero no por sismo: el mar caminaba con ella.

Al llegar al muelle, Salina ya la esperaba. Sin hablar, le ofreció el ancla. No pesaba. Estaba tibia al tacto. Un segundo después, Gloria ya no estaba en tierra.

Despertó dentro del barco. El Caleuche olía a madera podrida y sal. El interior era un laberinto de corredores sin lógica, con escotillas que daban a túneles, y túneles que terminaban en cielos estrellados. El corazón del navío latía.

En el centro del casco, una cámara sellada contenía el vínculo con lo que dormía bajo Penco. Una entidad hecha de tiempo, oscuridad y agua estancada: el sin nombre, el sin forma, el que puede corromper el tiempo.

Salina habló por última vez:

El hombre despertó lo que la marea olvidó. Ahora tú debes volver a encerrarlo. Pero tendrás que elegir.

Gloria comprendió: podía sacrificarse, quedarse en el umbral, usar el ancla como sello vivo… o dejar que el mundo enfrentara el avance del sin nombre.

Al amanecer, el mar estaba calmo. El cráter de la mina se había sellado. La empresa abandonó sus operaciones en silencio. Penco volvió lentamente a la normalidad, aunque algunos decían que la arena tenía un brillo extraño.

Inés nunca regresó. Ni su cuerpo. Ni su ropa. Ni sus huellas.

Javier se convirtió en un ermitaño de la costa, observando el mar cada noche, por si acaso. Salina tampoco fue vista de nuevo.

Pero los viejos del pueblo dicen que, cuando baja la niebla, puede verse un velero oscuro en la bahía. Que suena una campana. Y que una mujer en la proa, con los ojos glaucos, sostiene un ancla entre las manos.

Mateo Juan

El Terry y un hombre bueno


No tengo idea cuando llegó el Terry, pero sí sé que no lo trajo nadie, porque a él no lo traían, él iba donde le daba la gana, tal vez siguiendo a alguien, pero cuando él quería y adonde quisiera.

Creo que llegó con alguien del local de los gásfiters, puede que fuera con el Bigornia o con el Zapatero. Y nombro a esos dos porque no me lo imagino siguiendo a otro de los que había ahí. No hubiera seguido a una mujer, por supuesto.

El asunto es que un día llegó a los locales y apartamentos de Almirante Acevedo 5220, Vitacura, y se quedó un rato, volvió al día siguiente, y después, tal vez porque mi madre le dio comida, o le dijo al Lolo que le diera, la cosa es que se fue quedando y nunca se fue.

Aunque cuando llegó estaba muy flaco; era grande, macizo, de patas largas y fuertes, de lomo robusto, hocico cuadrado y pelaje amarillo fuerte. Por su color y altura, tuvo un antepasado Labrador o, tal vez, pero más lejano, pudo haber sido un sabueso de San Huberto (bloodhound, para los anglófilos).

En resumen, era un perrazo de carácter tranquilo, pero dominante que, como ya dije, llegó, se aguachó y no volvió a irse. Mi madre le daba agua y de comer y, en la tarde, él se echaba a los pies de mi padre cuando leía el Mercurio sentado en una banqueta a la entrada de su negocio, Emporio Don Cano. Al principio pasaba las noches en la entrada de los apartamentos, pero después se fue acomodando en el descanso de la escalera y, más tarde, en la puerta del apartamento en el que mi madre tenía su salón de belleza.

No recuerdo que los vecinos hayan reclamado por este nuevo inquilino, pero me imagino que a la larga se acostumbraron a esta alfombra de pelo que encontraban al llegar y salir y, la verdad, el Terry no era tan idiota para no darse cuenta de que, de esa buena relación dependía dormir bajo techo todas las noches.

