En memoria de Pedro Purísimo Barría Ordóñez, militante del MIR en
Neltume
(Complejo Maderero de Panguipulli), asesinado junto a varios de sus
compañeros
en el regimiento de Llancahue, el
4 de Octubre de 1973, en Valdivia,
Chile.
1
El calor avanza sobre la ciudad
invadiendo el cemento, las calles, el laberinto urbano, y en verano la
población flotante aumenta de manera considerable atestando avenidas, lugares
de esparcimiento, playas, paseos campestres y rutas aledañas. La ciudad, como
dicen sus comerciantes, se ha convertido en un “destino frecuente”.
Los transeúntes se desplazan en
busca de sombra y brisa fresca, escasa en el casco viejo. Van en bicicletas, a
pie, corriendo como expertos deportistas o en vehículos, acelerando sin cuidado
porque solo aspiran a realizar sus deseos. Van hacia la costanera, el río o la
costa.
Casi todas las personas llevan
mascarillas cubriéndoles el rostro. La pandemia, si bien ha declinado en los
últimos meses, aun no cesa del todo y las autoridades insisten en tomar
precauciones.
A lo lejos se elevan colinas, se
ven las copas de los bosques circundantes y hacia el este, lejana, la montaña;
en sentido contrario, el mar como un espejo gigantesco refracta la luz y en sus
plateadas aguas se avistan embarcaciones ancladas o navegando, lanchas de
turismo y botes de paseo, y en uno de los brazos del río, la pequeña isla
frente al litoral.
Corre el verano de 2022 y el
tiempo transcurre con extraña lentitud, haciendo de telón de fondo al incesante
devenir humano que, contrariamente, es vertiginoso.
2
El joven mira hacia el exterior desde la ventanilla de la celda subido
en hombros de uno de sus compañeros de prisión para alcanzar la abertura. Tiene
las manos aferradas con mucha fuerza a los barrotes. Desde esa posición
incómoda y de precario equilibrio, cuenta lo que ve:
“El viento les da en la cara y están muy pálidos.
Seguro habrá temporal, porque se oscurece rápido y apenas puedo
distinguir sus rostros...
Así, a simple vista, no reconozco a nadie…, pero no sé…, quizás…
Se escuchan voces de mando, y muchos pasos.
Suenan los correajes de los soldados y las botas rebotando en la tierra
o arrastrándose en el polvo. Es un sonido tenebroso.
También se escucha el ruido de las armas cuando los fierros entrechocan,
son fusiles, carabinas, qué sé yo…
Alguien grita desde las celdas, al otro lado de este pabellón.
Otra vez escucho voces de mando y golpes duros.
Están torturando a algunos de los recién llegados. Los han traído en los
mismos camiones que a nosotros.
Los empujan y arrean como ganado. Los insultan, les pegan con las
culatas, les dan patadas.
Están sucios, malheridos, demacrados. Se ve que tienen miedo.
Tienen miedo y frío. Mucho frío. Están temblando a la intemperie.
Algunos se tambalean a punto de desmayar.
El cielo es cada vez más amenazante y avanza sobre sus cabezas.
Los están obligando a formar una fila al costado del patio.
Están todos a la espera de algo..., y se han quedado en silencio.
Los tienen maniatados por la espalda y algunos están amarrados con
alambres por los tobillos, casi no pueden ni moverse.
Sobre el muro, al frente, se ha parado un pájaro que se mueve nervioso,
picoteando aquí y allá mirando alrededor. Es como si olfateara el peligro,
porque vuelve a volar…
Sí, el pájaro vuela en dirección a la arboleda, fuera del cuartel.”
3
El hombre camina despacio.
La reverberación del sol cae sobre
sus ojos y durante un momento se siente enceguecido. Detiene la marcha,
resuella y de golpe parece tomar consciencia de su situación en el mundo… Es
como si hubiese sido alcanzado por un destello de lucidez y ahora percibe más agudamente
el entorno y la vertiginosa velocidad del acontecer humano.
Un muchacho en bicicleta pasa muy
cerca, obligándolo a hacerse rápidamente a un lado para no ser arrollado. El
hombre hace un gesto de impotencia levantando la diestra a modo de protesta,
pero su actitud queda a medio camino porque el joven se pierde en la distancia,
transitando por la vereda peatonal.
