El banco central de esta historia se encuentra aislado, en una manzana propia que solo comparte con algunas estatuas y un par de estructuras decorativas, rodeado por cuatro calles y sin contacto físico con ninguna otra edificación. Eso da muchas ventajas desde el punto de vista de la seguridad, pues nadie podrá derribar una pared para entrar desde el edificio colindante, como se ve en algunas películas de acción muy taquilleras y donde utilizan métodos muy novedosos para romper las paredes, abrir bóvedas, dinamitar portones y muchos etcéteras que siempre disfruté, sobre todo cuando mi imaginación era joven.
Como todos los bancos centrales, el de esta historia tiene a su cargo la impresión y distribución del papel moneda, ese que, antes de las tarjetas de plástico, servía para comprar y vender camiones, casas, comida y todas las cosas que necesitamos. Y con la distribución de papel moneda nuevo viene otra tarea muy incómoda y sucia, que es retirar de circulación los billetes viejos, arrugados, desteñidos y rotos, a esos que les pintaron bigotes y anteojos a los próceres y les pelaron las tetas a las estatuas que traen dibujadas.
Y digo sucia, porque significa manipular y contar y recontar billetes que llegan en las peores condiciones imaginables, pero que siguen teniendo lo que se llama valor facial. Y que deben ser contados y recontados, categorizados, ordenados y apilados por cientos, por miles y cientos de miles de papeles sucios, pero, hasta ese momento, valiosos.
Ese proceso, naturalmente, se efectúa con mucha, muchísima seguridad. En una gran habitación donde hay una gran mesa juntan a un grupo de personas que saben contar billetes, grandes cantidades de billetes, y cada uno cuenta lo que le toca y después revisa lo que contaron otros. Después lo vuelven a revisar otras personas y luego otras más, para que ningún billete “se pierda”, por más viejo y sucio que esté. Todo esto mientras son vigilados por cámaras y por oficiales de seguridad que los revisan a la entrada y a la salida, o sea que es imposible que alguien se lleve un billete para su casa. Y después de que los billetes son contados, categorizados, apilados por montos, ordenados y cubren casi toda la mesa, otro grupo de revisores los cuenta, multiplica y concluyen que se trata de tantos billetes de tal cantidad, tantos de esta otra y así. Después de toda esa contadera y recontadera, unos funcionarios de confianza levantan un acta donde se ordena que todos esos billetes sean destruidos y que se debe sacar a circular una cantidad igual para reemplazarlos. Esto de que saquen a circular una cantidad igual a los que quemaron es muy importante para los economistas. Me explicaron que se trata de mantener el valor de la moneda, pero no me pregunten detalles.
Volviendo a esos billetes, en lo más profundo y secreto de ese edificio de ese banco central que solo existe en mi imaginación, hay o había un horno hermético, hecho de ladrillos refractarios y dotado de un sistema de inyección de gas muy potente, que podía quemar una gran cantidad de papeles, o sea de billetes, en muy corto tiempo. Y, para que nadie pudiera robarse ni uno solo de esos billetes viejos, ese horno tenía solo una pequeña abertura de entrada, por la que se metían los billetes para ser quemados.
Esa era una labor muy tediosa, porque había que desarmar los paquetes ya armados y contados, y echarlos sueltos, para que se quemaran completamente y con rapidez. Por eso lo hacía un grupo de funcionarios, siempre vigilados por otros ojos humanos y por cámaras durante toda esa tarea. Para meter todos esos billetes por esa puerta pequeñita tenían unas especies de palas bastante largas, que ellos llamaban paletas, con las cuales iban empujando a los billetes, porque algunos, como es natural, se resistían a ese triste destino final. Cuando ya todos los billetes condenados a la hoguera habían sido metidos a este horno, cerraban la puerta de hierro fundido y encendían el gas.
