Fue Neandro
el que esa mañana de abril llegó con una botella conteniendo un líquido verde y
diciendo que había que probarlo porque tenía fama entre los escritores y
bohemios de París.
Al
principio sólo pensé seguirle la corriente, pero después, cuando sacó la
cucharilla que venía junto a la botella, le puso un terrón de azúcar, la abrió,
escanció el líquido verde en una copa, le agregó un poco de agua y se mandó el
primer trago, entonces, ahí mismo, decidí probarlo también.
Luego,
horas después, iba a preguntarme en qué momento fatal le seguí el mal ejemplo.
Pero ya era
tarde.
El primer
síntoma de que el líquido verde no era cualquier cosa empezó cuando Neandro
dijo:
—Ahora
entiendo eso del “absentismo laboral”—e hizo otra serie de afirmaciones estúpidas,
como que más valía tener cien pájaros volando a tener uno sólo, prisionero,
entre las manos.
Al rato, yo
mismo comencé a decir sandeces, pero lo más grave fue que propuse brindar con
otra copa del líquido verde a favor de una rebelión mundial y otras cosas por
el estilo.
Al cabo de
una hora nadie podría decir que nos encontrábamos borrachos porque ésa no era nuestra
condición exacta, sino más bien estábamos… ¿Cómo decirlo? Bueno…En cierto modo,
habíamos enloquecido.
En un instante
fatal Neandro recordó que nos habíamos propuesto escribir un cuento de terror,
pero yo—presa de una delirante alucinación— le argumenté que los cuentos de
terror no se escriben sino que hay que vivirlos, y lo convencí de que la señora
Fidelia, que regentaba la pastelería de la esquina, era en realidad una
alienígena peligrosa, con aviesas intenciones de dominio a escala universal.
Al cabo de
algunos minutos de planificación, decidimos ir a la pastelería y asustar
debidamente a la susodicha.
Así,
desgraciadamente, lo hicimos.
Doña
Fidelia nos recibió con algunos aspavientos de buena vecindad, pero tanto
Neandro como yo entendimos que era el modo en que los extraterrestres pretenden
ganar la confianza de los terrícolas.
La mujer,
grande y obesa, nos hizo pasar a la cocina donde estaba haciendo una enorme
torta de milhojas; es decir, sobre el mesón había grandes cantidades de manjar
y hojuelas.
Ella señaló
que estaba apurada porque era un encargo que debía entregar dentro de media
hora.
Fue Neandro
el que la encaró en primera instancia diciéndole que sabíamos cuál era su real
condición y que nosotros, sin ser ni racistas ni nada de eso, no podíamos
permitir su estadía clandestina entre los terrícolas, a menos que confesase sus
verdaderas intenciones.
Doña
Fidelia, sin embargo, no confesó.
Es más, en
algún momento dijo que estábamos locos.
—¿Qué se
han imaginado, huevones…?—dijo, exasperada, ante nuestras acusaciones.
Entonces,
la empujé.
Cayó de
bruces sobre la torta y Neandro, convencido de la justeza de nuestra causa, le
sostuvo la cabeza contra el manjar durante un largo rato.
La mujer
pataleó obscenamente.
Se
estremeció y del manjar surgió un gorgoteo asqueroso y,de pronto, la alienígena
dejó de moverse.
Volvimos a
lo nuestro.
Brindamos
con otra copa del líquido verde, esta vez por la paz universal.
La tierra
estaba a salvo. Paty y Renard X