18.1.25

La última partida de ajedrez

 

El tiempo está a favor de los pequeños,

De los desnudos, de los olvidados.

El tiempo está a favor de buenos sueños.

Silvio Rodríguez

Tríptico 1984

 

La última partida de ajedrez

 

Para Anselmo Radrigán Plaza, Pedro o el Radri como ustedes quieran

 


Lo miré a los ojos y el viejo portero me saludó con cortesía. Le respondí con una sonrisa y pensé: “no, no tiene cara de soplón”. Pasé frente al ascensor, subí rápidamente los dos tramos de escalera que conducían al entrepiso y miré el reloj, eran casi las siete de la tarde, esa hora en que el infierno santiaguino deja de arder y empieza a soplar una grata brisa que me hace pensar en la maravilla que debe haber sido ese valle antes del cemento, de las chimeneas y de los tubos de escape. Entré sin preámbulos en ese salón soportado por columnas octogonales lleno de mesas con sus cubiertas escaqueadas. Sentí un gran alivio al comprobar que las condiciones de ingreso no habían cambiado, al Club de Ajedrez Chile cualquiera entraba como Pedro por su casa.

Eso era justamente lo que necesitaba. La atmósfera que se respiraba era tranquilizadora. Inmediatamente me arrepentí de haber traído la Colt 45 que con dificultad podía cubrir con mi chaqueta de verano. ¡Tanta paz y yo con artillería pesada!

Más de un año que no me aparecía por ahí y había tantos cambios en el país que lo más inesperado resultaba encontrar un lugar donde el tiempo parecía detenido, todo seguía igual. Quizás la experiencia diaria de tener que mostrarle los cuadernos a una patrulla militar atrincherada en la puerta de la UTE me hacía temer más de algún inconveniente para ingresar a cualquier parte. Los milicos no eran tan brutos: le temían a los libros y a la inteligencia más que a las armas. Sobre todo, si eran como mi Colt que no contaba con un segundo cargador y no estaba seguro de que funcionara. Javier, quien me la había dejado en herencia antes de abandonar Chile, me dijo que estaba en perfectas condiciones, pero no había tenido oportunidad de comprobarlo.

Encontrar a Pedro, en ese lugar, era seguro. Lo conocía bien, desde los tiempos en que Pedro era el Radri y yo aún no soñaba que me llamaría Mateo. Fue el orden alfabético que domina ciertas regiones del mundo el que nos hizo coincidir en el mismo curso de ingeniería.

─Vamos al Caín─ me invitó cuando salimos de clase.

─¿Qué picá es esa? ─ pregunté con ignorancia provinciana.

─Ninguna picá, es el Club de Ajedrez de Ingeniería y en esta escuela no te dan el título si no sabís jugar.

─De saber, sé─ le respondí sin sospechar el lío en que me metía, y fuimos al Caín.

Perdí todos los partidos. Cuando cerraron lo invité a la pensión de estudiantes donde vivía, para que jugara con el Piduco, un amigo que iba a cobrar venganza por mis derrotas. Jugaron casi toda la noche. Ganaba siempre el que llevaba las blancas, es decir, iban uno y uno ya que en cada partido cambiaban las piezas. El encuentro terminó en la madrugada igualado a no sé cuantos y el Radri durmió en un saco que tenía alguien del público, es decir, alguno de los pensionistas que solidariamente se habían trasnochado con nosotros.

Algo distinto al orden alfabético fue lo que también nos hizo coincidir en esa reunión en que Edgardo Enríquez nos invitó a integrarnos al MIR. Su pesada argumentación mencionaba a Marx, Engels, Lenin, Trosky y el Che. Los cuatro primeros eran casi desconocidos para nosotros, pero el último, el Che era tema permanente de nuestras conversaciones. Esa noche nos juntamos en la pensión. Todos estábamos pensando en lo mismo, así que funcionó la telepatía y el Radri, supuestamente el más tímido, con su voz calmada y casi gangosa porque su tabique nasal era demasiado alto, se atrevió a ponerle sonido al pensamiento:

─Bueno, entiendo entonces que nos metimos al MIR, aunque no tengamos idea quienes eran esos giles que nombró el Edgardo.

Eso desató las lenguas de todos y nos atropellamos en decir que por supuesto que eso era lo que había que hacer. De ahí en adelante la cosa en la pensión no fue puro ajedrez, sino política y ajedrez.

Regresemos a 1974 en el Club de Ajedrez Chile, el pariente rico del Caín. El sagrado templo donde se jugaba el Torneo Mayor, algo así como la primera división del ajedrez nacional en la que participaba un pequeño grupo de jugadores de todo el país, entre esos el Radri, el Piduco y otros ejemplares de ingeniería. Hoy, solo estaban ocupadas cuatro o cinco mesas del centro de la sala, donde jugaban los más mostrados, los que querían tener público. Un poco más allá, junto a una columna, cerca del ventanal, estaba el Radri, solo con un libro, inmóvil frente a un tablero con piezas inmóviles que deben haber estado de lo más agitadas en su mente, ya que las miraba fijamente, como hipnotizado. Ni acordado podría haber resultado mejor el encuentro. Di un rodeo echándole un vistazo a los partidos que se jugaban, disimulando mi interés en ir a reunirme con el Radri. Me demoraba para asegurarme que estaba solo.