Pasado el tiempo que los fabricantes del horno habían establecido como seguro para que todos los billetes se hubieran convertido completamente en cenizas, se cortaba el gas, se dejaba enfriar un poco, los jerarcas ordenaban que se abriera la puerta y los auditores, contadores y notarios se asomaban mientras un empleado revolvía muy cuidadosamente las cenizas con esa paleta para que cada uno fuera viendo que solo eran cenizas. Después hacían otra acta donde daban fe de que todos los billetes habían sido quemados, firmaban esa acta y unos empleados de menor jerarquía tenían que sacar con la paleta toda la ceniza, echarla en unas bolsas y llevarla al basurero del banco, donde se juntaba con las boletas desechadas, papeles carbón, servilletas y platos desechables de la soda, borradores de actas de la junta directiva y hasta otros papeles que habían servido para funciones menos honorables, pero igual o quizá más necesarias. Incluso dispensables, diría alguien.
Pero, si usted nunca ha quemado papeles viejos, y hablo de muchos papeles, que pueden ir desde libros prohibidos, talonarios de recibos del extinto club de jardines, cartas de ese amor que al final no estuvo a la altura de sus inasibles promesas epistolares o, si tampoco estuvo en la embajada gringa en Saigón encargado de quemar los télex de la CIA mientras afuera tocaban a la puerta los guerrilleros del FNL, también conocidos por el cariñoso apelativo de Viet Cong. Si a usted, como digo, nunca le tocó una situación como esas, pues entonces no sabe que, cuando se queman papeles, queda una ceniza muy liviana, casi volátil, a la que cualquier soplo de aire levanta, descompone en innumerables fragmentos y que termina por depositarse en todas las superficies cercanas, incluyendo las narices y aparato respiratorio de los presentes cercanos.
Los funcionarios del banco sí lo sabían por desagradables y repetidas experiencias propias. Así que, cuando a cada contador, auditor o notario le tocaba asomarse a la puerta del horno y observar como el subalterno movía con esa paleta la impresionante montaña de cenizas, lo hacía tapándose nariz y boca con su pañuelo y le decían al de la paleta, con cuidado, eh, no me levante mucha ceniza. Y se retiraban lo antes posible.
Entre los subalternos ocurría algo similar. Entre el personal de aseo y conserjería nadie se moría de emoción por ser parte de esa tarea tan sucia y le hacían las caras largas al jefe para que no los pusiera a cargo de eso. Algunos se iban a hacer algo bien lejos en el momento crucial, otros tosían, había quien abusaba de su amistad con el jefe y al final, medio en serio, medio en broma, le terminaron diciendo ¿por qué no manda a Chepito? Nunca hace nada, le dieron el puesto por ser peón de la finca de un expresidente de la junta directiva que ya no está y, además, ya le falta poco para pensionarse.
Y cómo, además, don Chepito era muy humilde, nunca protestaba y era el que terminaba yendo a comprar cigarrillos para el directivo que fumaba en las sesiones de la junta, también terminó a cargo de asistir, paleta en mano, a la carga y descarga del horno crematorio de billetes. Alguno dijo que, con la calma que lo caracterizaba, Chepito iba a tardar todo el día sacando la ceniza y limpiando el recinto porque, a pesar de todos los cuidados, la contumaz ceniza terminaba por cubrirlo todo; pero eso tampoco era una tragedia, porque quemar billetes no era algo que se hiciera todos los días, ni siquiera todos los meses, solo cuando la necesidad lo imponía.
Es verdad es que, en el estreno de sus funciones y, aunque se lo habían advertido, Chepito, quien, como extrabajador agrícola, no era conocido por la precisión de su sistema motriz fino, dio un palazo dentro del horno que provocó una nube de ceniza muy molesta para los distinguidos funcionarios de cuello y corbata que supervisaban la operación, quienes le expresaron de inmediato su insatisfacción por su falta de destreza. Con cuidado huevón, ¿nos quieres ahogar? Suave don José, que no está paleando barro, fueron algunas de las expresiones que se escucharon. Don Chepito se limitó a murmurar ahí perdonan, señores y se limitó a mover la pala por encima de las cenizas haciendo el gesto, por temor a que lo devolvieran a limpiar los basureros de los baños, que era lo que hacía antes.
A pesar de esos inconvenientes iniciales, don Chepito terminó por superar esa cuesta de aprendizaje y, después de dos o tres veces se desempeñó sin más queja de los jerarcas, lo que le valió quedar fijo para la tarea. Un sembrado, hubieran dicho en el mundial de tenis.