Desde que llegó, nadie le disputó el terreno, y más bien él salía de tarde en tarde, tal vez porque asuntos de territorio o de perras lo reclamaban en otro lado. En una de esas salidas llegó con un perro negro un poco más chico, pero muy flaco, de pelo hirsuto y andar vacilante, que le seguía los pasos. El Terry se acercó a sus platos, el del agua y el de la comida, pegó un par de lengüetazos y se volvió para decirle a su seguidor en dialecto perruno-chileno: “Oye, aquí hay comida, no tengai miedo”, y el otro, con mucho temblor de patas, se acercó y lamió y comió, y siguió comiendo hasta que limpió el plato.

Entonces el Lolo, que estaba en la puerta del emporio, dijo, es perra. Y todos asintieron.

Y era perra, y se llamó Lisa, porque así estaba escrito. Y desde ese día vivieron juntos, saliendo en la mañana, por donde solo los perros callejeros saben, para llegar en la tarde a comer, a echarse a los pies de quien estuviera a mano y a comer caliente y dormir seco, que dice don Arturo que es un vicio que a los hombres y a los perros nos cuesta mucho dejar.

Hasta que un viernes, porque siempre hay un día, y a este le tocó ser viernes, volvió Lisa sin Terry. Y yo quisiera acordarme de cómo llegó, de si nos preocupamos y esos detalles, pero

cada uno tenía su vida que vivir y también porque en esos tiempos los perros callejeros no le quitaban el sueño a nadie y sobre todo, porque el Terry no había sido nunca niño del coro y perfectamente podía haberse metido en peligros que no queríamos imaginarnos.

Hasta que apareció, uno o dos día más tarde, renqueando, con un ojo cerrado y oliendo a mierda. Hay mejores maneras de decirlo, pero la verdad es que olía a algo como entre excrementos y queso podrido. Se acercó a comer, pero solo bebió agua, le pusieron otro tazón y también se lo tragó. Mi madre hizo que el Lolo le trajera la alfombra adonde dormía, porque los vecinos no iban a tolerar esa fetidez echada a la puerta de su apartamento y ahí, apenas a la entrada del portal, se echó y ahí durmió esa noche. Mañana amanece curado, sentenció mi padre.

Amaneció, sí, pero no curado. Se veía peor, apestaba peor y seguía sin comer. Lisa no se le arrimaba ni él a ella. Y así pasó ese día. Y el tercer día, que era domingo, como en otra narración que anda por ahí, doña Blanca, o sea mi madre dijo Canito, ese perro se va a morir, busquemos quien lo atienda. Y como busquemos quería decir busque, mi padre sacó la guía telefónica y leyó ahí en Providencia hay un veterinario y pone el número de su casa. Y lo llamó.

Ya para entonces el Terry no se levantaba de su alfombra, así que ayudé al Lolo a llevarlo con alfombra y todo a la trastienda del negocio para que el veterinario no tuviera que ejercer su profesión en la calle y, a alguna hora de esa mañana, apareció un señor en su auto, con la cara seria y el maletín que uno espera ver en un médico, pasó atrás del negocio y allí se arrodilló entre las cajas de botellas de cocacola, cerveza y sacos de arroz, azúcar y porotos para atender a su paciente.

Lolo, quédese para sujetar al Terry y que no muerda al doctor; los demás para afuera, sentenció mi madre. Así que salimos. Pero el Terry no estaba para morder a nadie, así que al rato el Lolo salió con cara compungido y un balde en sus manos, lo llenó en el baño y volvió a entrar. Yo seguía ayudando a mis padres a atender el negocio, concurrido en esa mañana de domingo y, ante mis gestos de consulta, el Lolo volvía la cara y se perdía de regreso en la bodega.

De atrás salían débiles quejidos y la Lisa, siempre muy disciplinada y consciente de que el negocio no estaba dentro de sus límites permitidos, trataba de meterse entre las piernas de los clientes para escurrirse hacia la bodega.