Resuena una alarma telefónica, en
realidad un fragmento de acordes musicales. Al principio se desconcierta pero
después, reaccionando algo tembloroso, busca en los bolsillos de su chaqueta hasta
dar con el móvil que sostiene con ambas manos frente a sus ojos, buscando en la
pantalla e intentando responder la llamada, sin conseguirlo.
Molesto, devuelve el aparato al
bolsillo y sigue caminando mientras se acomoda la mascarilla en el rostro,
sintiéndose asfixiado, detestando la necesidad de su uso porque le dificulta la
respiración, pero no quiere contagiarse ni contagiar a nadie.
Se detiene, fijándose en los altos
árboles de la avenida, toma un nuevo respiro, dejándose animar por la visión
del verde intenso de las hojas que brillan acuosas en las ramas mecidas por la
brisa, junto al revoloteo de los pájaros que, le parece, lo alientan a continuar
su caminata.
Mira los edificios recientes y
antiguos, aunque ninguno de gran altura, que aún en esta ciudad provinciana no
han conseguido arrasar con las antiguas viviendas, aún invictas.
Observa el entorno de casas donde
la madera continúa siendo la base material de su arquitectura y escucha,
hastiado, el violento tránsito vehicular.
Se siente ensordecido por el
bullicio colmando el ambiente e imprimiéndole a la vida circundante una grave celeridad
que obliga a los habitantes a apurar el tren de sus días.
Opta por encaminarse hacia el
mercado fluvial, necesita borrar la distancia que lo separa del río, tal vez
allí pueda, cree, ordenar sus pensamientos, aunque no está seguro.
Después de todo, reflexiona,
siempre seguirá siendo un hombre de mar. Claro, a su manera, abajo, en la sala
de máquinas, pero siempre a bordo, aunque hace ya varios años dejó atrás la práctica
de su oficio. Pero de todos modos continuará siéndolo, a pesar de estar obligado
a permanecer en tierra.
4
Las hojas de los árboles se mueven con insistencia,dando una extraña impresión
de movimiento líquido, como si las copas fuesen de agua. Es el efecto de las
hojas mostrando su envés repetidas veces. Esta imagen provoca en uno de los
maniatados una rara sensación de nostalgia, como si la acuosidad frondosa de
los árboles presagiase un destino o el fin de algo.
Los prisioneros permanecen de este lado de las cosas y del mundo y,
sobre todo, de los hechos. Están de este lado del viento y las imágenes.
También de este sorpresivo lado de la vida misma, puesto que han sido
capturados por las fuerzas militares que hace solo un par de semanas han
derribado al gobierno democráticamente constituido.
Han sido arrinconados, perseguidos, aguijoneados sin piedad y desarmados,
pero voluntariosos, han pretendido resistir y oponerse a la dinámica del golpe
de estado, pero…
Caen gotas de lluvia y algunos de los hombres vuelven el rostro hacia el
cielo, dejándose acariciar por la humedad que paulatinamente se convierte en lluvia
copiosa, hasta empaparles las ropas manchadas de sangre y barro.
Pero aun la llovizna es casi imperceptible.
El prisionero observa por la ventanilla de la celda montado en hombros
de un compañero, y obsesionado por los hechos continúa relatando lo que ve,
como si fuese una película que se desarrolla ante su mirada atónita:
“Hay un tumulto en la puerta frente al patio principal y alguien llora
en las celdas de enfrente. Creo que es una mujer, pero no estoy seguro…
Nuevamente gritos, golpes, movimientos bruscos y siempre el sonido de
las botas, pero esta vez arañando el pavimento del patio.
Los soldados empujan a un nuevo grupo de prisioneros recién apeados de
los camiones, los castigan e insultan, les escupen.
Hay nuevas órdenes.
El tumulto sale al patio y los prisioneros en fila van hacia donde están
los demás. Son obligados a avanzar y se unen conformando una gran masa humana.
Están agotados y bajo la lluvia, porque ahora llueve de verdad.
Hay alguien al final de la fila.
Esperen, no logro ver bien…
Es un joven con muletas. Le cuesta andar.