Y ahí estaba don Chepito un día de esos, justo después de una de esas ocasionales quemas de billetes, con la bolsa lista para llenarla de ceniza, el carrito de la basura listo para llevar las bolsas y él equipado con una mascarilla de tela y, por supuesto, la paleta del horno, otra palita pequeña, una escoba grande y otra pequeñita.
Se ubicaba, como decía, frente a la puerta del horno, con la paleta en la mano, la metía con cuidado y acumulaba la ceniza en montañitas, y poco a poco la iba acercando a la puerta, desde donde la sacaba con una palita más pequeña y la iba echando en la bolsa que tenía más a mano.
Era, eso ya se sabe, una labor sucia, lenta, repetitiva y tediosa. Pese a todo su cuidado, el ambiente se terminaba llenando de ceniza volátil y sus compañeros, muy preocupados de que ensuciara los recintos vecinos, lo dejaban con la puerta cerrada apenas se iba el último de los jerarcas que había servido de testigo en la cremación billetera. Así que don Chepito tampoco trabajaba muy de prisa, después de todo era empleado público y su jubilación ya se veía asomando en lontananza.
Tomaba la paleta, la introducía hasta tocar el fondo del recinto, la ponía de canto y hacía palanca para recorrer todo el espacio del horno, empujando la ceniza hacia el otro lado, después sacaba esa ceniza, volvía a meter la paleta y raspaba suavemente el piso del horno para dejarlo lo más limpio posible. Una y otra vez. Todas las veces. Hasta que una vez, nadie sabe cuándo, pasó algo insólito.
Como es lógico, don Chepito trabajaba manteniendo su cara lo más alejada posible de la fuente de ceniza, polvo carbonizado y otras partículas que se escapaban de la puerta del horno, a pesar de lo cual, al rato ya estaba tosiendo por la suciedad que se colaba hacia afuera. Por eso no miraba al interior del horno, sino que trabajaba, digamos, al tacto. Y lo insólito, lo que nunca había pasado es que la paleta se trabó en una de esas pasadas al ras de los ladrillos. Don Chepito, que no era un hombre muy imaginativo, al principio no supo qué hacer y finalmente se acercó a mirar a la negrura del horno. No vio nada, por supuesto, así que volvió a tentar con la paleta y sí, había algo sólido que no dejaba avanzar su instrumento. Hizo fuerza, golpeó con la madera y sintió que, al final, algo se movía, así que lo atrajo hacia la salida.
Era solamente uno de los ladrillos refractarios que se había despegado del piso del horno, y ahora, suelto, venía hacia don Chepito mientras él lo jalaba con la larga paleta de madera. Al construir este horno, estos ladrillos se habían pegado con una argamasa que, se supone, aguanta cientos de grados de temperatura durante muchas horas, porque de otra manera no habría hornos de pizza, pan ni muchas otras cosas que los comelones como yo disfrutamos tanto.
Con cuidado, don Chepito arrastró como pudo al indisciplinado ladrillo, el que venía envuelto en cenizas y polvo de carbón, para que no cayera al piso y se quebrara. Su idea era llamar a alguien de mantenimiento para que avisaran a los fabricantes del horno y vinieran a repararlo. Había tiempo de sobra antes de la próxima quema. Pero el ladrillo venía con más basura de lo esperado, así que, para no meter la mano, ya que sabía que el horno estaría caliente durante muchas horas, metió el mango de la escoba. Y ahí sí que se asustó.
Porque el mango de la escoba sacó al ladrillo, que efectivamente venía con algo de argamasa aun adherida y, con él, venía también un bulto de ceniza muy fina y, revueltos con ella, unos papeles descoloridos y resecos. Y, más adentro, debajo de esos papeles resecos y semi quemados, al igual que un asado argentino en donde se pone a quemar carne de baja calidad para que le dé sabor al filete que se encierra en esa húmeda cárcel, venía un pequeño bulto de billetes tibios, calientes incluso, resecos algunos, pero, al fin y al cabo, tan billetes como los que se dan y reciben en la calle.
