(Conjeturas sobre una pintura sin nombre)
Para nuestros amigos Pedro y Mónica
Lo cierto, aunque no seguro, es que en el centro de la pintura hay un hombre y una mujer caminando hacia el fondo del cuadro, van por un sendero donde las hojas secas de un probable otoño han ido conformando una coloración amarilla y anaranjada. ¿O es un rústico puente de madera donde han caído las hojas, cubriéndolo?
En cualquier caso se trata de una zona rural, quizás en las afueras de un centro urbano y en las inmediaciones de un bosque, o tal vez en una zona costera porque el agua que se ve es azul y factible de ser asimilada al agua del mar.
Se trata, quizás, de una zona rural y costera.
En rigor no tenemos certeza de que se trate del otoño, también pudieran ser los primeros días de invierno.
Sin embargo, los dos altos árboles que presiden la escena tienen en sus hojas la coloración típica del otoño, entonces pudiera afirmarse que se trata de esa estación, aunque sería un otoño reciente porque también hay verdor en la parte baja de las copas, un verdor desfalleciente.
Se trata de un paraje excepcional, tal vez impresionista —porque de entrada impresiona—, que además nos invade con un dejo de irrealismo, o con un realismo llevado al extremo.
Pero no viene al caso caer en especulaciones conceptuales, académicas ni librescas, eso está lejos de quienes observamos esta pintura con minuciosidad.
Las dos personas que parecen correr hacia el horizonte del cuadro son una mujer y un hombre, que cubren sus cabezas con alguna ropa, una casaca, un chaleco, una manta…, no lo sabremos con exactitud.
Tampoco tendremos certeza de que llueve y que es necesario protegerse. No está del todo clara la situación climática, bien pudieran estar protegiéndose de los rayos del sol. ¿Y si solo juegan y corren, optando por ponerse esa ropa sobre sus cabezas para enfatizar el sentido lúdico de la carrera? ¿Cómo saber todo eso a ciencia cierta?
¿Pero efectivamente se trata de un hombre y una mujer?
¿O es lo que, empujados por las meras convenciones, tendemos a creer?
Tal vez, quienes observamos la escena desearíamos creer que se trata de un paseo por el bosque hacia el comienzo de un otoño aún tibio y una mujer y un hombre corren por diversión, camino a internarse en lo profundo de la espesura hasta perderse allí para, quizás, buscar un claro donde dejen pasar unas horas, retocen y se amen sin que nada los interrumpa.
Pero algo no calza en ese probable realismo de la pintura.
Algo nos reclama y nos hace sospechar la existencia de una segunda y, tal vez, una tercera realidad.
Algo más que los hermosos árboles pintados de otoño. Algo más que las aguas azules de río o de mar. Algo más que un camino bosque adentro. Algo más que solo un hombre y una mujer avanzando hacia la calma de un otoño apacible.
Tendríamos que intentar ver con mayor detención, estudiar diversos detalles, observar con cautela, puntillosamente, ir más allá de la visión posible y frágil de dos meros aficionados.
¿Mirar con desconfianza? ¿Acaso con un dejo de ligera sospecha?
Hasta podríamos recurrir, en última instancia, al recurso de visitar al autor de la pintura, preguntarle qué la inspiró, indagar cuáles han sido sus fuentes, de dónde extrajo esas imágenes. ¿Provienen de hechos reales o solo pertenecen a un designio de su imaginación? ¿Recurrió acaso a la observación de una fotografía a manera de modelo? ¿Recordó quizás la escena de una película que alguna vez le impactó y que ha querido inmortalizar capturándola en la tela?
¿Por qué, súbitamente, tenemos la intuición de que se trata de una mujer y un hombre huyendo?
Ciertamente son dos sombras en acto de evasión y, despejando el tono impresionista de la pintura, podríamos detectar ciertos elementos indicativos de esta realidad: son dos personas, hombre y mujer, corriendo hacia un automóvil de color azul del cual vemos el reflejo del sol en uno de sus faroles delanteros, y es precisamente este color azul intenso de la carrocería del vehículo el que nos hace pensar en el mar, en un lugar de la costa. ¿O es una zona costera donde el color azul del auto se confunde con el del océano dejándose ver como un solo todo, confundiéndonos, haciéndonos creer que vemos algo que en estricto rigor no es así?