Al fin salió el veterinario, sin saco y con la camisa sucia. El Lolo le asistió en el baño para lavarse escrupulosamente las manos hasta los codos, mi madre corrió a traerle jabón y crema de su salón de belleza, le alcanzó una toalla doblada y perfumada y él, después de darle instrucciones a su improvisado auxiliar para que también se lavara apropiadamente, empezó a hablarle a mis padres con la seriedad que yo esperaría de alguien que me atienda en un trance parecido.

Este animalito, supongo que es agresivo, ¿verdad? Como pusieron cara de culpables siguió. Miren, por lo que veo lo atacaron de una manera muy brutal. Tiene en el cuello marcas de que lo amarraron, tal vez con alambre. En el lomo sufrió unas heridas pequeñas, pero profundas, como punzonazos. Estaba todo manchado con excrementos humanos. Y tiene varias otras contusiones.

Yo supongo que una persona, o varias, lo amarraron del cuello, lo golpearon, le hicieron esas heridas con un chuzo o algo parecido, y después le tiraron excrementos para que muriera de septicemia. Ese es el olor que él despide.

A mis viejos no les cabía que existiera tanta inmundicia en la mente humana, así que el veterinario aclaró, me doy cuenta de que esto es terrible de imaginar, por eso les pregunto si el perrito es muy agresivo, porque eso puede haber sido una venganza. Mi viejo volvió a ver al Lolo y él, no sé, tal vez mostrarle los dientes a algún curadito, pero no… no creo.

Pero bueno, le lavamos y desinfectamos las heridas que pudimos, y les voy a dejar una receta de un antiséptico muy fuerte, a ver si con eso lo salvamos. Y de ahora en adelante, mejor ténganlo encerrado.

De nuevo mis viejos se miraron, …pero doctor, el animal no es nuestro… nosotros le damos comida, duerme aquí, pero no se deja encerrar, ya hemos probado.

¿Y me llamaron por un animal que no es de ustedes?

¿… qué íbamos a hacer? No podíamos dejarlo morir, él nos acompaña… esa perrita que está allá afuera gimiendo… es como su pareja.

Es de aquí, de los locales… aclaró el Lolo. De todos.

El veterinario recogió su maletín y se colgó el saco del hombro. Mi viejo, hombre práctico, trajo de regreso el tema a la tierra.

Doctor, le agradecemos mucho que haya venido hasta aquí un domingo, ¿cuánto le debemos?

El veterinario sonrió, insistiendo ¿…y no es de ustedes? Mi viejo se encogió de hombros, como disculpándose, con las manos metidas en las bolsas en su guardapolvo. Ya ve, doctor.

¿Cómo se le ocurre que le voy a cobrar, señor? Al contrario, gracias a ustedes. Hasta luego, y, haciendo gesto de discúlpenme que no les dé la mano, saludó a todos y salió caminando hacia su automóvil.

Todos nos quedamos clavados al piso, con la cara de quien acaba de ver un platilllo volador, hasta que mi madre dijo con urgencia: ¡CANITO!

Y antes de que el veterinario llegara a su automóvil, lo alcanzaban mi viejo y el Lolo llevando unas botellas del mejor vino, una caja de chocolates y no sé qué más. Ahí lo ayudaron a cargarlas, mi padre le estrechó las manos aun húmedas, le dijo algo que no escuché, pero que le salía de muy adentro y hasta el Lolo le extendió la diestra con una leve reverencia.

Al final, el antiséptico salvó al Terry, tiempo después la Lisa quedó embarazada, pero perdió la camada porque seguro su cuerpo había sufrido mucho antes de llegar a vivir con nosotros, y la vida, siempre la vida, siguió echándonos las pequeñas y grandes alegrías y tragedias que nos tiene reservadas.

Y así terminó esa tarde de domingo. Cuando el boliche se fue vaciando, mi madre anunció que se iba a la casa a cocinar, sentenciando a la salida: Lolo, hoy duermen los dos en la bodega. Y como a Lisa ya la habíamos dejado entrar a acompañar al enfermo para terminar con esa lloradera, no hubo necesidad de decir nada.