Don Chepito era lento de entendederas, era humilde, pasmado, sufría de pereza mental, le costaba contar el dinero del vuelto cuando lo mandaban a comprar, tenían que anotarle los cigarrillos que le encargaban, porque no podía memorizar 3 marcas. Pero huevón no era. Eso sí que no.
Así que cuando vio el pequeño bulto de billetes intactos se quedó inmóvil. No lo sacó al exterior del horno, recordando la cámara que había en cada una de las esquinas del recinto. Tampoco sacó el ladrillo, porque la llamada a mantenimiento había dejado de ser su prioridad. Siguió sacando pequeños poquitos de ceniza con la escobita, los fue echando con calma en la palita de basura, los echaba en la bolsa de basura que estaba pegada al carrito y, mientras hacía todo eso, pensó en qué iba a hacer. Y pensó mucho en esos segundos. Y probablemente nunca antes había pensado tan rápido en su vida, porque cuando terminó de sacar toda la ceniza, dejó adentro el ladrillo suelto, lo arrimó a un lado de la puerta, donde no estorbara las futuras cargas de billetes que entrarían recto hasta el fondo, metió la escobita todo lo que pudo para sacar toda la ceniza que hubiera caído en el hueco dejado por el ladrillo y, en un movimiento muy rápido, como nunca había hecho en su vida, puso la escobita por arriba, para que ocultara la visual de las cámaras y debajo, sostenido con su otra mano, sacó el pequeño rollo de billetes y al echar la ceniza en la bolsa, sacó los billetes y los echó en la bolsa lateral de su overol.
Después se sacudió las manos, limpió la puerta del horno, la cerró con cuidado, se puso a barrer el amplio recinto, sacudió el polvo de las mesas, las sillas, repasó todo el mobiliario con un paño húmedo, volvió a pasar la escoba, solo para asegurarse y ya estaba con el paño sobando el apagador de la luz y el pomo de la puerta cuando esta se abrió bruscamente y Eladio, el oficial de seguridad del piso entró diciendo Chepito, no me atrase, ya van a ser las tres. Y murmurando una excusa, como siempre murmuraba, Chepito empujó su carrito con ceniza hasta la puerta, por el pasillo, hasta el ascensor de servicio y al subterráneo donde estaba el gigantesco recolector de basura. Después se lavó las manos y se fue a los vestidores, donde estaba su casillero y sus colegas lo recibieron con el cariño de siempre. Al fin, viejo, pensamos que se había muerto, apúrese huevón, ¿o se va a quedar a dormir?. ¿Qué cree, que si camina más lento le van a pagar más?
Uno a uno, fueron pasando los días y las semanas, don Chepito haciendo su trabajo con la lentitud de siempre, limpiando baños, trayendo cigarrillos cuando se lo ordenaban, hasta que un día, meses después, alguien le dijo, Chepe, lo llama el jefe, y cuando ya iba arrastrando los pies le gritó la esperada condena, creo que hay quema.
Efectivamente, unos cuantos días después se efectuó la siguiente incineración de billetes en desuso en nuestro banco y, como siempre, a don Chepito le correspondió ir introduciendo fajo tras fajo de billetes en el horno mientras los funcionarios de mediana y alta jerarquía le miraban y le hacían las mismas bromas de todas las veces, cuidado se le pegan esos billetes, viejo, ¿no se va a llevar trabajo para la casa, don Chepito? Tal como había pensado, tuvo mucho cuidado de que la paleta acomodara muchos billetes sobre el lugar donde sabía que estaba el nido dejado por el ladrillo suelto, como pudo, con la misma paleta, los acomodó y aplastó hasta que ya no pudieron entrar más billetes y, con el mismo cuidado, fue empujando al ladrillo hasta que sintió o creyó que estaba justo sobre el hueco, protegiendo esos amados papeles. Ya están todos, dijo alguien de pronto a su espalda. Entonces se apartó, tratando de no mirar a nadie a la cara porque estaba seguro de que algo se le iba a notar de las ganas de reír, de dar gritos. Cerró la puerta, la aseguró y el funcionario a cargo conectó el gas, dio el contacto eléctrico y allá adentro se escuchó como una pequeña explosión en sordina y después solo el siseo de los surtidores de gas.