Solo uno de sus pies alcanza el suelo, la otra pierna es más corta y
delgada, se adivina a pesar del pantalón, cuelga y el pie también permanece
suspendido. Sin embargo avanza, es ágil…, muy ágil.
Tiene la ropa rasgada, llena de barro. Le han golpeado en el rostro. Uno
de sus pómulos está hinchado.
Su pelo es largo y castaño.
Pero sus ojos…
De repente ha levantado la mirada y es como si quisiese ver el cielo más
allá de las nubes y la lluvia, pero después de permanecer tanto tiempo en la celda
oscura no le resulta fácil.
Mira con sorpresa alrededor y se adivina una extraña claridad en sus
ojos.
Es como si estuviera sonriendo, como si quisiera burlarse de lo que
ocurre en torno... Sí, su mirada es desafiante, sobre todo cuando mira a los
soldados…
¡Pero miren!
El pájaro regresa y se vuelve a parar al filo de la muralla.
Es una gaviota.
Sí, es una gaviota…
¿Pero qué la atrae con tanta insistencia a este lugar? ¿Por qué regresa?
Sigue nerviosa. Sus movimientos parecen eléctricos.
Se mueve por el muro, picotea la pintura descascarada y mojada, aletea.
¿Se irá otra vez?
No. Se queda...
¡Qué raro!
Su plumaje es blanco y en la cabeza, negro, azabache y azul; brilla,
quizás por la lluvia. Parece enmascarada.
Sus patas son de color rojo y el pico oscuro, granate.
Está quieta durante un segundo, solo por momentos mueve la cabeza de un
lado a otro. Mira hacia el tumulto de hombres apostados abajo, en el patio del
regimiento y rodeados por los soldados que les apuntan con los fusiles.
Es como si buscara una explicación a lo que ve.”
5
Camina algunas cuadras para tomar
el bus.
Una vez en la máquina mira a los
pasajeros: un grupo de mujeres de diferentes edades, jóvenes riéndose y
bromeando, varios hombres solos y uno cabeceando, adormilado, golpeándose la
cabeza contra el vidrio de la ventana, más una pareja con dos niños pequeños que
se entretienen en el pasillo jugando con un globo rojo.
Abre la ventanilla para sentir el
aire en la cara y mirar las calles, el ir y venir de los perros callejeros que
parecen ir tras un fin determinado, con una meta clara.
Contempla el cielo ornado de nubes
como pinceladas arbitrarias dadas sobre la resolana.
Vuelve a fijar la mirada observando
a los transeúntes que corren, caminan, ríen en grupos e incluso conversan a
pesar de la molestia provocada por el uso de las mascarillas. Detiene su mirada
en los gestos de sus manos, los ademanes, el lenguaje corporal desvelando
actitudes e intenciones, y sonríe al recordar haber escuchado en la mañana, en
la radio, una entrevista al director del ballet universitario afirmando que la
verdadera danza es la que se ve todos los días en la calle, en la vida
cotidiana, los movimientos naturales de las personas viviendo.
Pero no deja de sorprenderse al ver
a la gente hablando por los móviles, provista de audífonos, gesticulando
absurdamente, como si estuvieran hablando a solas y hacia el vacío, poseídos de
una extraña energía.
Piensa en las nuevas costumbres
que, con inusitada rapidez, adquieren las personas al ser estimuladas por la
propaganda, sin duda relacionada con el consumo de productos y mercancías.
Concluye que es habitante de un mundo
cada día más descaminado y se pregunta si no es él quien se ha convertido en un
extranjero en esa realidad que le es ajena. Sin embargo, algo en su interior
confirma su convicción de que algo no anda bien, tiene la certeza que no se
trata solo de la pandemia, sino de algo más, algo inasible y difuso.
Una vez en la costanera
experimenta una fatiga no solo física, también cree que su vida de los últimos
años ha sido una larga y tediosa rutina, una navegación sobre aguas en calma,
yendo hacia un horizonte informe y también gris.
Extraña su vida de marino mercante.
Extraña el mar, siempre distinto e imprevisible. Y su reflexión va más allá: la
ciudad, el país y, quizás el mundo entero, se encaminan hacia un horizonte
gris. ¿O hacia algo peor?