La mujer y el hombre corren con decisión hacia el automóvil y esta premura revela a todas luces que no hacen otra cosa, si no huir. ¿Pero de qué huyen?
Al parecer las razones de la huida quedarán definitivamente sin una respuesta taxativa. Solo podremos conjeturar, lo cual ya es algo, aunque también es internarse en arenas movedizas.
Una posibilidad es que huyan por motivos sentimentales: un enredo amoroso, una pasión desencadenada en un contexto de discriminación…
¿O no son una mujer y un hombre, sino más bien una mujer y otra mujer, o un hombre y otro hombre? Es decir, dos seres humanos, sin importar su condición sexual de origen que, amándose, se han visto obligados a huir precisamente para salvar sus lazos de unión, para preservar su opción de amarse.
¿O se trata en cambio de una discriminación, de una persecución de otra índole: social, política, racial incluso, sin importar si se trata de mujer y hombre sino de dos seres humanos que huyen porque resisten en contra de un régimen autoritario, tiránico, o de una situación en la que sufren asedio, persecución, cosa nada excepcional en el mundo en el que habitamos?
A estas alturas de la indagación, si así puede llamarse a este cúmulo de conjeturas, habrá quienes acusen al autor de su falta de rigor al no bautizar debidamente su obra de arte —porque nadie pone en duda tal condición—, ya que si hubiese tenido el debido celo de poner nombre tendríamos al menos una pista certera del motivo de su intención al darse a la tarea, sin duda magnífica, de llevarla a cabo.
Pero no está en nuestras manos cambiar las cosas ni los elementos verídicos —¿verídicos?— con los que contamos para dar una explicación a lo que vemos con una cierta expectativa, hasta con un sentimiento de suspenso y preocupación.
Embargados por la frustración de no hallar un hilo conductor para desentrañar la razón de ser de la pintura o más bien, habiendo encontrado una telaraña interminable de posibles explicaciones, nosotros, los espectadores principales, hemos decidido recurrir a lo que pudiera parecer un exceso: ubicar al autor e interrogarlo, nuestro amigo PAA.
PAA nos recibe acogedoramente en su hogar, como siempre. Le acompaña su mujer, MA, y nos han ofrecido un café o un té.
Hemos aceptado el café y después de los ajetreos propios de la preparación, acodados en torno a la mesa del comedor, iniciamos la conversación.
Primero comentamos nuestra quizás indebida intención de desvelar el trasfondo de su obra. Indebida, puesto que lo más saludable y democrático debiera ser que los espectadores mismos interpreten a gusto la escena presentada ante sus ojos y, por tanto, no debiera esperarse una sola motivación plausible para explicar la confección de la pintura.
En segundo término, damos a conocer a PAA y a su mujer nuestras diversas y contradictorias versiones sobre el motivo del cuadro.
PAA, después de escucharnos con atención, toma la taza de té con las dos manos, sopla sobre la superficie del líquido, y llevando la taza a los labios de su rostro de rasgos quijotescos, sorbe el brebaje y adopta un aire de distancia para después guardar un largo silencio, incómodo para nosotros.
Finalmente, nuestro amigo habla:
“Todo lo que ustedes dicen es posible. Las versiones e interpretaciones de la pintura pueden ser muchas, todo depende de quien la observe.”
Nosotros convenimos en que eso es lógico, nadie podría objetar nada al respecto, sin embargo seguramente él ha tenido en mente algo concreto, probablemente un motivo más específico al momento de materializar la creación.
PAA, después de llevarse otra vez la taza de té a los labios y guardar otro silencio largo, mientras se mesa la barba que le cubre el mentón agrega:
“Las razones que tuve para hacer esta pintura son varias, pero de alguna manera inconfesables, hasta para mí.”
Hemos dicho, alarmados: ¿Es eso posible?
Y lo era.
No volvimos a abordar el tema. PAA rehuyó toda nueva pregunta acerca de la tela.
Cuando PAA y MA nos despidieron en la puerta de su casa, él añadió, como si durante mucho rato hubiese pensado lo que iba a decir:
“La razón principal que tuve para pintar el cuadro está a la vista.”
Y no se habló más.