El reglamento indicaba que los notarios debían estar presentes durante todo el procedimiento y que el recinto debía estar cerrado con llave, así que, como siempre, fue una larga espera, con los mismos chistes viejos, con el mismo café, las mismas gaseosas y los mismos bocadillos de cortesía que la gerencia disponía por la incomodidad. Se quitaron sacos y corbatas y se hicieron los corrillos de siempre mientras en una silla, don Chepito calentaba un vaso de fanta en una mano y un sanguche de queso en la otra, en lo que fue la espera más larga de su vida.
Pero valió la pena. Claro que sí. Cuando todo
terminó, todos hubieron salido y, al fin, le tocó sacar la ceniza, y después de
ella movió el ladrillo, ahí estaba el paquete que había acomodado, tostados los
de arriba, resecos los siguientes, pero debajo, como la miga del pan se
mantiene suave cuando se tuesta la corteza, estaba un buen fajo de billetes
intactos, los que, con mayor presteza que la vez anterior, fueron a dar a la
bolsa del overol y allí se quedaron, transmitiendo su tibieza a la pierna de
don Chepito.
Y así ocurrió cada vez que se repitió el procedimiento de quema de billetes desechados hasta que, cuando le llegó el tiempo de pensionarse, Don Chepito dijo que se aburría en la casa y que quería seguir trabajando un año más, y lo dejaron. Y después siguió otro año más. Hasta que, cuando iba a empezar el tercer año, lo llamaron a una oficina y le dijeron que su salud, que su edad, y que dejara las oportunidades para la juventud y que fuera a disfrutar de sus nietos y él no tuvo más salida que decir, está bien, a fin de año me retiro.
A partir de ese día, don Chepito no tuvo otra preocupación aparte de decidir qué hacer con su secreto, y tanto pensó que se le veía deprimido, como ausente y todos creyeron que era por su próximo retiro y entonces le dijeron que se quedara 3 meses, justo hasta su cumpleaños. Y en ese momento don Chepito decidió que no iba a ser tan egoísta de llevarse el secreto a la tumba, así que decidió escoger a quien se lo iba a heredar.
Y lo escogió. Fue un muchacho de origen campesino, como él, de sonrisa franca, tez clara, ojos muy abiertos y que siempre tenía la cara roja, aunque estuviera haciendo algo tan tranquilo como sacar los ceniceros de la junta directiva o los basureros del baño de mujeres. Y que, cuando le hablaba alguno de los jefes, cualquiera de ellos, abría más los ojos y se le veían gotas de sudor en los cachetes.
Así que, poco a poco lo fue llevando al tema, le dijo que su función era de la mayor importancia para la institución, y que él quería enseñarle a alguien dedicado y cuidadoso, no a un charlatán como tantos en el departamento. El escogido estuvo de acuerdo, le hablaron al jefe y este, contento de que al fin Chepito comenzara a hacer las valijas, le dio la bendición. Así que en la próxima incineración se dijo a los presentes este muchacho va a reemplazar a don Chepito cuando él se acoja a su merecida jubilación, así que hoy va a estar aprendiendo todos los detalles de la incineración, etcétera y todo el mundo estuvo de acuerdo y no lo volvieron a ver. Y todo transcurrió en calma, hasta que terminó el procedimiento y los señores de corbata se retiraron y solo quedaron los conserjes de overol para sacar la ceniza y limpiar el recinto y entonces, don Chepito, con toda la parsimonia y calma de su edad, después que hubo dado las primeras pasadas de paleta le dio la herramienta a su pupilo, como quien le entrega la alternativa a un nuevo torero y le dijo teatralmente, siga usted. Y el novato siguió desde donde lo había dejado hasta que, a su vez, topó con algo duro y cuando iba a darse media vuelta para llamar la atención a su mentor, este le puso la mano en el hombro y le dijo siga, ahora con más cuidado, así mismo, traiga eso para la puerta, véalo, véalo bien, y le pasó la escobita y este pudo barrer la ceniza y el polvo y empezó a ver los papeles humeantes y los papeles sin quemar y nuevamente sintió la presión en el hombro y la voz calma de Chepito que le decía ahorita vamos a tener más cuidado, porque tenemos una cámara justo detrás de nosotros, no se dé vuelta, siga así, meta la escobita, ponga la palita, eche todo el bulto en la palita, tápelo con la escobita y sáquelo, eso.. ahora meta la mano debajo, agarre los billeticos y a la bolsa. ¿Vio que sencillo? Ahora vio por qué este trabajo es tan delicado, ¿verdad? Y no se lo podía dejar a nadie, no, no se ría. No ponga esa cara de baboso. Sigamos limpiando, hay que dejar esto bien limpio o nos van a poner a hacer otra cosa, ¿entiende?