Avanza sin rumbo fijo, siguiendo
la línea del borde amurallado, contemplando distraído la cadencia del río y las
ondas estrellándose en los contrafuertes. Aguza la mirada hacia la ribera
opuesta hasta reconocer el edificio azul y las instalaciones del viejo astillero,
entonces su nostalgia se acrecienta.
Mirando aguas abajo ve cruzar diversas
embarcaciones, todas atestadas de turistas. Es el verano.
Llama su atención el color
indefinido de las aguas y el insistente graznido de las gaviotas.
Desea fumar, pero hace muchos años
dejó de hacerlo.
Sigue andando, dejándose llevar
por el ritmo inseguro de sus pasos y lenta, pero sostenidamente, se hunde en
sus recuerdos, aunque pareciera estar absorto mirando las aguas en su cabrilleo
incesante.
Al rato va hacia el embarcadero para
averiguar si hay lanchas de turismo ofreciendo paseos hacia alta mar, con la
certeza de que antes siempre existía esa posibilidad.
6
El muchacho sosteniendo sobre sus hombros al joven observador se ha
quejado y pide ser reemplazado en el esfuerzo. Alguien lo releva con prontitud para
seguir aupando al joven que vuelve a subir sobre los hombros del nuevo
voluntario. Todos concuerdan en que es el más alto y más liviano y por tanto quien
con menor esfuerzo alcanzará la ventanilla para seguir relatándoles los hechos.
Mira hacia el exterior, constatando el brusco cese de la lluvia. Las
nubes se han descorrido dejando un claro, un boquete luminoso en medio de la
borrasca.
El muchacho, otra vez agarrado a los barrotes y esforzándose para seguir
con la mirada el curso de los acontecimientos, vuelve a transmitir lo que ve:
“Algo ocurre porque los están separando.
Han separado por lo menos a 12 o 13 del resto de los prisioneros y el
grueso permanece al costado del patio. A los otros los empujan en dirección a
la muralla.
También al joven de las muletas lo conminan a avanzar, aunque no se
resiste, solo sigue mirando a los soldados con un gesto de franco desafío, pero
no son capaces de sostener su mirada porque son canallas y cobardes.
¡No, no puede ser!… ¡No puede ser…! Sí… ¡Los van a fusilar!…
Hay un pelotón de milicos preparándose…
Y cargan sus armas…”.
Se vuelve hacia sus compañeros de celda y con voz agitada y temblorosa
pregunta qué día, qué fecha es... qué hora…
Alguien responde desde un rincón de la celda diciendo que es el viernes
4 de octubre del año 1973, pero que no tiene idea de la hora…
7
Las voces y el revuelo de la
muchedumbre agolpada en las inmediaciones del mercado y en la plataforma del
muelle le obligan a desplazarse con precaución. Tropieza, avanza, titubea, se
aproxima a los puestos de mercaderías, observa las corvinas y salmones
expuestos sobre los mesones, las frutas y verduras y, durante unos minutos se
detiene ante un pequeño puesto donde se exhiben libros de segunda mano.Recorre con
la mirada los títulos, pregunta el precio de uno, pide un descuento y lo compra.
Luego sigue andando.
Una vez traspuesta con dificultad
la zona comercial alcanza la explanada donde hombres y mujeres vocean diversas
excursiones y paseos turísticos por las inmediaciones: los brazos del río, la
isla próxima y otras localidades cercanas.
Se aproxima al hombre apostado
junto al puente de acceso a una de las lanchas atracadas junto al muelle.
Pregunta el costo del pasaje y si el trayecto considera un paseo por alta mar.
El patrón le responde afirmativamente, explicando que la ruta contempla el paso
por la lobera, girando durante un breve tramo hacia alta mar para, de
inmediato, iniciar el regreso.Todo en no más de dos horas.
Compra el boleto y sube a bordo.
No bien busca asiento hacia el
sector de popa, cuando el ligero vaivén del agua meciendo la embarcación
agudiza su sensación de melancolía y remembranza.
8
El joven aprieta con más fuerza los barrotes tratando inútilmente de
alcanzar con la mirada la totalidad del patio para ver la disposición de los prisioneros,
pero solo logra tener una visión fragmentada de la extensa plataforma. Con voz
tensa, continúa el relato:
“No los veo a todos, solo a una parte.