Ninguno dijo siquiera que acabábamos de conocer a un hombre bueno, porque no hacía falta. Solo pasó un instante por nuestras vidas, dejando una estela blanca, como esas que deja una locomotora a vapor, pero más suavecita y que dura mucho tiempo en deshacerse.

Tal vez toda una vida.

Juan Sepúlveda

San Pablo de Heredia, agosto de 2025 

La ciudad está triste

Biblioteka Negra
Hay libros que no solo nos cuentan una historia, sino que nos hacen habitar un lugar. La ciudad está triste, de Ramón Díaz Eterovic, es uno de esos libros. Es una novela policial, sí, pero también es una caminata melancólica por el Santiago ensangrentado de los años 80, por sus calles húmedas, sus esquinas desiertas, sus bares con olor a vino barato, whisky ordinario y café recalentado. Es, en el fondo, un retrato de una ciudad herida, vigilada, que respira con dificultad en plena dictadura.

El protagonista es Heredia, un detective privado que no es ni glamoroso ni espectacular. No lleva trajes caros ni conduce autos veloces. Conduce un Fiat 600 que pasa gran parte del tiempo en el taller. A veces no hay plata para retirarlo y se debe quedar ahí más de lo necesario. Heredia es un tipo común, más bien solitario y que sobrevive como puede resolviendo casos menores, entre tragos, lecturas y pensamientos en voz baja. Es un personaje que recuerda a los detectives del noir clásico, pero con el peso de la historia chilena sobre los hombros. Un tipo que no busca redención, sino apenas un poco de sentido.

El caso que lo ocupa en esta primera novela arranca con la muerte de una joven estudiante. Desde ahí, Heredia empieza a tirar del hilo, y lo que parece un simple hecho policial se transforma en algo más turbio, más profundo. Pero ojo: aquí no hay acción trepidante ni persecuciones espectaculares. Lo que hay es atmósfera. Suspenso bien construido. Y una mirada crítica sobre una sociedad marcada por el silencio, el miedo y la complicidad.

Lo que hace especial esta novela no es solo el caso en sí, sino la forma en que Díaz Eterovic construye el ambiente. Santiago no es un telón de fondo, sino un personaje más: oscuro, triste, lleno de rincones donde se esconde la memoria y la culpa. Hay desconfianza en el aire, y esa sensación de que todo está siendo vigilado. Y Heredia, que no es ningún héroe, se arrastra entre las sombras buscando algo parecido a la verdad.

El lenguaje es sobrio, contenido, pero con momentos de lirismo. Hay frases que uno quisiera subrayar, porque retratan con precisión no solo lo que está pasando, sino lo que se siente vivir en esa ciudad. No es una novela ruidosa, sino de silencios. De esos silencios que pesan.

La ciudad está triste marca el inicio de una larga saga —Heredia volverá muchas veces más—, pero ya en este primer libro el personaje está completo. Tiene cicatrices, ironía, una ética propia que no encaja con lo que lo rodea. Y eso lo hace entrañable. No es un salvador, pero tampoco es indiferente.

Si alguien me preguntara por qué leer esta novela hoy, le diría que es una buena historia policial, claro, pero que además es un documento emocional de un tiempo difícil, contado sin panfleto ni grandilocuencia. Es una novela sobre la tristeza de una ciudad y la dignidad silenciosa de los que todavía intentan entenderla.

La tengo en el estante de las novelas con gato de mi Biblioteka Negra, porque en el próximo título de la saga, Heredia empezará a compartir su vida con un gato a quien llamará Simenon y que va a resultar muy metiche. Opina sobre los casos de Heredia, sobre la vida y también sobre la muerte.

¿Qué más se puede pedir?

Sigan leyendo y nos encontramos la próxima semana.