Y claro que entendió. Porque en las pocas veces que estuvieron juntos antes del retiro de don Chepito, todo marchó hasta las mil maravillas.
Ignoro si se repartieron lo que sacaban, pero tampoco importa mucho para esta historia. El caso es que a don Chepito le llegó el día de su pensión, le hicieron un café con un gran queque en el comedor del quinto piso al que asistieron sus compañeros, su jefe, vino la jefa de personal y uno de los gerentes. Allí le entregaron un diploma y un platón grabado, le hicieron muchas bromas y Chepito tuvo que decir algunas palabras mientras sostenía el enorme platón contra su pecho y se sentía terriblemente incómodo sin su overol, vestido con una camisa blanca que estrenó para la ocasión. Camisa blanca a la cual su esposa, asombrada por el derroche, le sacó los pliegues que traía de la caja con la plancha importada que compraron el mismo día. Todo pagado en efectivo.
Y así terminó la historia de Don Chepito en el banco de esta historia. Desconozco como fue su vida de anciano jubilado pensionado, adónde vivía y de qué pequeños lujos se había rodeado, ni qué hizo con el producto de sus pillerías.
Y aquí también comenzó la historia de su sucesor, la cual no fue muy larga, porque careció de la disciplina de don Chepito y antes de un año ya se hablaba de él por los gastos en que a veces incurría. No pasó mucho tiempo antes de que esos comentarios llegaran a oídos de los investigadores del banco; porque hasta los bancos imaginarios, como el de esta historia, tienen personas que se preocupan por saber si algún empleado tiene gustos extravagantes, costumbres que se salen de lo normal o gastos que no van de acuerdo con sus ingresos oficiales. Y en este caso no iban de acuerdo ni mucho menos.
Así que un día, cuando el heredero delictual de don Chepito (de quien ni siquiera su nombre llegó hasta aquí) estaba estacionando su motocicleta nueva en el parqueo de empleados, se sintió acompañado, por no decir rodeado, de dos de estos investigadores quienes, con cara de perro, le dijeron que no se presentara a su puesto de trabajo porque tenían que hablar con él.
Y hablaron.
No sé cuánto hablaron, por cuántas horas ni qué tan pesados se pusieron, pero no creo que mucho, porque al final, cuando el heredero vio una mesa cubierta de facturas de teléfonos celulares, muebles y menaje del hogar y, encima de todas, la factura de una motocicleta nueva, todo pagado en efectivo, y del otro lado de la mesa, los talones de depósito de su escuálido sueldo; a pesar de que se había imaginado que esa escena podía representarse algún día, sintió flaquear su serenidad. Y lo peor es que no le preguntaron nada, solo lo quedaron mirando con cara de te agarramos hijueputa. En eso se abrió la puerta y entró el jefe de investigación del banco, un señor gordo, bajito, de anteojos y cara de sapo, por lo menos eso decían los que lo detestaban. Que no eran pocos. Y este caballero traía una caja de cartón en la mano, se sentó frente a él mirándolo a los ojos y después bajó la vista para mirar fijamente la caja por unos segundos y lo volvió a mirar a los ojos como diciendo, aquí traje algo que te va a joder.