Desde ese día pasaron varios meses, pasó el otoño y llegó el invierno frío, muy frío, largo y oscuro.
También llegó la pandemia, los confinamientos, los encierros interminables, la necesidad del distanciamiento social para evitar la propagación de los contagios.
Y antes de la peste habían irrumpido fuertes manifestaciones sociales de protesta conmoviendo al país; con ellas sobrevino la maniobra típica de los poderosos por capturar su sentido, tergiversándolo, para hacerlos digeribles e inofensivos al sistema. Además de la represión, también utilizaron la pandemia misma (el miedo) para decretar estado de sitio y toque de queda, intentando con ello detener el avance de los condenados de siempre buscando mejoras en sus condiciones de vida.
Un día cualquiera, el clima adquirió la benignidad cálida y luminosa de la ansiada primavera con la cual la ciudad, sofocada por la contaminación y la nube de smog aplastándose contra ella, empezaba a liberarse, al menos durante las estaciones tibias, de la horrible polución.
La mañana del lunes del sexto día de septiembre observamos, con delectación, el deslizarse de los rayos de luz sobre la tela recorriendo el óleo y constatamos que la pintura se transfiguraba imperceptiblemente, tomando una leve fulguración allí donde la luz debía reverberar sobre las hojas de los árboles y los trazos amarillos y anaranjados, tornándose de un verde acuoso y translúcido.
Tiempo después, cuando volvimos a visitar a nuestros amigos, no pudimos evitar volver a preguntar acerca de los fundamentos de su inspiración y, con alguna insistencia, indagamos si en algún instante había pensado en un nombre para su obra.
PAA se quedó pensando. Luego dijo que en realidad había imaginado un nombre y tenía cierta certeza de los motivos que le habían llevado a realizar la obra. Pero antes de agregar nada nos preguntó qué pensábamos nosotros, qué nos inspiraba a nosotros su trabajo.
Dijimos lo que habíamos descubierto: que después de muchas interpretaciones y conjeturas nos habíamos dado cuenta que lo menos importante en su pintura eran las personas. Que daba lo mismo si huían por una razón u otra. Que daba igual si llovía o no y hasta que no tenía importancia saber si aquella mancha azul ubicada hacia la parte baja y a mano derecha del cuadro que al principio nos había llamado la atención era o no un automóvil, o era una continuidad de la marejada o de las aguas de un río bajando correntosas.
Dijimos que habíamos llegado a la conclusión que en su pintura se expandían cada día más —como una presencia esencial, fructífera e incontrarrestable— los dos grandes árboles a los costados del camino y que daba lo mismo si era solo una senda o un puente invadido por hojas muertas.
Dijimos que un día, a comienzos de la primavera, un rayo de luz había caído sobre la pintura, abrazándola y ornándola de un modo envolvente, lamiéndola con una coloración inusitada e impregnándola de una luminosidad extraordinaria, de una fulguración arrebatada, y que entonces las imágenes se habían tornado más vivas.
PAA, ante nuestro discurso efusivo, primero entrecerró los ojos, luego, escogiendo las palabras, sostuvo que su cuadro sí tenía nombre, aunque él lo consideraba solo tentativo.
Nosotros, al unísono, preguntamos cuál era.
PAA demoró en responder y lo hizo esbozando una sonrisa:
Dijo: el cuadro se llama: “La Secreta Vida de los Árboles”.
Después solo hablamos del tiempo, de los hechos ocurridos en el país, de la salud malograda de una amiga común. Recordamos situaciones vividas en el pasado y algo dijimos acerca de la posibilidad de hacer un paseo, pero sin llegar a concretar nada. Obviamente, la pandemia era un impedimento para hacer cualquier plan seguro.
En casa, de regreso, no nos sorprendió observar que en la pintura las figuras humanas se habían esfumado y que los árboles no eran solo dos sino muchos más; en realidad, ahora conformaban un bosque. Y tampoco estaba el sendero semejante a un puente sobre el río, la densa arboleda había tomado su lugar.
En cualquier caso nos alegramos, porque las figuras humanas, esas sombras imprecisas, habían logrado escapar del acoso que las apremiaba y sabíamos con absoluta certeza que la arboleda protegería su evasión.
Renard Betancourt