                                                                                                                El capitán

El hombre que amaba a los perros

Biblioteka Negra
Tengo una perrita Beagle quinceañera llamada Lis y un gato conocido como Acho, el cual ha andado muy engreído al darse cuenta de la importancia de los gatos en la novela negra. Lis, por su parte, está insoportable, ladra sin motivo conocido, quizás se siente menoscabada ante el felino miembro de nuestra manada. Por eso hoy tomé un libro del estante de los libros sobre perros de la Biblioteka Negra para que ella recupere su autoestima.

Salió un pequeño libro de bolsillo titulado “El hombre que amaba a los perros” de Raymond Chandler, recuerdo haber leído un libro con ese título, pero de otro autor, del cubano Leonardo Padura sobre el asesinato de León Trosky que cabalga entre la historia y la novela y por lo tanto también pertenece al género negro, aunque no es una novela de detectives.

Busqué un poco más de información sobre este alcance de nombre y me enteré que no era tal, sino que Padura usó este título como una forma de homenaje a Chandler, a quien admira y reconoce en él a un escritor que ha influido en su obra.

Con mayor razón, me sentí incentivado a la lectura del libro que el azar había puesto en mis manos para que lo leyera lo antes posible y preparara este comentario que espero sea del agrado de Lis y deje de ladrar tanto.

El pequeño volumen contiene tres historias del sufrido detective privado Carmady, escogidas y agrupadas por la editorial, no por su autor que las escribió en distintos momentos, en una época en la que aún no había aparecido el conocido detective Marlove.

La primera de las historias, es la que le da nombre al libro: “El hombre que amaba a los perros”, es de 1936, el protagonista es Carmady, pero un personaje muy importante es el perro policial llamado Voss en honor a Werner Voss un aviador alemán destacado de la Primera Guerra. También aparecen otros perros y no pocos gatos, pero son solo parte del decorado y ni siquiera son llamados por sus nombres, sino que apenas son mencionados por sus respectivas razas.

No les voy a contar lo que hace Voss, el perro policial para que no pierdas la emoción de enterarte a través de tu propia lectura.

La segunda historia es de 1935, “Asesino en la lluvia” supuestamente también del detective Carmady, aunque en ningún momento aparece mencionado su nombre, se supone que él es el narrador de la misma y con todo lo que le pasa, quien otro podría ser sino Carmady, quien más podría aguantar tanto.

En esta historia llueve más que en Macondo, así es Chandler. Si el relato se llama Asesino en la lluvia no van a ser unos cuantos milímetros de agua caída, la lluvia debe ser en serio. Chandler no se fija en gastos, fue tanta la lluvia que le sobró un poco para el tercer relato titulado El telón donde la víctima anuncia: “va a llover… me desagradaría que me enterrasen con lluvia” que más que un pronóstico del tiempo es el anuncio de su propia muerte.

Carmady ha sobrevivido a estos tres relatos, la pasó mal, fue golpeado, encerrado, drogado y hasta sufrió una fractura de cráneo, sin embargo Chandler se mantuvo fiel al pacto firmado entre todos los autores de novela policial con sus respectivos detectives. Después de la dura experiencia de Conan Doyle cuando atentó contra la vida de su detective Sherlock Holmes, ningún escritor de novela negra que se precie de serlo ha vuelto a intentar acabar con la vida de su propio detective privado. Eso es casi un suicidio.

Hasta aquí llega esta invitación a leer un buen libro.

¡Que tengas las mejores lecturas!

El capitán

El relámpago

Ganador concurso literario Santivan 2023

     Parpadeó un rato hacia la inmensidad de la noche y pensó que era como un vacío que quería devorarlos. Después apretó los puños en su espalda, sintiendo la amarra ardiente alrededor de las muñecas y afirmó las pisadas en la tierra, dejándose guiar por los pasos que iban delante. En torno las siluetas se desplazaban, permaneciendo borrosas entre las oleadas de sombras. Los oscuros, en cambio, se distinguían por la fogosidad de sus movimientos y el resuello exaltado de sus respiraciones.