No veo al grueso, solamente puedo ver a los trece que han separado.
Los llevan junto al muro, empujándolos hasta dejarlos con sus espaldas
pegadas a la pared.
Permanecen quietos.
Los soldados intentan ponerles vendas en los ojos, pero se niegan
terminantemente…
Les apuntan…”.
9
Navegan suavemente por el río,
buscando internarse hacia el mar. En ese momento escucha una voz seca y grave que
lo llama:
—Anselmo…, Anselmo…
Vuelve la mirada y en uno de los
asientos del centro de la nave descubre a la persona que lo llama con
insistencia y hace gestos para capturar su atención.
Intenta reconocer el rostro de
quien sigue llamándolo en voz alta, pero se da por vencido. Se levanta y se acerca
para ver quién es.
— ¿Disculpe…?
— Anselmo, no me reconoces…, tanto
tiempo ha pasado…
— Yo…
— Soy Alfredo, ¿no te acuerdas de
mí?
— ¿Alfredo?
— Alfredo Campos….Estuvimos juntos
en…, bueno…, en esos años… Claro, engordé mucho y, como ves, estoy casi
totalmente calvo…
— Alfredo…, sí…, me acuerdo. En el
liceo, sí, claro, ahora me acuerdo —repite—…, fuimos compañeros durante varios
años…
— Exactamente. Toda la enseñanza
secundaria e incluso…
— Cómo no me iba a acordar, si
hasta durante unos años fuimos compañeros de banco y después… Bueno, hemos
cambiado, estamos mucho más viejos…
— Tantos años…
— Cómo pasa el tiempo…
— ¿Qué ha sido de tu vida?
— Aquí donde me ves…—y hace un
gesto abarcando su cuerpo, un gesto cuyo significado quiere decir mucho más, también
abarca el entorno, el movimiento de la embarcación, el río, el trayecto hacia el
mar y de alguna manera el pasado, un ayer que los envuelve y conecta.
— ¿Siempre en la marina mercante?
— No, Alfredo. Eso quedó atrás. Tengo
más de setenta…
— Y yo, setenta y uno… Jubilé y me
vine de la capital. Vivo con mi único hijo y le ayudo a veces en su trabajo. Él
es veterinario…—dice, sin ocultar su orgullo—.
— Recuerdo que trabajabas
vendiendo repuestos para vehículos…
— Así es, muchos años de vendedor
viajero…, pero enviudé y quise regresar. Me cansé de todo eso…, allá en la gran
ciudad la vida es cada vez más…, bueno, tú sabes…
— Mira, también quedé solo. Mi
mujer falleció hace unos años. Vivo con uno de mis hermanos.
— ¿Y ahora andas paseando?
— Nunca está de más tomar un poco
de aire marino…
— Ah…, la nostalgia…
—Bueno, un poco, pero el mar… ya
sabes…—dice, levantando los hombros.
Alfredo, al cabo de un rato y después
de saludar efusivamente a su amigo, se sienta a la par sosteniendo su mirada y haciendo
una seña de asentimiento y comprensión. Después ambos contemplan el cabrilleo
del agua buscando con ansias el horizonte en la proa cuando la lancha se
apresta a cruzar la desembocadura, zona donde el río se abre en un amplio
estuario del que se ven las dos riberas boscosas y distantes.
La nave se estremece y cruje inclinándose
a babor cuando el primer golpe del océano da de lleno en las cuadernas de
estribor. Después la marcha vuelve a ser tranquila.
10
“Uno de los prisioneros pide que les retiren las esposas.
Es el joven de las muletas, el único con las manos libres.
Pero el oficial se niega y el joven lo increpa duramente. Es valiente, muy
valiente.
El oficial lo amenaza con su arma, pero el joven no se arredra, le dice
cobarde y algo más, algo que no se escucha porque los otros prisioneros gritan.
Gritan milicos cobardes, y alguien les nombra a sus madres.
Hay gritos en todas las celdas. ¡Gritemos también nosotros!
¡¡¡Milicos cobardes, hijos de puta!!!