Decidí acercarme. Lo saludé desabridamente como si lo hubiera visto el día anterior. Le pregunté si estaba solo.

─No, aquí estoy con el maestro Capablanca que está a punto de ganarle al pesado de Alekhine─ dijo mostrándome su libro.

Tomé el libro. Era una recopilación de las partidas entre esos archirrivales, lo hojeé y me di cuenta que le faltaba una parte.

─¿Y qué pasó aquí?─ pregunté mostrándole el daño que tenía el libro.

─Preferí operarlo de esas páginas porque ahí salían las biografías de los dos giles: el maestro Capablanca es cubano y el otro rusosky, lo cual es suficiente para ganarse un problema en estos tiempos. Pero dejemos descansar a estos viejos y juguemos una partida─ dijo mientras desarmaba el juego y me entregaba las piezas blancas. Inútil ventaja que yo acepté sin discutir. Luego empezó a murmurar una especie de monólogo.

─Así es Mateo, a veces hay que jugar con las negras, lo malo es que hace un año que nos tocan siempre las negras y las blancas toman la iniciativa con facilidad mientras nosotros estamos aguantando nada más. Después de todo, el tiempo juega a nuestro favor. Si logramos mantenernos vivos, vamos a ver el fin de esta locura, pero no va a ser cosa fácil.

Yo no estaba para análisis, ni menos en esa semiclave de frases con doble lectura, dichas en voz muy baja. Por eso lo interrumpí para que fuésemos al grano.

─Mira Radri, yo vine porque Marcela, la comadre que es enlace de Renato, llegó al punto del lunes muy asustada, se puso a llorar y me dijo que creía que el guatonchito había caído. Le dije que cambiara de casa y que nos viéramos el viernes, es decir ayer. Pero no fui, simplemente me cagué de susto. ¿No has sentido eso alguna vez? Es lo que llaman una corazonada. No sé... me empezaban a faltar las palabras para explicar mi voluntaria desconexión cuando el Radri me interrumpió.

─¡Jaque! Los descuidos se pagan caro...

─¡No abuse maestro! Hace tiempo que no toco una pieza─ respondí mientras pensaba que debía demorarme mucho en contestar esa jugada, aunque sólo tenía dos movidas posibles y claro, poner cara de máxima concentración, aunque lo que iba a hacer era lanzar al aire una moneda imaginaria para decidir mi jugada. Esto le obligó a contarme las noticias de una buena vez. Ya habíamos dilatado bastante el momento simulando que no había urgencia. Se puso serio y me dijo:

─Desgraciadamente te tengo que confirmar la caída de Renato y en las peores manos...  de su enlace no sabemos nada. Ojalá se haya desconectado deliberadamente como lo hiciste tú.

─¡Mierda! Tenía la esperanza de que esto fuera solo un mal presentimiento...

─Mateo, caer es una posibilidad que siempre existe...

─Sí, Radri, pero deja que me dé rabia. Piensa que justo ahora Renato estaba planteando ideas nuevas, crear una retaguardia en el exterior, replegarnos, salvar lo que queda... pero claro es muy cabro chico y no lo tomaron en serio.

─Sobre Marcela, no trates de reconectarla, es mejor dejar que las cosas se enfríen, que pase el tiempo. Ese es nuestro mejor aliado. Hay que hacer lo que estas haciendo en esta partida, demorarse mucho en cada jugada.

El Radri encontró las palabras para calmarme. Acordamos un punto al que iría yo y un enlace que me mantendría en contacto con el Comité Central. Antes de despedirnos me atreví a darle un consejo.

─Sabes, Radri, creo que no debieras venir a este lugar, así como yo te encontré podrían hacerlo los malos.

─Nooo, estay loco, si hace más de un año que no me aparecía por aquí. Fue pura cueva que me encontraras─, me lo dijo tan serio que estuve a punto de creerle. Pero lo miré sosteniéndole la mirada y pensando: “Dime la firme”. Así lo hice confesar que iba algunas veces, pero no por el vicio del ajedrez, sino porque ahí se podía concentrar, pensar en lo que había que hacer.

Después de vacilar un poco y reírse otro poco, me soltó la firme.

─Bueno, esta vez, en verdad vine por ti. Estaba preocupado por la caída de Renato. Sabía que tú estabas conectado con él y temí lo peor. Esta era la única posibilidad de encontrarte─. Dijo muy serio el Radri.

Ambos habíamos realizado la misma jugada. Ambos habíamos tomado voluntariamente un riesgo necesario y habíamos obtenido una minúscula e inolvidable victoria. Mi única gran victoria vinculada al ajedrez. Nos reímos satisfechos con una risa suave en armonía con la paz del lugar.

─¡Cuídate!─ insistí sin convicción. Puse mi rey en posición horizontal, gesto que debía haber hecho hace rato, estreché su mano con fuerza, como si lo felicitara por lo que había sucedido en el tablero y me di cuenta que quizás nunca nos habíamos dado la mano. Eso no entraba en los rituales de nuestra amistad. Presentí que la separación sería larga. Esa fue nuestra última partida.                                                                                                                                                                                                                              Mateo V

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