    El roce de los pasos configuraba un tráfago que los prisioneros, sin conseguirlo, se esforzaban por no escuchar.

    Volvió a parpadear, dirigiendo el rostro hacia el poniente, imaginando en la lejanía las techumbres de la ciudad, el abigarrado color de las casas y el murmullo del río junto a los árboles, pero sólo entrevió los bultos de las colinas y el contorno espectral del camión en que los habían transportado.

    Alguien, en la cabeza de la fila, emitió un sollozo que fue rápidamente silenciado con un golpe que absorbió el lamento. El rumor de las pisadas se interrumpió durante un segundo para luego proseguir su ritmo ineluctable.

    Los oscuros se distribuían estratégicamente al costado de la columna, sin emitir otro ruido que el de los pasos violentos e inclementes, a diferencia de los cautivos, que transcurrían más allá de la voluntad de quienes descubrían la eternidad sobre ellos.

    Un relámpago de luz se encendió en la cresta de la montaña, pero no fue más que un fulgor efímero, incapaz de oponerse al imperio de la noche.

    ─Nos van a matar.─

    La angustia de los días pasados volvió a su memoria y le hizo sacudirse el embrutecimiento que dominaba sus sentidos. Recordó la sorpresa al ser arrestado, vio como un acto pueril su intento de oponerse con razones y argumentos a esa tropelía, además de la certeza posterior que tuvo, luego de los empujones y golpes, de que todo el asunto era una equivocación.

    La imagen que regresaba una y otra vez a su memoria era la de los rostros de su mujer y sus hijos mirándole, atónitos, ante la puerta abierta de la casa.

    Los hechos posteriores fueron una pesadilla, las acusaciones en su contra y en la de los otros prisioneros se acrecentaban según el rango del oficial de turno. La realidad se había convertido en una cadena de acontecimientos inexplicables y absurdos.

    Hasta esta noche, cuando llegó el pelotón de soldados arrastrándolos hasta el camión, luego el trayecto hacia el desierto y el recodo donde la huella del camino de ripio se esfumaba y comenzaba el tierral. Allí los hicieron formar esta columna para obligarlos a internarse, ciegos, en la espesura de la pampa.

     ─Nos van a matar.─

    Las palabras llegaban distorsionadas por el ramalazo de viento que venía desde el fondo del vacío.

    Pensó en la muerte como en algo vago e inasible y se dejó ganar por la visión fantasmagórica de sus pisadas hundiéndose en la oquedad. De pronto, junto a sus pasos hubo otros, más intensos, acompañados del murmullo de correajes y cartucheras y cargados con el peso de hierro del arma que aumentaba la profundidad de las huellas.

    Levantó la mirada hacia la distancia inescrutable y buscó desesperadamente una nueva fulguración, pero la noche sólo le devolvió la continuidad insondable de su misterio.

    ─¿Adónde nos llevan?─, inquirió la voz de la sombra que le precedía, al tiempo que salía de la columna y luchaba contra la densidad impenetrable.

    No quiso ver el destino del hombre que había hablado, pero le fue imposible no escuchar las culatas golpeando la carne y el acero desnudo penetrando la piel. Vislumbró, estremecido, la lucha denodada del cautivo ovillándose en la arena pedregosa y el chapoteo confuso de sus manos en el agua de la agonía.

    La repentina inmovilidad de la columna fue atravesada por una descarga de electrizante lucidez, como si en sus mentes se hubiera alojado un pensamiento inquietante, pero de inmediato se reimplantó la lógica de los oscuros que, veloces, reimpusieron el inexorable avance.

    ─Nos van a matar.─

    Pensó que el eco de las palabras provenía del fondo de su conciencia, marcando el final de un olvido y el comienzo de una nueva forma de existencia. Quiso ser presa de un llanto que permitiera el desahogo de su cuerpo lacerado, se imploró a sí mismo tener la facultad de hacer que por su rostro bajaran lágrimas liberando el fuego que quemaba sus entrañas, pero no pasó nada, salvo la permanencia del aguijón que le presionaba el pecho dictándole el ajetreo de los pulmones.

