Acuarela de Mayarí Schilling |
Era noche de temporal y marejada, lo que hacía un poco más interesante mi turno. Los relámpagos se sucedían
y me permitían observar el oleaje que se batía como nunca en su lucha incesante
contra los acantilados. De pronto me pareció ver que las rocas estaban vivas.
Usé el catalejo y pude distinguir que cada una de las enormes rocas estaba
cubierta completamente de bichos que se movían en forma lenta y aparatosa.
Pensé que eran ratas, pero luego descarté esa posibilidad porque los
movimientos no correspondían a ese tipo de plaga. El aparato óptico no era de
los mejores y no me mostraba los detalles que me permitieran identificar de que
se trataba. Se movían como pequeños robots en una mala película de terror.
Enfoqué el catalejo en las rocas cercanas y también allí aparecían unos
bichos desperdigados que parecían jaibas, y a juzgar por la forma de su movimiento
que era igual al que se observaba en las rocas que se internaban en el mar
aquellas también podrían ser jaibas, solo que nunca había visto una cantidad
tan grande de esos crustáceos.
Quizás tenía una gran necesidad de conversar con alguien esa noche porque
no dudé en ir a despertar al turco.
—Despierta turquito, ven a ver lo que pasa afuera, que esto no se ve todos
los días—. La reacción no fue inmediata porque no estábamos acostumbrados a
ningún tipo de emergencia. La rutina era lo nuestro.
Cuando logré que se acercara al ventanal, le pasé el catalejo. Él lo
enfocó hacia el horizonte esperando ver algún barco en problemas.
—Mira las rocas— le dije sin apuro. El obedeció con la facilidad que lo
hacen las personas cuando están aún medio dormidas.
—¿Qué son esos bichos? — y su voz
sonaba profunda y asustada.
—Me parecieron jaibas o algún otro tipo de cangrejo, en realidad no sé, por
eso te desperté—.
—¿Pero que hacen formadas en batallones?— La pregunta del turco era un tanto desquiciada y temí que
no estuviera del todo despierto ni muy bien de la cabeza. Le arrebaté el
catalejo y observé. Estuve a punto de repetir lo mismo porque en las rocas
sobre las que se asentaba el faro ya no había unas jaibas dispersas, sino que
su número había aumentado mucho en los minutos que habían pasado y
efectivamente se movían como batallones de robots.
El turco pareció despertar del todo y me dijo simplemente —Hay que hacer
algo —, se puso su
capa de agua y tomó un escobillón, yo hice lo mismo y tomé una pala, salimos al
patio circular que rodeaba el faro cuando llegaban las primeras oleadas de
jaibas a invadir nuestro lugar de trabajo.
Pusimos todo nuestro empeño en despejar el patio, pero era inútil, por cada
jaiba que expulsábamos llegaban diez o tal vez más. Esa táctica no estaba
resultando, así que decidimos volver a la torre y cerrar puertas y ventanas lo
más herméticamente posible, confiábamos que esos cangrejos no eran muy aptos
para escalar las paredes bastante lisas y elevadas del faro.
Al llegar al ventanal superior, pudimos ver como cientos quizás miles de
jaibas usaban sus pinzas para ascender la pared exterior del faro realizando
una danza fantástica, el efecto robot que apreciaba en sus movimientos sobre
las rocas había desaparecido, ahora desafiaban la gravedad y la fuerza del
viento y de la lluvia como en una pesadilla.
No podíamos hacer nada, pero tampoco las hordas invasoras nos afectaban
mucho más allá de intranquilizar nuestros espíritus que se enfrentaban a un
pequeño misterio casi absurdo. La cosa cambio cuando alcanzaron la linterna y
sus cuerpos eclipsaron la luz salvadora de los navíos en peligro. Sin la luz la
navegación no era segura y nosotros estábamos obligados a garantizar que los
barcos que surcaban esas aguas llegaran a sus puertos. Ése era nuestro deber y
sabríamos cumplirlo.
Pusimos a hervir agua no solo en la tetera sino también en el caldero, en el fondo, en las ollas y hasta en las ollitas más pequeñas.
Después salimos a la terraza superior con los recipientes y arrojamos agua hirviendo sobre las jaibas que obstruían la luz de la linterna. Costó mucho
trabajo, pasamos toda la noche en esa dura tarea, al amanecer las pusimos
definitivamente en retirada y luego pudimos darnos un desayuno en cual comimos
varias jaibas reinas que habían perecido sancochadas. Mientras devorábamos los crustáceos,
acordamos no incluir la extraña invasión en la bitácora. Primera vez que
pasaba algo emocionante y tuve que limitarme a anotar: "... a pesar de la
tormenta y las marejadas se mantuvo encendida la luz del faro".