Pero intempestivamente todo vuelve a estar en silencio…
Deja de llover…, persiste esa rara claridad entre la borrasca y en medio
de las nubes se ve un chorro de luz cayendo justo sobre el patio del cuartel…
Pero…
Miren…, la gaviota sigue ahí, parada al borde de la muralla, mirando
hacia los que van a fusilar… y aletea, mueve su cabeza, mira de un lado a otro
igual que las palomas, mueve el cuello, camina.
Está justo sobre los que van a ser ejecutados…, ahí, en la muralla que
ahora es un paredón…
El oficial se acerca al pelotón de milicos y va a dar la orden…
¡¡¡Milicos cobardes, hijos de puta!!!!”
11
La lancha se inclina a babor remontando
el oleaje mientras el motor tose, exigido, pero pronto la navegación se torna pareja
y los pasajeros, enfundados en salvavidas, en su mayoría turistas, vuelven a la
calma perdida ante la embestida de la marea cuando la chalupa comenzaba a
orientarse mar adentro.
— Me acuerdo de ese tiempo…—dice
Alfredo, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, como evitando ser
deslumbrado por la luminosidad del pasado.
— Lo que pasa es que somos
sobrevivientes de una época que fue como un sueño y después una verdadera pesadilla…,
y los sobrevivientes siempre recordaremos a los muertos…, son nuestros muertos…
— Cierto.
— Nunca olvidé todo lo que vivimos…
— Tampoco yo.
— Además, juntos nos detuvieron y
juntos estuvimos esos días en el cuartel…
Anselmo asiente, mientras con la
diestra se aferra a la borda para sentir el mar humedeciéndole la piel.
— Fue muy duro…
— Sí. —confirma Anselmo.
— Y tú fuiste el que se asomó a la
ventanilla de la celda para contarnos lo ocurrido…
— Sí, yo fui…
— Se me grabó para siempre todo
eso…
— Lo recuerdo todos los días de mi
vida. —concuerda Anselmo.
12
“Aletea…, está aleteando desesperada…, la gaviota…
Los soldados preparan las armas y el oficial va a dar las órdenes.
Ha dicho fuego… y disparan… caen…, caen todos, uno a uno…
No puedo…
La gaviota ha volado.”.
13
La embarcación navega cerca de los
roqueríos, donde se ven lobos y grandes bandadas de pelícanos, cormoranes y
gaviotas.
Los dos amigos disfrutan del
paisaje, divirtiéndose al escuchar y ver a los niños llamando la atención de
sus padres ante el espectáculo de las crías pequeñas de lobos arrojándose de
bruces al mar.
Cuando la lancha inicia el regreso
una vez comenzado el giro, una gaviota posa sus patas en la proa y, con aire
majestuoso, observa al contingente de pasajeros aún atentos a los roqueríos y
la lobera. Los amigos, en cambio, miran al pájaro sin poder evitar el recuerdo
que su presencia les trae.
Durante unos minutos solo callan y
siguen mirando, después Alfredo rompe el silencio:
— ¿Te acuerdas?
— Es imposible no acordarse.
— Estuvo ahí hasta el comienzo de
los disparos.
Ahora la nave enfila hacia la
desembocadura y nuevamente sufre un vaivén brusco ante la embestida de la marea.
— Mira, ahí se queda…
— Parece mirarnos con atención…
— Pero es una ilusión…
— ¿Crees que solo sea una ilusión?
Anselmo no responde y su amigo calla.
Después de desembarcar deciden compartir
una cerveza y caminan despacio hacia la plaza, en el centro de la ciudad.
14
“No quiero ver.
Han quedado tirados al pie del muro.
Vuelve a llover… La lluvia se va confundiendo con la sangre…
Todavía hay gritos...
Pero no quiero ver…, no puedo ni quiero ver…”.
Es lo último que dice el joven antes de abandonar la ventanilla y bajar
de los hombros de su compañero, llevándose las manos a la cara y comenzando a
sollozar.
Los demás permanecen callados en medio de la celda oscura y en torno del
muchacho que llora desconsoladamente y el
eco de los disparos parece continuar estallando una y otra vez en sus oídos.
De pronto solo es posible oír la lluvia redoblando sobre las calaminas
del techo, mientras el cielo sombrío se torna por momentos visible en el hueco
de la ventanilla como efecto del relampagueo del temporal.
27 de Mayo de 2022, Santiago,
Chile,
Renard Betancourt M.