Durante uno, dos o cinco minutos, el heredero trató con desesperación de adivinar qué había en esa caja que le daba esa sensación de poder al gordo y a sus secuaces. Un chuzo eléctrico, pensó primero, después pasó por un par de esposas, una barra de hierro, unas pinzas para arrancarle las uñas, una declaración firmada por don Chepito en donde lo inculpaba de todo. Al final solo se quedó mirando al gordo, esperando. Y este abrió la caja y allí solo había unos billetes, de varias denominaciones, los que el gordo sacó de uno en uno, los acercó a su cara y dijo, mirando a sus ayudantes, este billete huele a humo.
Ese fue, para decirlo de la manera más melodramática posible, el principio del fin. Poco después le ofrecieron un trato, al que el heredero, con los ojos llorosos, se aferró como a un clavo ardiendo. De hecho, sintió que le quitaban una piedra del pecho y expresó su genuino agradecimiento al gordo. El trato era sencillo; él iba a renunciar el banco por razones personales, no habría denuncia a la policía ni tenía que devolver nada de plata. Pero eso sí, tenía que contar toda la historia, sin dejarse nada y estar a disposición de los investigadores durante un mes hasta que estos sacaran todos los hilos de la madeja. Sinceramente, no pudo creer que lo dejaran irse tan lindamente, con una carta de renuncia, con los fondos de ahorro de la asociación de empleados y una carta de recomendación, fría sí, pero sin manchas. Después lo acompañaron a su casillero, sacaron todo lo que había, y los acompañó al horno, metió su cabeza y brazo por la portezuela y sacó el ladrillo cómplice, les enseñó el espacio hueco, el que don Chepito y él habían seguido agrandando con mucha paciencia para que le entraran más y más billetes.
A cada momento de este amargo proceso esperó que el gordo o uno de los investigadores le dijera, eran mentiras huevón, ahora te llevamos a la policía judicial y te van a meter 20 años por ladrón. Pero eso nunca ocurrió. A la misma oficina en que lo habían interrogado trajeron una renuncia suya redactada con palabras que nunca había pronunciado ni escrito, la plata de la asociación y el recibo, una carta de la gerencia agradeciéndole sus servicios y al final del día, con sus pocas cosas en una bolsa de plástico transparente, los mismos investigadores le dijeron vamos antes de que se llene la salida de empleados, le quitaron su gafete de identificación laboral, sus llaves de acceso y lo llevaron a un ascensor que estaba bloqueado para ellos, lo pasaron por el puesto de control de la salida, donde el oficial lo miró como a un mueble, lo acompañaron hasta la acera, donde le soltaron el brazo y lo despidieron con un seco; la moto se la mandamos en un camión del banco y no queremos verlo más por aquí.
Y caminó directo hasta la parada de su bus, esperando no toparse con ningún conocido para no tener que explicar la hora, ni la bolsa plástica en donde se veían unas zapatillas, un calzoncillo, camisetas rotas y otras miserias personales. Porque, aunque le dejaron su libertad, le habían quitado su dignidad de campesino horado, a la que todavía creía tener derecho, así que antes de 5 minutos caminaba llorando y lloró todo el trayecto del bus, mirando por la ventana o haciéndose el dormido.
Usted se preguntará, como yo me lo pregunté, por qué salió librado tan fácil, por qué no fue a la cárcel si el caso parecía claro, más aun con su propia confesión. La respuesta se complica por aspectos legales, como que los billetes estaban oficialmente destruidos y carecían de valor facial, o tal vez sería como acusar a alguien de robarse la basura. Además, para iniciar un proceso judicial las autoridades del banco de esta historia hubieran tenido que explicar muchas cosas, empezando por sus propias omisiones y descuidos durante muchos años. Existía incluso la posibilidad de que el sindicato del banco decidiera defender a su empleado, alegando violación de sus derechos laborales.
Así que supongo que lo más sencillo y barato fue cortar por lo sano. Dejar libre al heredero del secreto de don Chepito a cambio de la receta de sus fechorías y evitar los problemas de ahí en adelante.
Y, por supuesto, mantener todo en el más estricto secreto.
De hecho, si esta historia hubiera ocurrido de verdad, a mí nadie me la hubiera podido contar. Por eso tuve que inventarla.
Juan Sepúlveda
San Pablo de Heredia, durante la pandemia de COVID
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