    Trató de fijar una imagen grata en la retina de su memoria, revivir en el territorio de otro tiempo, mas tampoco aquel recurso le fue posible. En cada nuevo paso comprobaba la finitud de la vida, en el roce de las vestiduras contra su piel erizada, en el contacto de sus sentidos con el aire frío, en la percepción aguda del silencio y, después, en el desgarro de su tranco progresando hacia la nada.

    Hincando la mirada en el suelo dio con la forma de una piedra pulida por la corrosión de los siglos y quiso indagar en ella la sabiduría de la naturaleza, pero sólo logró sentirse aún más pequeño e indefenso.

    Quiso levantar otra vez los ojos, pero comprendió que su gesto era inútil y que la luz permanecía enterrada bajo el océano de sombras. Sin embargo, una repentina serenidad le sacudió, supo que marchaban hacia el final de sus vidas y que el ruido de los pasos en la inmensidad era el primer redoble de la muerte comenzando a saludarles. Entretanto, los oscuros recorrían la columna de principio a fin con el entusiasmo de quien está próximo a terminar una jornada agobiante.

    Tuvo la certeza de que los siguientes instantes serían su última oportunidad sobre la faz de la tierra, eso le dio coraje y paz. Ahora ─se dijo─, mientras la marcha es un deslizarse de sombras aparentemente resignadas. Ahora, cuando los oscuros creen en la eternidad e invulnerabilidad de su poderío, cuando se sienten amparados por el manto de tinieblas que los envuelve.

    Cree que ha nacido y vivido para llegar a este momento, que todas las razones y sinrazones de su paso por el mundo concluyen en esta precisa encrucijada.

    Da dos pasos siguiendo el curso de la columna y al iniciar el tercero sabe que está quebrantando la inercia impuesta por los oscuros. Avanza solo hacia el sudeste, quizás porque intuye que en esa dirección tendrá lugar el nacimiento del amanecer y porque ha decidido identificar el sentido de su andar con el ascenso de la luz en el cielo.

    ─Está amaneciendo─, dice en voz alta, provocando con sus palabras y su acción el derrumbe de la marcha que comienza a desgajarse en una catarata de pasos contra la tierra, despedazándose como un convoy de trenes alcanzado por una voladura.

    No se detiene a comprobar el resultado de su acción. Imperturbable, continúa caminando y repitiendo las palabras que salen de su boca, casi como un canto o un himno:

    ─Está amaneciendo─.

    Siente la convulsión del aire tras de sí, cortado por fuerzas que chocan. Quisiera ver la confusión que su acto ha originado entre los oscuros y también el estallido de rebelión entre sus compañeros, pero se concentra en la destreza de la  pierna que adelanta para iniciar el nuevo paso. Alcanza a sentir la dureza del terreno bajo sus pies y se alegra de llevar los zapatos rotos porque le permiten sentir el fuego de las huellas que van quedando impresas sobre la tierra con su rabiosa y triste alegría. Ahora grita a voz en cuello, olvidando la extenuación que lo socava:

    ─Está amaneciendo─.

    


Desde atrás lo empuja la onda expansiva de un crujido y un latigazo de luz hiere el borde de sus ojos. El paraje es sometido a una ráfaga infernal, ve aproximarse a sus pupilas un ramillete de cristales y después la tierra inmensa, viniéndose de golpe hacia su rostro.

    Experimenta la caricia extrañamente tibia del polvo en su mejilla y con doloroso esfuerzo vuelve la mirada hacia la cumbre remota de la montaña, desde donde baja el primer relámpago sostenido del amanecer. Entonces ya no opone resistencia al peso feroz que le baja los párpados.

Renard Betancourt M.